Es uno de los personajes centrales del rock argentino. Todavía hoy, como un solista que se encuentra lejos de reunir a Los Redonditos de Ricota separados en 2001, representa el modelo de ídolo para varias generaciones rockeras. Aquí, las razones. Viaje al fondo de un enigma llamado Carlos Solari.
¿Quién es realmente genial? ¿Y de quién se sabe menos? Esa ecuación spinettiana siempre resultará irresistible, más aún si, en este caso, se trata de otro de los más importantes líderes de la escena argentina de los últimos treinta años, y de uno de los ideólogos más lúcidos (y lúcido practicante, qué duda cabe) de todo el rock de habla hispana.
Carlos Solari nació un 17 de enero en Entre Ríos, y hoy cumple 60 años. Si bien un aniversario de este tenor no debería tener, en el fondo, mayor significado que la celebración de sus 59, o la de sus próximos 61, queda claro que, en el caso del Indio, resulta muy adecuado festejar un número justamente Redondo.
Redondo es la palabra que lo envuelve, aun después de siete años y medio sin Redonditos de Ricota. Redondo es la palabra que todavía hoy lo define: "de calidad originaria igual por sus cuatro costados"; "completo", "perfecto, bien logrado". Redondo es la palabra escrita en todas las remeras. Y aunque haya cantado alguna vez que "nadie va a escuchar tu remera", el tiempo demostró que -al menos en eso- estaba absolutamente equivocado. No hay quien no lo escuche.
Su historia comenzó en La Plata, adonde llegó siendo un crío. La extraordinaria ebullición intelectual y contracultural de una ciudad universitaria en constante incendio de neuronas hizo posible que los protagonistas de varias revoluciones hicieran sinapsis. Entre ellos, y en un principio, Solari y Guillermo Beilinson (cineasta). Ambos escribieron, filmaron, miraron. Luego fue el turno de Solari y Skay (Eduardo Beilinson, hermano de Guillermo), la otra pata de la historia redonda. Skay y el Indio hicieron las músicas, las letras, un show casi hermético e imperdible, y diseñaron la bandera de un rock diferente.
Y ahí estaba la Negra Poli (Carmen Castro, ¿"Patricio Rey"?), organizadora de todo asado mental. Y Rocambole (Ricardo Cohen), el artista plástico de cuya magnífica inventiva nació la imaginería de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y su paso gráfico a la posteridad.
Los Redonditos de Ricota, además y también, lograron poner en práctica lo que muchos consideraban imposible: la absoluta independencia de sus discos, sus conciertos y su promoción. Nunca dependieron de nadie. Fueron representados por ellos mismos. La misión tuvo, por supuesto, sus obstáculos, sus errores y sus desprolijidades...
Con los años, el público mutó, el país también, y los episodios de violencia catártica terminaron haciendo un agujero (redondo) en una ricota que nunca fue magra. "¿Vos pensás que los chicos nacen malos?", preguntó el Indio ante las diatribas que sindicaban al grupo como provocador de desmanes. En abril de 2000, un cuarto de siglo después del comienzo de la leyenda, 140 mil personas fueron al estadio de River Plate a escuchar a los Redondos. Nunca se había visto nada igual. Sin embargo, las balas de goma y los heridos (y un muerto) siguieron alimentando la debacle. Poco más de un año más tarde, en Córdoba, la banda dijo basta. Tal vez por las suyas, no por las de los demás ("A mí me quedó un sabor agrio", confesó Solari). Pero todo estaba listo.
Durante treinta años, el Indio y su troupe construyeron un fenómeno único y acaso irrepetible. Si bien el trío/familia redondo (Solari, Skay, Poli) y los artistas que los acompañaron (una entrañable lista que incluye a Semilla Bucciarelli, Tito Fargo, Willy Crook, Sergio Dawi, el periodista Enrique Symns, "el Mufercho" y hasta Lito Vitale) pusieron su estampa en escena y en estudios de grabación, el Indio siempre supo que él era "la estampita". "Yo era la estampita de la banda", dijo, dice, dirá. Sutil, académico, de verba pulcra, Solari -y sus letras, y su música- han terminado convirtiéndose en uno de los referentes socioculturales más importantes de este país.
La eterna reserva de su imagen ante todo soporte periodístico o mediático resulta, a esta altura, un tanto irritante. Si no se trata de la promoción de un nuevo disco, el Indio no aparece nunca. Nunca. Cuando decide aparecer, le da notas hasta a Informe rural. Pero cada quien puede hacer de su traste un silbato, y el Indio ha hecho de su arte un mito.
"Estoy tratando de no moverme más rápido que mi alma", dice. Es la voz y el grito, es el cuerpo puesto a prueba, es el rostro -y hasta la máscara- de varias generaciones. Tiene esposa y un hijo pequeño, vive en Parque Leloir y cuenta con nueva banda y dos muy buenos discos como solista, tan buenos que las multitudes ahora lo siguen, a él solo, de provincia en provincia, de estadio en estadio, esperando el pogo de Ji ji ji pero también atendiendo a lo que el Indio significa ahora: un mago antiguo (nunca viejo) de la Gran Redondez.
Escribe historias como El delito americano, una saga que ya lleva décadas y que alguna vez, espera, terminará en pantalla en formato de dibujos animados. Le gusta el tango. Añora los tiempos de los sueños colectivos. "Si no hay amor, que no haya nada entonces", dice. "Alma mía, ¡no vas a regatear!".
Sarcástico, el Indio siempre repite que, a la hora de su muerte, "cuando este velador Carlitos Solari se apague, creo que se apaga y chau".
Nunca se va a apagar. Ya es tarde para que se apague alguna vez. El lo sabe. Y lo saben todos.