Jehová, hablando al pueblo mediante un ángel, les dio lo que se conoce como los Diez Mandamientos (Éxodo 20:1-17).
En vista de lo sucedido, no podía quedar ninguna duda de que aquellas leyes procedían del Todopoderoso. Jehová escribió esos mandamientos en tablas de piedra, las mismas que Moisés quebró cuando vio a los israelitas adorando un becerro de oro. Por eso, Dios volvió a inscribir los mandamientos sobre piedra. Esta vez, cuando Moisés bajó con las tablas, de su rostro salían rayos. Con tales señales, de seguro todos comprendieron que aquellas leyes tenían una enorme importancia (Éxodo 32:15-19; 34:1, 4, 29, 30).
Las dos tablas grabadas con los Diez Mandamientos se guardaron dentro del arca del pacto, que estaba ubicada en el Santísimo del tabernáculo y posteriormente del templo. Las leyes inscritas en ellas exponían los principios básicos del pacto de la Ley mosaica y constituían el fundamento del gobierno de Dios sobre la nación. Además, eran una prueba de que Jehová estaba tratando con un pueblo en concreto, un pueblo que él había escogido.
Aquellas leyes revelaron muchas características de Jehová, en particular el amor que sentía por su pueblo. ¡Qué valioso regalo resultaron ser para quienes las obedecieron! Cierto biblista escribió: “Ningún sistema moral que el hombre haya formulado antes o después se aproxima siquiera, y mucho menos iguala o supera, a los Diez Mandamientos dados por Dios”. Refiriéndose a toda la Ley mosaica, Jehová dijo: “Si ustedes obedecen estrictamente mi voz y verdaderamente guardan mi pacto, entonces ciertamente llegarán a ser mi propiedad especial de entre todos los demás pueblos, porque toda la tierra me pertenece a mí. Y ustedes mismos llegarán a ser para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éxodo 19:5,*6).