El fantasma de Facebook
CAPÍTULO 1 RODRIGO Y LUDOVICA
RODRIGO
Mi nombre es Rodrigo del Molinar. Nací en el año 1324 del Señor.
Antes de convertirme en fantasma a mis veintidós años, yo era hijo de un molinero exitoso en la región de Puertollano, en las cercanías de Ciudad Real. Gracias a ello pude educarme en el convento de Santa María de la Retuerta, en Valladolid, con la orden de los monjes promostratenses, de quienes aprendí muchas letras y muchas más falsedades, las que ahora, siendo un ente ni vivo ni muerto, veo muy claras. La muerte dista mucho de ser lo que ellos predicaban, pero éste no es el asunto del que quiero hablar.
Puertollano era entonces una aldea agrícola y ganadera, con economía creciente, apoyada desde hacía más de cien años por la Orden de Calatrava.
Fue una tarde calurosa de verano del año 1346 del Señor cuando empecé a sentirme mal, muy mal. Había rumores de que una epidemia asolaba las poblaciones al norte de Ciudad Real, pero no estaban confirmados.
Algunas familias de Puertollano, angustiadas ante la posibilidad de que aquello tan terrible que se decía fuera cierto, escaparon de la aldea para vivir en los establos de las zonas ganaderas cercanas.
Mi padre no los creyó, hasta que vio mi cuerpo deshidratándose por la fiebre. Él, mi madre y todos mis hermanos, fallecieron, después que yo, en el lapso de dos días: la Peste Negra había hecho de las suyas en nuestro hogar.
Cuando me di cuenta de que pronto moriría, quise ir en busca de mi querida Ludovica, sin saber que ella ya no estaba en Puertollano. Yo estaba demasiado débil, y no logré siquiera salir de mi habitación.
Unos días después, todas las casas de Puertollano fueron incineradas por orden de las autoridades: el diablo tenía que ser erradicado.
LUDOVICA
La familia Sayavedra había llegado unos años antes a Puertollano procedente de Extremadura. Ludovica - la hija mayor de esa noble gente-, si bien no era una moza muy afortunada en lo referente a belleza, era, en cambio, muy inteligente y trabajadora, lo suficiente para resultar atractiva a muchos hombres que la pretendían. Yo, Rodrigo del Molinar, tuve la fortuna de conquistarla y enamorarla, para mi dicha y la envidia de muchos mozos de la aldea.
Los Sayavedra eran gente muy conservadora, llena de prejuicios mozárabes que implicaban una sumisión total de las mujeres a la rígida disciplina familiar de la época.
Yo era audaz por naturaleza, y por mucho que mi familia me hubiese inculcado principios rígidos en lo relativo al amor carnal, era fogoso y afectivo, un tanto irreprimible.
Aquella tarde, escondidos en un pajar, Ludovica y yo nos entregamos sexualmente, de una forma tan profunda que ninguno de los dos hubiese podido imaginar. Nos juramos amor eterno, y ambos disfrutamos de tal modo aquella primera y última relación, que cualquier adjetivo o promesa sobraba. Como quiera que aquello se hubiese podido llamar, era un hecho consumado…y de verdad trascendente para ambos.
Lo que destrozó aquel romance no fueron las mojigatas familias a las que pertenecíamos, ni los celos, ni las habladurías de los vecinos. No hubo la menor oportunidad de que esas situaciones se presentasen. Fue algo superior: una fuerza inconmensurable que cambió la vida de millones de personas en Europa en cuestión de semanas. Unos días después del romance en el pajar entre nosotros, la Peste Negra se presentó en Puertollano. Todo lo demás careció de importancia.
La familia Sayavedra sí creyó en los rumores, y escapó a tiempo hacia los establos al sur de la aldea. Gracias a eso, toda la familia sobrevivió. Morí sin saber que ellos estaban a salvo de la peste.
LA PESTE NEGRA
En la primavera del año de 1346 del Señor, en Puertollano vivían unas cincuenta familias, un total de trescientos habitantes. Sobrevivieron a la peste unas veinte personas, entre ellas Ludovica, gracias a que su padre sí creyó en los fatales rumores.
Ella supo, después de un par de semanas de indagaciones, que todos los cadáveres de la familia del Molinar habían sido incinerados y arrojados en la fosa común decretada por las autoridades.
Una pequeña dosis de mí...así, pequeñita, para no intoxicarme con mis estupideces.