Ayer fuí a felicitar el año nuevo al sacerdote con el que me suelo confesar, por delante por la ventana principal, y ví que tenía una hoja con palitos tachados, como si estuviera llevando la cuenta de algo. Me dijo que eran las confesiones, que cada vez que alguien entraba a confesarse trazaba un palito, y tenía una hoja para cada mes. Era una manía, no servía más que para que al final de año supiera por curiosidad cuántas confesiones había hecho. Las del año 2011 ya las podía sumar, totalizaban 5491 confesiones.
Me dijo que viera cuántas personas se confesaban, porque a veces alguien le decía que la gente no se confesaba, que iba a comulgar directamente y que por lo visto no pasaba nada. Pero él respondía a esa persona que no, que el que no se confesaba sería él, porque en el confesionario no paraba de recibir gente para que el Señor le perdonara los pecados.
Entonces le dije que me iba a aprender el número de 5491 para contarlo a través de Internet (pensando en estos mensajes que escribo) y que supiera que lo que él me había contado se iba a enterar más gente, que le iba a hacer de altavoz, con lo cual se alegró mucho. Terminó diciéndome que hay quien tiene miedo a confesarse porque cree que se le va a reprender, y nada más lejos de la realidad, ahí está el sacerdote para acoger, para perdonar; no para felicitar por los pecados cometidos, evidentemente, pero tampoco para reñir a nadie sino para recordar que ese no era el camino, y en todo caso para felicitar por la decisión de venir a limpiar el alma.
Y recordó el pasaje del Evangelio en el que Jesús se presenta resucitado ante los apóstoles, pero Tomás no estaba. Y cuando le contaron a Tomás que el Señor les había venido a visitar en cuerpo vivo, dijo aquella bravuconada de que no se lo creía, que la próxima vez tenía que meter el dedo en el agujero de los clavos y sacarlo por el otro lado y meter la mano en la herida del costado, y que si no, no se lo creía. Pues cuando vino de nuevo Jesús, ya con Tomás presente, no le riñó, no le reprendió, sino que le dijo con mucha dulzura: "Ven, Tomás, mete tu dedo en los agujeros de mis manos, y tu mano en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente". Y con esta pedagogía de la dulzura y del cariño, Tomás cayo de rodillas exclamando la famosa frase: "¡Señor mío y Dios mío!". Pues dicho queda; ya he cumplido la promesa que le hice a este sacerdote de 89 años, del que tantas veces se ha servido Jesucristo para perdonarme a mí y a tantos ciudadanos que han pasado por el sacramento de la Alegría.
Inmaculado Corazón de María, ¡sed mi salvación, Madre Mía!