Cuando Dios creó a Adán, puso en el jardín de Edén el “árbol de la vida”. (Gé 2:9.)

El fruto de este árbol más bien, representaba la garantía de vivir “hasta tiempo indefinido”
que Dios otorgaría a aquel que recibiese su permiso para comer del fruto.

Como Dios colocó el árbol en el jardín con algún propósito,
a Adán sin duda se le hubiese permitido comer de su fruto
una vez que hubiera demostrado su fidelidad hasta un grado que Dios
considerara satisfactorio y suficiente.

Después que Adán transgredió, se le impidió comer del árbol.
Jehová dijo: “Ahora, para que no alargue la mano
y efectivamente tome fruto también del árbol de la vida y coma y viva hasta tiempo indefinido...”.
Seguidamente hizo valer su palabra;
no permitiría que alguien indigno de la vida
viviese en el jardín que había sido creado para personas justas
y comiese del árbol de la vida. (Gé 3:22, 23.)

Adán, que había disfrutado de vida perfecta —
cuya continuidad estaba condicionada a su obediencia a Jehová
(Gé 2:17; Dt 32:4)—, experimentó entonces la operación del pecado y su fruto: la muerte.
Sin embargo, seguía teniendo gran energía vital.
Incluso en su triste situación, aislado de Dios y de la verdadera espiritualidad,
vivió novecientos treinta años antes de que lo abatiese la muerte.

Mientras tanto, pudo transmitir a sus descendientes una medida de vida,
no su plenitud, que permitió a muchos de ellos vivir de setecientos a novecientos años. (Gé 5:3-32.)

Santiago, el medio hermano de Jesús, explica el proceso que se dio en Adán:
“Cada uno es probado al ser provocado
y cautivado por su propio deseo.
Entonces el deseo, cuando se ha hecho fecundo,
da a luz el pecado;
a su vez, el pecado,
cuando se ha realizado, produce la muerte”. (Snt 1:14, 15.)