En su momento, sin embargo, el secretario de la poderosa congregación Propaganda Fi-de, arzobispo Constantini, exclamó —«algo imposible sin la aprobación de la Santa Sede», anunciaba al encargado de negocios alemán a Berlín— a raíz de la celebración de una misa solemne a principios de agosto de 1941: «Ayer sobre el suelo español y hoy en la misma Ru-sia bolchevique, en aquel inmenso país donde Satán parecía haber hallado sus mejores vica-rios y colaboradores en los mandatarios de las repúblicas, valerosos soldados, incluidos los de nuestra patria, libran ahora la más grande de las batallas. Desde lo más profundo de nuestro corazón deseamos que esta batalla nos depare el triunfo definitivo y el ocaso del bolchevismo que sólo busca negar y subvertir». Y Constantini imploraba que la bendición de Dios descen-diese sobre los soldados italianos y alemanes, que «en esta hora decisiva defienden el ideal de nuestra libertad contra la barbarie roja». El nuncio papal en Berlín, Orsenigo, dijo el 20 de agosto de 1941 al secretario de estado Weizsácker: «¡Quien en este momento habla de paz es un estalinista».