A lo largo de toda la historia, y aunque en algunas épocas y culturas haya sufrido numerosas variaciones y no se haya dejado ver con claridad rotunda, es común en todas ellas un cierto sentido de la grandeza del matrimonio, cuyo papel no es sino el de dignificar esa unión entre el hombre y la mujer que Dios pensó en el momento de la Creación. Jesús, con la institución del sacramento del matrimonio no hizo sino elevar a éste a la categoría de Santo, instituyó el Santo Matrimonio.

Hay una cita preciosa de San Juan Pablo II en su Encíclica Familiaris Consortio, y que dice así:


"El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos"