El evangelio canónico de San Juan también es el único que nos cuenta sobre la lanzada de un soldado romano al costado de Jesús para hacer que su muerte acaeciera de manera segura. San Juan nos cuenta que “…vinieron, efectivamente, los soldados y quebraron las piernas a uno y luego al otro que había sido crucificado con él. Más al llegar a Jesús y verlo muerto, no le quebraron las piernas, pero uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza, y seguidamente salió sangre y agua”. En el texto de San Juan, este soldado es un personaje anónimo, pero el Evangelio de Nicodemo y una presunta Carta de Pilato a Herodes Antipas nos revelan su nombre: Longino.

Entre la muerte y resurrección de Jesús también hay un fabuloso episodio que no aparece descrito en los evangelios, pero sí en un par de breves alusiones de un escrito canónico, la Primera epístola de Pedro (3,19; 4,6): el descenso de Jesús a los infiernos, donde se nos cuenta que “…viéndolo antes, habló de la resurrección de Cristo, que su alma no fue dejada en el Hades, ni su carne vio corrupción”. También en el Credo de los apóstoles se nos dice que Jesús “padeció bajo el poder de Poncio Pilato. Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos”. Este hecho se desarrolla en la segunda parte de un evangelio apócrifo, el Evangelio de Nicodemo, que relata cómo unos cuantos sacerdotes, un levita y un doctor de la Ley, en el retorno de Galilea –donde habían sido testigos de la ascensión de Jesús hasta Jerusalén–, se encontraron con una gran muchedumbre de hombres vestidos de blanco, que resultaron ser los resucitados con Jesús. Entre ellos reconocieron a dos que se llamaban Leucio y Carino, que les contaron los maravillosos acontecimientos tras la muerte del Nazareno, entre ellos su visita a los infiernos.

Leucio y Carino cuentan en este evangelio apócrifo que “estábamos nosotros en el infierno en compañía de todos los que habían muerto desde el principio. Y a la medianoche amaneció en aquellas oscuridades como la luz del sol, y con su brillo fuimos todos iluminados y pudimos vernos unos a otros. Y al punto nuestro padre Abraham, los patriarcas y los profetas y todos a una vez se llenaron de regocijo y dijeron entre sí: “Esta luz proviene de un gran resplandor”. Entonces el profeta Isaías dijo: “Esta luz procede del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Los antiguos patriarcas comenzaron a regocijarse de inmediato con la liberación que se les avecinaba, mientras que satán prevenía a sus huestes a fin de que se prepararan para «recibir» a Jesús”.

Este relato continúa relatando que “satán mandó reforzar las puertas del infierno, pero al conjuro de una voz celestial se hicieron añicos las puertas de bronce, los cerrojos de hierro quedaron reducidos a pedazos, y todos los difuntos encadenados se vieron libres de sus ligaduras, nosotros entre ellos”. Entonces “penetró dentro el rey de la gloria en figura humana, y todos los antros oscuros del infierno fueron iluminados. Enseguida se puso a gritar el Infierno mismo: “¡Hemos sido vencidos!”. Jesús tomó por la coronilla a satanás y se lo entregó al mismo Infierno para que lo mantuviera a buen recaudo. Luego condujo a todos los patriarcas fuera del oscuro antro, comenzando por Adán y siguiendo por Henoc, Elías, Moisés, David, Jonás, Isaías y Jeremías, Juan Bautista…”