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etanol
Copio y pego:
Admitida su existencia, no se conoce que Jesús escribiera nada. Según opinión general, sus oyentes no registraron por escrito ninguna de sus palabras. Las pusieron en circulación oralmente; sólo, como lo explica la crítica moderna de la historia de las formas aplicada a los Evangelios, a su muerte comenzaron a circular piezas sueltas sobre él, pequeñas historias, comparaciones, sentencias, parábolas. El primero que las recogió por escrito fue un tal Juan Marcos, el acompañante del apóstol Pedro. Según la tradición de la primitiva Iglesia Marcos no escuchó a Jesús en persona, sólo escribió de lo que recordaba de habérsele oído a Pedro y, por lo visto, sólo escribió a la muerte de éste. Hacia el 140 informa el testigo más viejo, el obispo Papías de Hierápolis: “Marcos ha registrado con exactitud las palabras y hechos del Señor, que él recordaba como traductor de Pedro, pero sin seguir un orden. Y es que él no escuchó ni acompañó al Señor, aunque, como se ha dicho, sí acompañó más tarde a Pedro, y Marcos ajustaba sus exposiciones a las necesidades, pero no de manera que hiciera una exposición continuada y coherente de las enseñanzas del Señor. De ahí que no pueda imputar a Marcos que anotara lo que recordaba.”
“Lo que recordaba”, tras esto se esconden varias cuestiones. Y es que, como no existía una historia oral coherente de la supuesta actuación de Jesús, Marcos no sólo reunió las narraciones existentes en circulación, recogiéndolas, escribiéndolas tal y como las encontraba, sino que creó y elaboró también el marco mismo de la historia evangélica. La mayor de las veces no se sabía con qué ocasión se dijeron aquellas palabras –caso de que se dijeran alguna vez-. Como es natural el cuándo era lo que menos interesaba. Pero, a veces, tampoco se sabía el dónde, y mucho menos la secuencia, el orden, y no digamos nada la palabra exacta. De ahí que Marcos agrupara, añadiera o puliera el material a su criterio. Él rellenó las lagunas y huecos entre los diferentes elementos de la tradición mediante anotaciones, describiendo situaciones inventadas, añadidos propios; y, con ello, suscita la apariencia de una topografía estable y el aspecto de una narración con coherencia cronológica, pero, sobre todo, presenta el material bajo un determinado prisma. La definición de Nietzsche del cristianismo como el arte de una mentira sagrada se verifica a través del primer y más antiguo evangelista.
No sólo en la antigüedad, también en el cristianismo se permitió, desde el inicio, la mentira piadosa. “Esta religión”, escribe Wyneken, “que quería llevar a los pueblos la verdad, operó en una dimensión sin parangón con la mentira y el engaño. Y este reconocimiento se lo debemos a sus propios sabios, para ellos una tercera parte de los escritos del Nuevo Testamento son falsificaciones, es decir, escritos que se imputan injustamente a apóstoles como sus autores, lo que aparentemente no perjudica a su carácter de “palabra de Dios.” Y, desde ese momento, ya nunca más se interrumpe en la literatura cristiana la cadena de intentos de falsificación. Como disculpa de esta mentira piadosa se aduce que estos escritores no hacían sino seguir una costumbre de la antigüedad. Pero en el caso de que asi fuera: ¿Es ésta una disculpa suficiente? Siempre seguimos oyendo que el cristianismo mejora la moral del mundo antiguo, la profundiza y eleva, que trajo al mundo una moral nueva y superior, pero, por lo visto, esa mejora no se dio en el amor por la verdad.
Tras reconocer Pablo que lo que a él le importa es anunciar a Cristo “con buena o mala fe”, uno de los cristianos más prestigiosos, Orígenes, aboga claramente por la mentira y el engaño como “medio de salvación”. Y el doctor de la Iglesia -máxima distinción para los católicos, de hecho de los más de 260 Papas sólo dos son doctores-, y patrono de los predicadores, Juan Crisóstomo, difundió la necesidad de la mentira si es para conseguir la salvación del alma, apoyándose en ejemplos del Antiguo y Nuevo Testamento.