Una tragedia que México no debería de olvidar....

LOS HECHOS


La tarde del 2 de octubre de 1968, después de que desde un helicóptero que sobrevolaba la Plaza de las Tres Culturas arrojara una luz de bengala, empezaron los disparos en contra de los miles de estudiantes que colmaron el lugar.



El 2 de octubre de 1968 se realizaba en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, una gran manifestación estudiantil en demanda de mayor libertad de expresión, a unas cuantas semanas de que se celebraran en México las Olimpiadas.


Justo cuando se iniciaba el mitin, una bengala surcó el aire, lo que, dicen los testimonios, fue la señal para que el Ejército Mexicano empezara a disparar contra la multitud.

También dispararon sus armas los integrantes de la "famosa Brigada Blanca", vestidos éstos de civil, pero identificados por portar un guante blanco como distintivo.

De acuerdo a Paco Ignacio Taibo II, quien en 1993 encabezó una Comisión de la Verdad sobre estos sucesos, en esa "trágica" tarde fueron disparados 15 mil proyectiles y hubo 300 muertos, además de 700 heridos y cinco mil estudiantes detenidos.

Según el periodista e investigador, participaron ocho mil militares de varios cuerpos destacados en la acción, 300 medios armados entre tanques, medios blindados y jeeps con ametralladoras.
Todo ésto para reprimir una manifestación pacífica.

En 1968, México era gobernado por Gustavo Díaz Ordaz, ya fallecido, mientras que Echeverría Alvarez fungía como secretario de Gobernación, quienes nunca pudieron explicar de forma clara y veraz esos acontecimientos.

Desde entonces y hasta el último presidente de filiación priísta, Ernesto Zedillo, el gobierno permaneció en silencio ante estos hechos, que afectaron a los movimientos sociales de estudiantes y de trabajadores.

Dichos grupos, al ver cerrado el camino del diálogo, formaron ya en la década de los 70, diversos grupos guerrilleros.

Testimonios:

Enrique Espinoza Villegas

Estaba en la Preparatoria 5 y era activista. Tenía 19 años y no participé en el Comité de Huelga. El 2 de octubre quise estar en el tercer piso del Chihuahua porque allí iban a estar otros amigos.

Llevé a mi madre, pero la dejé en la explanada y me subí. Cuando estaba hablando Socrátes (Amado Campos Lemus) empezó el tiroteo y quise bajar por mi madre, pero ya no me dejaron. Me detuvieron los del guante blanco, que comenzaron a dispararle a la gente.

Había dos niños de secundaria que, cuando vieron que los del guante blanco disparaban contra la gente, se les aventaron. Ahí mismo los mataron. Primero les dispararon y en el suelo los golpearon con las cachas de las pistolas. Iban con suéter café.

Con tristeza y remordimiento recuerda que no pudo ayudar a su madre Esther Villegas, a la que también se la llevaron los soldados. Ella estaba en las escaleras, alcancé a agarrarla, pero me detuvieron. Me llevaron a un departamento del tercer piso, donde estaban Luis González de Alba, Cabeza de Vaca, Sócrates y La Tita. Allí el policía del sombrero que aparece en las fotos era el que nos quitaba las pertenencias a todos los detenidos.

Pero después Enrique y González de Alba fueron llevados a otro departamento: Allí me quise escapar, vi un guante blanco tirado y traté de ponérmelo, haciéndome pasar por uno de ellos. Con los ojos Luis me decía que no, pero yo tenía miedo y quería escaparme para ir por mi madre, a la que también habían golpeado. Se dieron cuenta porque el guante rechinó cuando quise ponérmelo, me golpearon hasta que perdí el conocimiento. Creo que uno de ellos mismos me salvó porque les pidió que ya no me siguieran golpeando. Cuando desperté me bajaron a la entrada del edificio, donde nos tomaron la foto a un lado del elevador. Yo estoy de espaldas, soy el más alto.

Cuenta que en el Campo Militar Numero Uno nos llevaron a las galeras con camas de metal. Nos despertaban a la media noche y nos decían que nos iban a fusilar. Había ferrocarrileros, trabajadores del banco, estudiantes. Me golpeaban mucho, la tortura también era psicológica. Sacaban gente y se oían tiros, todos temblaban. Nunca vi que regresaban.

Ahí vi a Nazar Haro, varias veces fue a entrevistarnos, casi siempre a la medianoche o en la madrugada. Llegaba con sombrero y gabardina blanca, nos ponía bajo una lámpara y nos preguntaba: ‘¿Qué andabas haciendo, eres estudiante, del Comité, conoces a los líderes?’. No me golpeó, me hice pasar como trabajador de Aurrerá, estaba muy asustado. Me tomaban fotos mientras me interrogaban, huellas digitales de todos los dedos de las manos. Me parecían eternos, con preguntas insistentes.

Florencio López Osuna

Llévatelo, y a la primera pendejada, te lo chingas, fue lo último que escuchó antes de que lo bajaran, a empellones, del tercero al segundo piso del edificio Chihuahua.

Había sido el primer orador del mitin y fue el único de la lista de tres comisionados para hablar esa tarde en nombre del Consejo Nacional de Huelga —los otros eran David Vega y Eduardo Valle—, que alcanzó a pronunciar su discurso.

Yo estaba en el centro de la tribuna. Cuando comenzaron los disparos, me di la vuelta, y, dando la espalda a la plaza, vi que el tercer piso se había llenado de gente que, después supe, era del Batallón Olimpia. Eran jóvenes como nosotros. Algunos traían una fusca en la mano; otros cargaban metralleta. Todos traían un guante blanco. A unos pasos de donde estaba, David (Vega) forcejeaba por el micrófono con uno del Batallón Olimpia, al que se le salió un tiro.

Los del batallón les dieron tres instrucciones: ‘Todos a la pared, todos al suelo y al que alce la cabeza se lo lleva la chingada’. Mientras tanto, un tipo alto, fornido, con gabardina, disparaba contra la multitud.

López Osuna permaneció de pie; durante segundos, pegado al barandal del tercer piso, pudo ver cómo se formaba un remolino en la plaza, la gente se movía como una ola de mar. En ese momento, uno de los agentes lo tumbó al piso, cayéndole encima.

A los que estábamos en el tercer piso nos dividieron: A unos los subieron al cuarto piso y a otros nos bajaron al segundo. Yo fui de estos últimos. Un tipo que estaba acostado con nosotros nos decía en qué turno debíamos arrastrarnos. A unos pasos de ahí, había otro tipo en cuclillas. Era el que mandaba. Todavía lo recuerdo: patilludo, orejón. Cuando tocó mi turno, el que estaba acostado le dijo a su jefe: ‘Éste fue orador en el mitin’. Entonces, me jalaron, me mentaron la madre. Ahí empezaron los chingadazos.

Fotos:







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