No hay una única iglesia evangélica en América Latina, lo que significa que el movimiento, que abarca, entre otros, a presbiterianos, bautistas, metodistas y, especialmente, a pentecostales y neopentecostales (pero no a los Testigos de Jehová, los Adventistas del Séptimo Día y los mormones), no puede compararse con la monolítica Iglesia Católica. Además, los evangelistas políticos se han alejado de sus antepasados europeos del Cisma Protestante del siglo XVI, después de que el monje agustino Martín Lutero recibiera revelaciones religiosas. Hoy en día, no hay un solo orador de la Verdadera Palabra. Se trata de alianzas pragmáticas que evitan una doctrina clara.

Puede que el evangelismo latinoamericano no sea un todo unificado, pero es coherente en sus diversas formas de acoplamiento con el neoliberalismo como proyecto de creación de Estado en el que la gobernabilidad significa moldear a las poblaciones con un conjunto de mecanismos siempre adaptables que imponen la noción de responsabilidad individual creada por, y al servicio de, la mercantilización. Esta maquinaria de control opera en toda la sociedad en lo que el antropólogo social Loïc Waquant llama “múltiples sitios de autoproducción, incluyendo el cuerpo, la familia, la sexualidad, el consumo, la educación, las profesiones, el espacio urbano”, etcétera. Así pues, “no hay un neoliberalismo de N mayúscula, sino un número indefinido de neoliberalismos N minúscula nacidos de la hibridación continua de las prácticas e ideas neoliberales con las condiciones y formas locales”. El evangelismo pragmático combate todo lo que pueda alterar plan de control social, incluidos los derechos LGBTQI+, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la legalización del aborto, la “ideología de género” (como ellos dicen), la liberalización de las drogas y el control de las armas, puntos de vista que les hacen coincidir con la derecha cristiana, los neonacionalistas, la alt-right o los entusiastas de Trump y QAnon, por ejemplo.