Honrar a Dios… con tarjeta de crédito o efectivo. El auge evangélico en Brasil

El aumento aluvional de la población evangélica en Brasil (y en América Latina) constituye uno de los fenómenos más importantes de las últimas décadas. El peso económico de los pastores fue creciendo en paralelo a su influencia religiosa, a la que se sumó más tarde su peso político, que incluye a varios parlamentarios. Esta crónica da cuenta del funcionamiento de esta «teología de la abundancia» que cada domingo atrae a millones de personas en todo Brasil –un país que vive profundas transformaciones sociopolíticas– y que puede dar lugar tanto a iglesias ultraconservadoras como a iglesias para gays... o para surfistas.

Palomitas, maní, papas fritas a tres reales, hot dogs, pamoña, carne louca, chicles y caramelos. En la suntuosa entrada al templo evangélico hay una escalinata amplia y bastante iluminada. No parece exactamente una iglesia como las que conocemos los occidentales, y ni siquiera los orientales. Es un edificio con grandes ventanas fumé, vidrios oscurecidos y rejas en la puerta. Con estacionamiento para los fieles. Y guardias de seguridad en la puerta. Son tres, y te saludan al entrar. Dios te bendiga, hermano. Apenas ingreso, veo una fila. Enseguida advierto que es para la guardería. Las familias que tienen hijos y quieren asistir a la ceremonia sin que las perturbe el llanto de su bebé, pueden dejarlo al cuidado de las niñeras. Si tu hijo llora o necesita algo, te llamarán por la pantalla. 11, 32 y 07, por favor presentarse en la guardería. Todos miran hacia la pantalla.Hay un clima festivo. La gente está bien vestida: los hombres, de traje y corbata; las mujeres, de taco alto. De fondo ya suena la música, y el templo, con capacidad para 5.000 personas, está casi lleno. Algunas mujeres de negro, con flores moradas y rojas en la solapa, ayudan al público a encontrar sus asientos. Como en un concierto sinfónico o un gran espectáculo con butacas numeradas, ellas acompañan al recién llegado hasta donde haya sitio. Si no hay lugar abajo, donde el escenario está más cerca y el público deja bolsas u objetos sobre las sillas vacías para reservarlas, arriba está la galería, también casi completa. Se puede llegar allí por las escaleras de incendio, donde pastores bien educados abren las puertas y te indican el camino, además de darte la bendición. En el tercer piso del templo, a una altura vertiginosa, quedan pocos lugares libres.

Para los que están sentados lejos o en la galería, como yo, y no quieren perderse detalles de la ceremonia, hay una pantalla gigante con definición perfecta. Los focos iluminan el escenario, donde una orquesta ya está lista para tocar acompañada por un coro, además hay una banda con batería, órgano, piano, percusión, violines y otros instrumentos. El escenario está lleno. A la derecha hay sillas de cuero que albergan a más de 30 pastores, todos hombres. Hay tres mujeres, tres esposas de pastores importantes. Una de ellas es pastora. La mayoría de los pastores usa ropa de colores oscuros. Solamente el pastor que predica está de traje gris claro, camisa rayada, corbata y pañuelo color rosa.

Y para quien no pueda desplazarse por la ciudad o por el país, hay una enorme estructura de transmisión del culto en vivo por radio, internet o televisión. En el sitio web de la iglesia es posible seguir las predicaciones 24 horas por día, todos los días de la semana. Durante la ceremonia, pasan pastores y pastoras por los corredores, con máquinas para tarjetas de crédito y débito. Banderas de Brasil, de San Pablo y de otros estados decoran el escenario y el auditorio, dispuestas en forma de medialuna.

Me siento entre una pareja y una muchacha muy jovencita. Después descubro que la mujer concurre asiduamente, pero su marido viene por primera vez. La joven a mi derecha también ha venido por primera vez. Ya comienza el culto. Son tres horas de ceremonia. Muchas alabanzas se hacen cantando. El pastor habla, pero la primera hora y media se dedica prácticamente por entero a la música. En el escenario se alternan grupos de cantantes, de buenos cantantes: hombres, mujeres y adolescentes.

Durante esa hora y media, el hombre a mi lado ya se emocionó varias veces. Su mujer se ve orgullosa. Después, el pastor comienza a hablar de la dádiva y el diezmo. Explica el principio de la honra. Honra al Señor sobre la base de tu renta y habrá abundancia. Repite. Honra al Señor sobre la base de tu renta y habrá abundancia. El principio de la honra –explica– consiste en poner a Dios en la posición defensiva. Cuando honras a Dios, él está amarrado a su palabra y tú dejas a Dios en deuda contigo. Dentro de esa lógica, continúa, la prosperidad económica no es acción de Dios. Es reacción. Todos repiten: Solo honra quien tiene honra. Después, el pastor da un ejemplo de un fiel que pudiera cuestionar la dádiva y el diezmo. «Pero, pastor, yo no puedo honrar a Dios con el diezmo o con la dádiva, porque la honra es actitud y una dádiva o un diezmo no son actitudes». Y él mismo responde: «Pero la honra a Dios [con el diezmo] no es lo financiero, sino la actitud. Y Dios exige nuestra actitud».

Todos repiten: Solo honra quien tiene honra. En ese momento, oigo que alguien a mi lado dice: «¿Crédito o débito?». Pregunto al joven que está pasando la tarjeta: «¿Cuánto es el diezmo?». «El diezmo», me explica, «es solo para quien pertenece a la congregación, para quien frecuenta la iglesia. Usted, que no frecuenta la iglesia, solo puede ofrecer una dádiva. Pero el diezmo es el 10% del salario». «¿Y cómo sabe la iglesia cuál es el 10% del salario de la gente?», pregunto. «Eso lo dice su conciencia», responde él. La mujer a mi lado deja un valor en especie dentro de la bolsa azul que pasa por las hileras.

Y el pastor continúa. «No me voy a quedar aquí dos horas hablando de dinero con ustedes. Ustedes no son tontos a los que yo necesite amenazar para que den dinero. Si no quieres hacer tu dádiva, yo no te voy a maldecir. Pero solo honra quien tiene honra. Y tú te pierdes una gran oportunidad de ser bendecida». Las dádivas se hacen en el escenario y también se pasan tarjetas y bolsas azules por las hileras que están más lejos. Bendice a los diezmistas, dice el pastor. «Entreguen sus dádivas aquí adelante», dice el pastor. Y todos responden «amén».

Suena la trompeta. Repitan, fieles, mi nombre será llamado. Y todos cantan: Por calles de oro andaré, el río del trono tocaré. Y todos hablan con quien está a su lado: el novio va a llevarte en presencia del padre. Este es el momento de la gloria. Para todos los que están allí, es hora de encontrar el cielo. Después del prenuncio y después de pagar la factura, todos entran en el cielo. Están todos invitados. Le pregunto a la joven que está a mi lado si pagó el diezmo. Ella me explica que solo entregó una dádiva –un valor definido por el fiel– y que lo hizo pensando en la estructura que ofrece la iglesia: estacionamiento, guardería, ascensor…

«Pero», dice el pastor con súbita gravedad, «no esperes vivir el cielo en la tierra». En tono apocalíptico, por momentos risueño, habla sobre las aflicciones que todos conocen –el cuñado molesto o la suegra pesada– y asegura que hasta en la iglesia hay muchos problemas. Según el pastor, solo el Espíritu Santo consuela. Repitan: Aquí en la tierra no hay cielo.

Y afirma: Ser creyente no es ser estúpido. Aquí en la tierra, dice, el patrón es iracundo, el cuñado es complicado. La enseñanza de la resignación, pienso. El pastor comienza a hacer una defensa de la familia y del mantenimiento de los secretos, que solo se cuentan al profeta. En el momento de la comunión, sus auxiliares distribuyen una rodaja de pan de molde y un trago de vino (dulce) en recipientes de plástico con tapa. Cada uno abre su recipiente y comulga en su asiento, ya que el traslado hasta el altar puede demorarse bastante.

Aleluya, hermanos, aleluya, y oímos aleluya, hermanos. La música vuelve a sonar y me invade una sensación de incomodidad. Cuando termina la ceremonia, intento conversar con un pastor, pero él me deja esperando y yo desisto. La conversación no habría tenido una motivación sincera, ya que a mí me interesaba cuestionar el destino del dinero y hablar sobre los gays. Entonces opto por irme.

A la salida, busco a alguien que me indique cómo volver. Encuentro a una mujer de unos 40 años, simpática, solícita, que me guía hasta la parada del bus. Le pregunto por el diezmo. Ella me dice que lo paga. Me cuenta que todos sus pedidos son escuchados y que el diezmo es bendito. El pago del diezmo no parece incomodarla. Tampoco se la ve preocupada por el destino del dinero. Dice que es bueno obedecer a Dios.