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Entrando en el pretorio encontré a Manlius el cual me relató las palabras de Jesús en Siloé. Nunca había yo leído en las obras de los filósofos algo que se podía comparar a las máximas de Jesús. Uno de los judíos rebeldes que eran tan numerosos en Jerusalén, le preguntó si era lícito pagar tributo a César. Jesús le replicó: «Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de El». Era por la sabiduría de sus dichos que yo concedí tanta libertad al Nazareno. En primer lugar, estaba en mi poder arrestarle y deportarle a Pontus, pero esto sería contrario a la justicia que caracteriza al gobierno romano en todos sus tratos con los hombres. Este hombre no era ni rebelde ni de una sedición. Yo le di mi protección son que él lo supiera. El tenía libertad para hablar, accionar, reunir y dirigirse al pueblo. Para escoger discípulos sin impedimento de algún mandato del pretorio. Si sucediera que la religión de nuestros antepasados fuese usurpada por la religión de Jesús, Roma deberá la primera reverencia. Mientras que yo, un miserable, habré sido el instrumento de lo que los judíos llaman providencia, y nosotros destino.
Esta libertad ilimitada dada a Jesús provocaba a los judíos, no a los pobres sino a los ricos y poderosos. Es verdad que Jesús era severo con los últimos, y esta era una razón política, según mi opinión, por refrenar la libertad del Nazareno. «Escribas y fariseos _les decía_, generación de víboras. Sois semejantes a sepulcros blanqueados, que de fuera se muestran muy hermosos, mas de dentro están llenos de huesos de muertos».
Otras veces escarnecía la limosna de los ricos y soberbios, diciéndoles que las blancas de los pobres eran más preciosas delante de los ojos de Dios. Nuevas quejas llegaban a diario al pretorio contra las insolencias de Jesús. Siempre me informaban que algún desafortunio le esperaba. No sería la primera vez que Jerusalén había apedreado a aquellos que se llamaban a sí mismos profetas, y si el pretorio rehusaba hacer justicia, apelarían al César.
No obstante, mi conducta fue aprobada por el senado y recibí promesa de refuerzos después de la guerra de Parthian. Siendo muy débil para suprimir una sedición, adopté un medio que prometía establecer la tranquilidad de la ciudad. Sin someter al pretorio a concesiones humillantes, yo escribí a Jesús solicitando una entrevista con él en el pretorio. El vino. Usted sabe que por mis venas corre sangre mixta de españoles y romanos tan incapaz de temor como lo es la emoción pueril.
Yo caminaba hacia mi Basílica cuando el Nazareno apareció, y mis pies parecían estar clavados con bandas de hierro al pavimento de mármol, y mi cuerpo se estremecía como un reo culpable, a pesar de que él estaba en perfecta calma. El Nazareno tenía la calma de la inocencia. Cuando llegó donde yo estaba, se paró e hizo señal que parecía decir: «Aquí estoy», aunque no habló una palabra. Por algún tiempo contemplé con admiración este tipo de hombre extraordinario. Un tipo de hombre desconocido a los numerosos pintores quienes han dado forma y figura a todos los dioses y héroes. No había nada de oposición en su carácter, sin embargo, me atemoricé y temblé al aproximarle.
«Jesús, _le dije al fin, y mi lengua fallaba_Jesús de Nazareth, yo te he concedido por los últimos tres años libertad amplia para hablar y ni aún ahora me arrepiento de haberlo hecho. Tus palabras son de un sabio. Yo no sé si has oído a Sócrates o Plato, pero esto sé que en tus discursos hay una simplicidad magnética que te eleva mucho más allá de esos filósofos. El Emperador está informado de ello, y yo, su humilde representante en esta provincia me alegro de haberte permitido esta libertad que dignamente mereces. No obstante no debo ocultarte que tus discursos han hecho levantar contra ti enemigos fuertes y malignos. No es sorprendente esto, Sócrates tenía sus enemigos y cayó víctima de ellos. Los tuyos están doblemente encendidos contra ti, porque tus discursos han sido tan severos en contra de su conducta. Ellos también están encendido contra mí por la libertad que te he concedido. «Mi petición, pues, no digo mi mandato, es que seas más circunspecto y moderado en tus discursos por no despertar la soberbia de tus enemigos y que ellos hagan levantar contra ti la estúpida gentuza y me obliguen a emplear los instrumentos de la ley.»
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