El sargento Pedro Ruiz y unos quince o veinte hombres, parte al parecer de la guarnición desarmada, recobraron sus armas y se defendieron lo mejor que pudieron, pasando de casa en casa al amparo de la confusión, al fin llegaron al fuerte edificio de dos posos que había en la plaza. Distraídos por presas más fáciles, los cruzob(1) no se habían dado cuenta de estos soldados, pero alrededor de las tres de la tarde, terminada la carnicería, los merodeadores trataron de hacerlos salir de su agujero, y les ofrecieron la vida si se rendían. Después de lo que había pasado en la última hora, eso no engañaba a nadie. Nada dispuestos a dar un asalto que les costaría caro, los cruzob esperaron hasta anochecido, amontonaron después muebles debajo de los balcones y les prendieron fuego. Quemándose los soportes y hundiéndose entre llamas los balcones, los soldados se retiraron a la parte pétrea del edificio e hicieron fuego contra la turbamulta a través de las llamas, con lo que dispersaron a los entusiastas. Hubo insultos, amenazas y tiros, pero asalto, no. Los soldados acecharon firmemente toda la noche, con la cara negra por el humo, demasiado sorprendidos por lo que había sucedido para pensar en otra cosa que no fuera la necesidad de morir peleando. Desde su ruina a medio quemar vigilaban las fogatas del ejército de Poot, diseminadas en la plaza, y oían las canciones, el rasgueo de las guitarras y lo que hacían con las mujeres. Vieron al cura Marín, de setenta años, pasando de fuego en fuego, denunciando a los asesinos y los jefes sin que se alzara la mano contra él. El sargento Ruiz y sus hombres no se apartaron de las armas hasta el alba, en que llegó el socorro. (2)