BRINDIS EN CORDOBA (PARTE 4)
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En el interior, el mulatón fornido y corpulento, guardián siempre de la casa –quien en las noches dormía con un ojo abierto– cayóse de su lecho como todo portero al que no le gustan las sorpresas. Con rapidez (pues se acostaba semivestido y armado de acuerdo con la época) recogió la lámpara que de noche dejaba encendida a su lado, y fue atravesando con ella en la mano las habitaciones frontales. Aquel frente alargado de la antigua casona mostraba los cristales empañados, mientras los ventanales iban iluminándose uno a uno, recorriendo el camino de la lámpara.

Por último llegó junto a la pesada puerta de madera, donde el mulatillo trataba de sujetar a los furiosos canes. Y allí se detuvo sin abrir aún la puerta (cuya llave llevaba en la cintura) para espiar tras los visillos de encaje por una diminuta ventanuca del costado. Pudo así ver sin ser visto, a aquel visitante nocturno que osaba transgredir su sueño remolón, mirándolo con interés y desconfianza por un largo rato. ¡Pero en aquel rostro no reconocía él, a nadie conocido!

Frente suyo había un rostro largo, pálido, medio enjuto, de ojos expresivos y perfil agudo casi de cóndor, filoso, marcado de fatiga y con la mirada penetrante del hombre que ha trotado caminos, océanos y ciudades.

Pero el mulatón no estaba dispuesto a franquearle la entrada aunque lloviese a cántaros y el viajero se encontrara empapado. Dueño absoluto de esa puerta y siendo él, el único portador del llavero en toda esa casa, estaba decidido a defender la entrada de intrusos que nadie conocía, si era necesario con su propia vida. Pues habían acontecido ya en Córdoba sucesos dolorosos llegados desde afuera. Y ese desconocido solitario, mojado y aislado, que no traía acompañante ni escolta alguna, no le parecía a él, una visita apropiada.

De pronto a sus espaldas, apareció de improviso Don Josep Orencio acompañado por el negrito con otra lámpara encendida, e indicóle a su guardaespaldas que dejase entrar sin más preámbulos, al desconocido.

Así, de mal humor –ese mal humor célebre de los negros angola– con el “refunfuño” de todo portero contrariado, como un perro guardián al que se le coloca el bozal, hízose a un lado pero sin bajar la lámpara que tenía en la mano (e iluminando a la vez sin disimulo al forastero para observarlo mejor), mientras con la otra mano sujetó aún más su pistola, la cual creía tener que usar en cualquier momento.

El viajero fue invitado a pasar a la sala de recibo, luego de que le hubieran quitado la ropa cargada de agua, mientras dos mulatas somnolientas comenzaban a encender las lámparas de un quinqué, que pendía del techo. El visitante continuaba de pie, como si no le importase la propia fatiga, cual si no necesitase ningún descanso. Indiferente al reposo. Pero el dueño de casa le aconsejó tomar asiento... y casi se lo exigió.

Colocaron un brasero crepitante junto al recién llegado, el cual finalmente tomó asiento en un sillón amplio y mullido. Un sillón doble, rojo escarlata, de madera negra y laqueada con gran respaldo decorado. Don Josep Orencio fue a sentarse a su lado, mientras el mulatón sin dejar el gesto de desconfianza, continuó montando guardia junto al dueño de casa.

Una plática a un mismo tiempo medida y encendida, fue llenando el recinto. Principiaron a rodar las palabras. Pocas al comienzo, pero de gran significado y contenido. En cada pausa deteníanse las miradas, como vagando imprecisas, adentrándose dentro de ellas mismas. Las modulaciones de voz fueron cobrando acentuaciones nítidas. Cada idea emitida poseía un don de propiedad, como si el idioma se hubiese enriquecido. No había ademanes, había concesiones dadas. Casi preparadas, tal vez por la larga espera y por esa llegada imprevista. Sólo el mulatón había quedado de testigo y el silencio de la casa, no podía ser más propicio.

Y allí, en esos momentos, con esos dos hombres frente a frente, en esa sala carmesí, mientras la lluvia aumentaba su vigor y la noche su tiniebla, cuando la ciudad parecía haberse ocultado en un manto de agua inacabable… ¡Comenzaba allí a diagramarse el devenir del Cono Sur Sudamericano!

Fue precisamente en una noche de lluvia, en la ciudad católica de Córdoba fundada junto al río Suquía por una comunidad judía en 1573, a pocas cuadras del Calicanto y en la casa de un sudamericano de antiguo linaje, salvado milagrosamente de morir fusilado como sus amigos en “Cabeza de Tigre” (al oponerse al 25 de mayo que juraba lealtad a Fernando VII) por hallarse en ese momento cumpliendo sus tareas de estanciero en Jesús Maria– un sobreviviente que sentíase a sí mismo como parte del pasado...

Fue en esa noche de lluvia y tinieblas, que se delineó el destino argentino y sudamericano con una fuerza irreversible…El viajero explicó entonces que venía de Buenos Aires, procedente de Inglaterra, que había vivido en Francia, anteriormente en España… y mucho antes de ello... en Yapeyú.

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