Coquimbo, miércoles 5. 10.48 pm. La cacería. Día 1. El barrio industrial no es un barrio. Es un montón de fábricas, bodegas y galpones salpicado de casitas y calles de polvo donde duermen los que trabajan y los que cuidan, y otros pocos que realmente viven allí. Hace cinco años, Sergio Vega y Beatriz Bruna juntaron las penas de sus malos matrimonios anteriores, de los abusos y la pobreza extrema, y se mudaron a una casa de madera que llenaron con los seis hijos que quedaron como recuerdo del peor momento de sus vidas: el Jonathan, la Priscilla, la Tania y el Israel, por parte de ella, y el Teto y la Tita, por parte de él, y esta súper familia comenzó a comprender de qué se trataba eso de vivir juntos, con sus seis perros y sus tres gatos, entre camiones y acoplados y panderetas viejas y pastizales secos también, comiendo del mínimo que ella gana cuidando los baños del rodoviario, y de las lucas que se gana él, cuando puede, cosechando papas, cargando sacos, vendiendo panes, haciendo todo lo que un hombre tiene que hacer. Así es la esquina del planeta y la muestra humana que los alienígenas eligieron, esta vez, para mostrarse en vivo y en directo, desde esa madrugada del sábado 11 de agosto de 2007, y cambiarle la vida a una familia de ocho. Y hacer arrancar del barrio a otros más.

Sergio Vega tiene 38 años y los brazos tatuados como lo hacían los choros de antes. Sin máquina, sin colores, sin anestesia. Sergio fue pandillero pero ya se reinventó, aunque algo siempre queda: “No quiero tomarme fotos. No quiero que después me agarren pa’l güeveo . Al primero que me güevee le pongo dos combos altiro no más”, dice, pero igual recuerda y habla, porque lo que le pasó le sigue pasando, y es tan raro que no puede parar de hacerse preguntas. ¿Nos tendremos que ir?, ¿qué cresta querrán?, ¿nos harán daño?, y si nos vamos, ¿nos seguirán? , se repite desde que vio al primero asomarse por la ventana de su casa.