(Segunda parte)

Objeciones contra el infierno

¿No es tratar a Dios de juez cruel al suponer que condena a la pobre criatura por un solo pecado mortal? El número de pecados cometidos por el condenado es aquí cosa accesoria. Dios perdona setenta veces siete veces, es decir, indefinidamente, a todo el que se arrepiente de sus crímenes. Si alguno es condenado por un solo pecado mortal, es que ha muerto voluntariamente en la impenitencia final, con conocimiento y aceptación de todas sus consecuencias. Por tanto, él mismo es quien se condena, y se convierte en su propio verdugo, y riéndose de la justicia de Dios y despreciando su misericordia.

¿Es posible que un Dios infinitamente bueno deje padecer eternamente a su criatura? La bondad de Dios es inseparable de su sabiduría y de su jus*ticia. Porque es bueno con bondad infinitamente sabia y justa, ha dejado abrirse el infierno para excitar a los hombres al bien y tragar a los que hasta la última hora han despreciado su amor.

¿No debía perdonar Dios después de una expiación suficiente? El perdón no se concede sino al arrepentimiento. Pero el condenado ni puede ni quiere arrepentirse. La muerte lo ha fijado eternamente en el mal. El infierno es su centro de atracción; le es tan imposible elevarse hacia Dios por un buen movimiento, como a la piedra subir por los aires por sí misma.

¿Por qué no deja Dios al condenado la libertad del mérito, ni le ofrece gracias de conversión, como las ofrece al pecador en la tierra? Está muy puesto en razón que el tiempo de prueba se limite a la vida presente. Si después de ella, hubiera otro tiempo de prueba, no hay razón para que a éste no siguiera otro, a éste otro, y así sucesivamente. De donde resultaría que el malo podría burlarse indefinidamente de la justicia de Dios y pisotear su amor.

Pues si Dios preveía que algunos seres se condenarían, ¿por qué los ha creado? Porque en el plan admirable de la creación, su suerte se halla ligada al bien universal. Querer que Dios no crease a los condenados es querer que no crease a la humanidad de la cual un numero tan considerable debía gozar de la dicha eterna. En efecto: los hombres descienden por generación unos de otros; la condenación de cierto número de ellos no podía impedirse sino por la no existencia de sus antepasados. Querer que Dios no crease a los condenados, sería querer que no manifestase sus atributos de paciencia, misericordia y justicia, que no manifestase las maravillas de su gracia en la santificación de los elegidos, en medio de las luchas que tienen que sostener contra los malos. En una palabra, sería querer que Dios no obrase fuera de sí mismo. La eterna condenación de los malos es sin duda un misterio. Pero la Providencia queda suficientemente justificada desde que sabemos que quiere la salvación de todos los hombres, que a todos sin excepción da los medios para conseguirla, y que los que se condenan se pierden únicamente por su culpa.

¿Qué debemos hacer para no ir al infierno? Debemos: 1º Bajar a él a menudo con el pensamiento durante la vida, para no bajar después de la muerte; 2º Pedir a Dios que nos preserve de él, diciéndole con el Real Profeta: “No me trague el abismo del mar, ni el pozo cierre sobre mí su boca” (Salmo LXVIII, 15). ^



RESUMEN

De la vida eterna.
- La vida eterna es la vida que seguirá a la presente y que no tendrá fin. El dogma de la vida eterna supone cuatro verdades que se llaman las postrimerías del hombre, y que son la muerte, el juicio, el cielo y él infierno. Dichas verdades se completan con el dogma del purgatorio.

La muerte.- La muerte es la separación temporal del alma y del cuerpo. La fe nos enseña: 1º que la muerte es inevitable; 2º que es el castigo del pecado; 3º que no ocurrirá más que una sola vez para cada una; 4º que fija irrevocablemente nuestra suerte, Dios permite que ignoremos la hora en que sucederá, con el fin de que siempre estemos preparados. La muerte del justo es preciosa delante de Dios; la del pecador es horrorosa, porque lo entrega en las manos del Dios vivo, que lo condenara al fuego eterno. Puesto que la muerte decide nuestro destino eterno, debemos pensar en ella a menudo y estar siempre preparados.

El juicio.- El juicio es la sentencia por la cual Dios fija a cada uno su suerte eterna. Es de dos maneras: particular y universal. El juicio particular es el que sigue inmediatamente a la muerte. Se verifica en el mismo lugar e instante en que el alma se separa del cuerpo. La sentencia que el juez supremo pronuncia entonces es definitiva e irrevocable. El alma va inmediatamente al cielo, al purgatorio o al infierno. El juicio universal es el que se hará al fin de los tiempos. Dicho juicio debe celebrarse para satisfacer plenamente los derechos de la justicia, tocante a Dios, a Jesucristo, a los justos y a los pecadores. Este juicio no será más que la confirmación del primero; solamente que, como se verificará después de la resurrección, recaerá sobre el hombre entero, cuerpo y alma; porque el cuerpo debe tener parte en la recompensa o en el castigo.

El purgatorio.- El purgatorio es un lugar de tormento en donde las almas de los justos acaban de expiar sus pecados antes de entrar en el cielo. Se prueba su existencia por la Escritura, por la enseñanza de la Iglesia, por la tradición de los santos Padres y por la razón. Las penas del purgatorio son la de daño, es decir, la privación de la vista de Dios, y la de sentido, es decir, el padecimiento producido por un fuego real. No conocemos la inten*sidad ni la duración de dichas penas; sólo sabemos que son muy grandes y proporcionadas al número y gravedad de las faltas que hay que expiar. Nos debemos esforzar por aliviar a las almas del purgatorio, porque a ello nos obliga la religión, la justicia o el agradecimiento, la caridad nuestro propio interés. Los medios por los cuales podemos aliviarla son: 1º la oración, el ayuno y la limosna; 2º las indulgencias; 3º la sagrada comunión y el santo sacrificio de la misa. Para no ir al purgatorio hay que abstenerse de las menores faltas, y expiar, por la penitencia, la pena debida a los pecados ya perdonados.

El cielo.- El cielo es el lugar en donde los ángeles y santos gozan de felicidad perfecta y eterna. Su existencia se prueba por la Escritura, por la enseñanza de la Iglesia, por la razón y por la creencia unánime de los pueblos. En el cielo los elegidos están exentos de todo mal físico y moral, y poseyendo a Dios poseen todo bien. Además de la felicidad esencial que les pro*porciona la visión beatífica, tienen alegrías que les provienen de la vista de la santa humanidad de Nuestro Señor, de la vista de la Santísima Virgen, de las relaciones que tienen entre sí y con los ángeles. Aunque la felicidad del cielo es la misma para todos en cuanto a su objeto, no todos gozan de esos bienes en igual grado. Para ir al cielo hay que pensar a menudo en él y deseado, practicar la virtud, evitar el pecado, y ser fieles hasta la muerte.

El limbo.- El limbo de los niños, es el lugar en donde son detenidas las almas de los niños que han muerto sin haber sido regenerados por el bautismo. Dichas almas están excluidas de la vida eterna; pero no padecen la pena de sentido, y aunque se hallan privadas de la vista de Dios gozan probablemente de una felicidad natural. El 19 de abril de 2007, la Comisión Teológica Internacional, que fue presidida por Joseph Ratzinger hasta su elección como papa Benedicto XVI, publicó un documento teológico ―que no constituye magisterio pero se emite con la autoridad del Vaticano― que subraya que la existencia del limbo de los niños no es una verdad dogmática, sino solamente una hipótesis teológica, entre otras. El documento considera, como otros muchos en la historia de la Iglesia Católica, un misterio el destino preciso de los niños sin bautizar, expresando la esperanza de encontrar en el futuro una solución teológica que permita creer en su salvación: «Todos los factores que hemos considerado [...] dan serias bases teológicas y litúrgicas a la esperanza de que los niños muertos sin bautismo estén salvos y gocen de la visión beatífica».

El infierno.- El infierno es el lugar en donde los réprobos están conde*nados a padecer eternamente; se prueba su existencia por la Escritura, por la enseñanza de la Iglesia, por la razón y por la tradición de los pueblos. Las penas del infierno son las de daño y de sentido. La primera es el mayor de todos los tormentos de los condenados. La segunda consiste en la pena del fuego. Este fuego es verdadero y real, y por un efecto de la omnipotencia de Dios, ejerce su acción aun sobre las substancias espirituales. Además de estas penas, hay allí penas accidentales, que provienen de la horrible sociedad de los demonios y de los condenados, y suplicios correspondientes a las diferentes especies de pecados. Todas estas penas no son iguales para todos la justicia pide que sean proporcionadas a la naturaleza y número de los pecados de cada uno. La eternidad de las penas del infierno se prueba por la Escritura, por la enseñanza de la Iglesia, por la tradición de los pueblos y por la razón. Las objeciones que se suscitan contra la eternidad de las penas del infierno no son más que sofismas sugeridos por el amor al vicio.



Visión de Santa Faustina Kowalska.