[REPOSO MENTAL, comentario 82].
De los primeros capítulos del Génesis es fácil inferir que la condición corporal, tangible y material, de la primera pareja humana era potencialmente incorrupta, dependiendo para una tal incorrupción de la aceptación de la norma divina de vida en equilibrio perfecto y en perfecta armonía con el entorno paradisíaco (algo que, como relata la historia sagrada, fue rechazado por dicha pareja a causa de un reclamo de independencia egoísta de consecuencias letales). Y, por el resto de la sagrada escritura, en lo concerniente al entero conjunto de referencias que ésta hace respecto a criaturas angélicas, se desprende que un cuerpo espiritual (entendiendo “espiritual” a la manera bíblica y no a la manera teológica habitual) es una entidad compleja que, salvo excepciones (como la de los cuerpos de Dios, de Jesucristo y de algunos otros seres inteligentes sobrehumanos, privilegiados con inmortalidad a causa de su fidelidad inquebrantable al Todopoderoso, entre quienes obviamente no están ni el Diablo ni los demonios), se encuentra sujeta a un potencial deterioro y decrepitud si se aleja de la norma divina.