Siempre recuerdo que cuando estamos en Subway tú sólo me miras como una madre a un niño, me miras tiernamente y dices: "se te va a caer el aguacate" y yo: "nah" y pum, se cae el aguacate. Sonríes y no dices nada. Cuando sí dices algo es cuando comemos sushi, cuando se me cae el rollo o cuando dejo salpicado de salsa de soya todo menos el plato. Ahí como que te da vergüenza que nos vean. Yo digo: "¿Y QUÉ, HAGO REGUEROS Y QUÉ? ¡QUE ME DIGAN ALGO! Y tú te apenas y se te viene esa sonrisita como nerviosa que tienes cuando piensas que te están observando. Siempre lo mismo. Me soportas aún cuando se me caiga la comida en la mesa, me quieres y eso me convierte en la persona más feliz del universo. Las únicas veces que no dejo toda la comida botada por la mesa es cuando, ya casi al final de la noche, pasamos por nuestra cafetería. Lo de siempre: dos cafés americanos y un cheese cake, no boto nada porque tú manejas la cucharita, igual que siempre, una para los dos. Es lindo terminar mis domingos así, ahí, contigo. La cafetería con su ambiente fresco y moderno me pone feliz por estar contigo pero triste porque pronto cruzaremos la cuidad caminando, tomaremos el autobús y llegaremos a tu casa; te dejaré ahí y me iré, pensando en lo larga que será la semana hasta que llegue nuevamente la tarde del próximo domingo. No es tristeza en realidad, es ansiedad. Me encanta compartir todo mi ser contigo. La cereza del pastel es cuando en la noche, siempre a las 10:40, te dejo frente a tu casa. El beso, el abrazo, giras, subes las gradas, te observo, sacas la llave de tu bolsa, abres el portón, yo observo, te das la vuelta, cierras el portón, siempre con una sonrisa, vuelves a girar, caminas, abres la puerta, das una media vuelta y levantas tu mano, te observo, tu mano levantada como diciendo "adiós" es mi señal, estás en casa, segura, puedo irme. Mis domingos contigo es lo mejor que me ha pasado en la vida. Ojalá nunca se acabe este viaje.