A mediados del siglo IV un obispo exigió al emperador cristiano Constancio:

«Se te encarece en virtud de la ley del Dios supremo a perseguir severamente en todos los sentidos el crimen de idolatría. Oye y confía a tu santa conciencia lo que Dios ordena en relación con este crimen.
Dios ordena que no se perdone ni a hijo ni a hermano, y dirige la espada vengadora que atraviesa los amados miembros de una esposa.
A un amigo también lo persigue con gran severidad, y todo el pueblo es llamado a las armas para desgarrar los cuerpos de los sacrílegos.
Dios ordena destruir incluso ciudades enteras, si son sorprendidas en este crimen».

¡Con qué rapidez los mártires se convirtieron en verdugos!