El nuevo testamento.
El sitio de ARCE, Asociación de Revistas Culturales Españolas, hace un interesante análisis sobre la multiplicidad de trabajos literarios que refutan a la Biblia cristiana y a la propia institución vaticana. Todo parece encajar en una decadencia del poder imperial cristiano a partir de una mayor cantidad de información que circula por el mundo. El mito milenario ya no es fácil de sostener.
En el artículo de Víctor Claudín se exponen detalles de cómo se gestó la biblia que alzan hoy los religiosos:
http://www.revistasculturales.com/ar...a-mentira.html
(…) El emperador Constantino, quien durante toda su vida fue sumo sacerdote del culto pagano al Sol, al ir a morir se convirtió al cristianismo porque para él lo más importante no era la piedad sino la unidad y la convivencia, y tenía el reto de dejar fortalecido y unido el Imperio romano.
Eligió el cristianismo porque era la religión que estaba en expansión, y creó una religión híbrida adaptando símbolos paganos al ritual católico. Nada en el cristianismo es original.
Constantino convocó en el 325 el Concilio de Nicea. Allí se decidió, entre otras cosas, la fecha de la Pascua, y las reglas que definirían en adelante la autoridad de los obispos. Y, sobre todo, se votó que Jesús era un dios y no un profeta mortal, resultado conseguido merced a una diferencia muy ajustada. Es decir, que a partir de ese instante es cuando Jesús se convierte en Dios.
Además de que un año después Constantino también sancionara la confiscación y destrucción de todas las obras que desafiaran las enseñanzas ortodoxas que convenían a su particular combate político. En el año 331 encargó y financió nuevas copias de la Biblia, siendo así que los custodios de la ortodoxia revisaron, modificaron y rescribieron el material como les parecía conveniente de acuerdo con sus intereses.
De ahí que de las cinco mil versiones manuscritas del Nuevo Testamento que se conservan, ninguna es anterior al siglo IV . Para la elaboración del Nuevo Testamento se tuvieron en cuenta más de 80 evangelios, pero sólo unos pocos acabaron incluyéndose, omitiéndose aquellos en los que se hablara de los rasgos «humanos» de Cristo. Siempre sirviendo a los intereses que mandaban en ese tiempo en el Imperio. Como siempre ha sucedido también después.
Por tanto, se confirma (se confirmó, aunque se quiera seguir sin saber) que la Biblia es un producto del hombre, no de Dios, una obra de esencia política, organizada para dejar constancia histórica de una visión de aquellos tiempos tumultuosos y del mensaje que se consideraba apropiado. Y ha evolucionado a partir de innumerables traducciones, adiciones y revisiones. La historia nunca ha contado con una versión definitiva, continuamente se ha rehecho al capricho de los gobernantes.
¿Por qué de repente los libros dedicados a este asunto inundan anaqueles, escaparates y mesas de novedades de librerías y grandes superficies? ¿Qué pasa? Ciertamente la novela histórica, así como los libros propiamente históricos, llevan varios años convertidos en los más consumidos, y puede que una explicación sea la de que esto sólo forma parte de la historia, del más crucial de los capítulos que han afectado al curso posterior de todos los acontecimientos que en este mundo se han vivido. Por tanto, es razonable pensar que se trata de una mera extensión del interés por «lo histórico».
Pero conocer el poder de la Iglesia de Roma, su tremenda influencia social y política en nuestra sociedad, su enorme capacidad para manejar todas las áreas de la vida, tanto privada como colectiva, no nos permite ser ingenuos. Tiene necesariamente que haber algo más. ¿O no? También es preciso tener en cuenta el enorme número de sectas, subsectas, religiones, asociaciones clandestinas, clubes secretos, «obras» diversas, múltiples congregaciones, órdenes variopintas… algunas pocas incluso con mucho poder o gran influencia en el poder. Y no sólo me refiero al Opus Dei, cuyo líder ya convirtieron en santo y cuya cualificada militancia tanta influencia ejerce sobre nuestro país.
Einstein y la religión
Einstein cosechó con sus palabras años de investigaciones y lecturas, donde la ciencia se topó con Dios. Se crió en un hogar judío, pero tuvo vivencias en el cristianismo. Alcanzó la religión a partir de la emoción que percibía del orden y la armonía del cosmos. Su religión no se inscribía en esas poderosas estructuras que imponen normas de vida «inspiradas» por Dios. Esas «instituciones» dirigidas por quienes se proclaman «elegidos», que tienen en sus manos la definición del bien y del mal y amenazan con el castigo eterno a aquellos que no respetan sus reglas.
Durante una reunión social, alguien se extrañó de haber oído que era profundamente religioso. Einstein le respondió: «Sí, lo soy. Al intentar llegar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza, encontramos que tras las relaciones causales discernibles queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi religión es venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. En ese sentido soy de hecho religioso». Y escribió en una carta: » las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres … frente al cual debemos sentirnos humildes».
Habló en un tiempo de un «sentimiento religioso cósmico» que permeaba y sostenía su obra científica. Pero sus palabras ponen en jaque la existencia del Vaticano, entre otras instituciones poderosas cimentadas en la Biblia, el libro sagrado.
«Él no juega a los dados». Así se refirió de Dios cuando debió justificar la aleatoriedad revelada por la teoría cuántica. Su Dios no era precisamente las representaciones que adornan los templos, ni sus historias fantásticas.