Que difícil resulta, para ciertas personas, reconocer y aplaudir las virtudes y logros de otros seres humanos, ya sean de familiares, amigos, o simples conocidos. Pero en cambio, que fácil, y hasta placentero es advertir sus defectos y censurar sus malos hábitos y errores.
El diccionario explica que “la envidia es el disgusto o pesar originado por el bien ajeno; y además, que ésta es un vicio característico de las almas viles”.
Quienes sufren del defecto de la envidia nunca elogian “abiertamente” lo que efectúan los otros seres, por temor a rebajar su propia autoestima y consideración personal; como si fuesen los únicos con el don de hacerlo todo bien. Y si, por casualidad, aprueban alguna cosa, es con cierta reserva mental producto de los celos, esos celos que con dificultad pueden contener y que les consume interiormente.
Cuando el envidioso observa que alguien sobresale en cierta actividad, por lo general permanece observando en silencio, y se siente como ofendido… preocupado, y triste al vislumbrar las obras de otros.
El envidioso es un ser infeliz y ridículo, que no duerme en paz, porque vive al acecho de cada paso que dan las otras personas para lanzar su tridente; y además ladrón, porque para poder brillar un poco tiene que valerse de los hechos ajenos. No soporta impasiblemente que otros descuellen por encima suyo en nada. Quiere que todo el mundo esté a su mismo nivel de mediocridad o más bajo que él.
Sin embargo, aquellos que hacen resaltar con sinceridad y exultación los logros y éxitos de sus semejantes, hacen gala de un espíritu noble y evolucionado, siempre y cuando no haya por debajo algún interés mezquino, y aunque también puede ser síntoma de envidia el elogio excesivo y afectado.
La envidia, controlada, seria útil sólo como una especie de estimulante que nos impulse a prosperar; pero no esa envidia dañina y despiadada con la que se trata de bloquear la superación del prójimo; no esa envidia que no ve más que errores y equivocaciones; no esa envidia que nos requema por dentro y que nos impele a fustigar y tirar por el suelo irracionalmente el trabajo ajeno, sólo porque no podemos entenderlo o realizarlo igual o mejor que su autor. La envidia a ese grado es condenable y perversa, y convierte al que la practica en enemigo del avance humano.
Aún más, el que sufre de envidia adolece igualmente de egoísmo, porque aparte de desaprobar todo lo que no es obra suya, tiende a reservar los mejores elogios exclusivamente para sí mismo (narcisismo).
En lugar de hacer guerra contra el talento y la virtud ajena, vamos mejor a combatir implacablemente esas dos plagas que nos impiden adelantar.