EVANGELIOS
Es una verdadera cuestión averiguar cuáles son los primeros evangelios. Está constantemente probado que ninguno de los primeros Padres de la Iglesia hasta Ireneo cita pasaje alguno de los cuatro evangelios reconocidos. Por el contrario, hay algunos que no reconocen el Evangelio de San Juan, y hablan de él despreciativamente, como San Epifanio en su homilía XXXIV. Los enemigos de la religión católica, no sólo notan que los primitivos Padres de la Iglesia no citan nunca los evangelios auténticos, sino que refieren varios pasajes que se encuentran en los evangelios apócrifos, no admitidos por los cánones.
Por ejemplo: San Clemente refiere que habiendo interrogado al Señor sobre la época en que se había de verificar el advenimiento de su reinado, respondió: «Cuando dos no sumen mas que uno, cuando lo de fuera se parezca a lo de dentro, cuando no haya macho ni hembra.» Hay que confesar que este pasaje no se encuentra en ninguno de los cuatro evangelios. Hay otros muchos ejemplos que prueban esta verdad, y pueden leerse en el Examen crítico de M. Fleret, secretario perpetuo de la Academia de Bellas Letras de París.
El sabio Fabricio se tomó el trabajo de reunir los antiguos evangelios que se conservan. El primero de ellos es el de Santiago, que se conoce con el nombre de primer Evangelio. Conservamos el relato de la pasión y de la resurrección, que suponen escribió Nicodemus. El Evangelio de Nicodemus lo citan San Justino y Tertuliano. En él constan los nombres de los acusadores de Jesús, que fueron Anás, Caifás, Summás, Datam, Gamaliel, Judas, Leví y Leftalim. El cuidado de referir esos nombres da cierta apariencia de candor a la obra. Nuestros adversarios deducen de esto que habiendo sido supuestos varios evangelios falsos, que al principio se reconocieron como verdaderos, pueden ser supuestos también los que admitimos hoy como auténticos. Insisten en pregonar la fe de los primitivos herejes, que murieron defendiendo el error, y que por lo tanto no prueba la verdad de nuestra religión que haya habido mártires que murieran por ella. Además dicen que no se preguntó nunca a los mártires si creían en el Evangelio de Juan o en el Evangelio de Santiago. Los paganos no podían apoyar sus interrogatorios en libros que no conocían; los magistrados castigaron injustamente a algunos cristianos como perturbadores del orden público, pero no les preguntaron nunca sobre los cuatro evangelios, que no conocieron los romanos hasta el imperio de Diocleciano, y sólo tuvieron alguna publicidad en las postrimerías del reinado de éste. Constituía un crimen abominable para el cristiano enseñar los evangelios a un gentil. Esto es tan cierto, que no se encuentra la palabra «evangelio» en ningún autor profano.
Los rígidos socinianos consideran nuestros divinos evangelios como obras clandestinas, escritas un siglo después de la muerte de Jesucristo, y que ocultaron a los gentiles durante otro siglo. Obras en su opinión groseramente escritas, por hombres groseros, que durante mucho tiempo las dedicaron al populacho de su partido. No tratamos de repetir aquí sus demás afirmaciones. Esta secta, aunque bastante diseminada, está tan escondida en la actualidad como lo estuvieron los primeros evangelios, y es muy difícil convertir a los socinianos, que no creen mas que en su razón. Los demás cristianos sólo se pelean con ellos con la fe que profesaban a la Sagrada Escritura, de modo que, siendo siempre enemigos, es imposible que unos y otros puedan llegar a encontrarse.
Nosotros permaneceremos siempre teniendo fe en los cuatro evangelios como la tiene la Iglesia infalible; reprobamos los cincuenta evangelios que ella reprobó, sin examinar por qué permitió Jesucristo que se escribieran cincuenta evangelios falsos, esto es, cincuenta historias falsas de su vida, y como corderos nos sometemos a nuestros pastores, que son los únicos a quienes el Espíritu Santo inspira en el mundo.