Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección y perseguirla.
Las existencias vegetativas no tienen biografía: en la historia de su sociedad
sólo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos,
por las obras que realizamos.
No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a los siglos,
y por ellas se mide.