BRINDIS EN CORDOBA (3)

Un mulatillo juguetón pero avispado, montó guardia junto a la reja de entrada desde ese momento, en forma incansable. Para disimular se le indicó que jugara, curioseara como haciendo ocio o regara las plantas profusas que contorneaban aquella reja. En tanto desde el portal interior el mulatón fornido vigilaba al pequeño vigilante. Y era él realmente quien aguardaba al futuro huésped, pues era el único además de su amo, dentro de esa casa, que estaba al corriente de todo. Ambos siempre fueron mutuamente confidentes. Nada, ningún movimiento externo, escaparía nunca a su negrísima y alerta mirada.

Sin embargo el viajero fue aún más precavido que todos ellos y demoró muchísimo –desde el momento en que se hizo anunciar por escrito– consumiendo la paciencia de los dos vigilantes. La llegada no se producía. Tenía él sin duda, un especial interés de que nadie aquí o allá, se informase de su arribo a Córdoba.

Una noche garuaba en forma persistente y la cortina de gotas gruesas y lentas, aumentaba las tinieblas. El agua caía como un manto suave sobre las calles empedradas y era recogida cuadras más allá, por el Calicanto. La garúa fue de a poco transformándose en lluvia de finas hebras envolviendo a toda la ciudad . Sus habitantes. Las casas. Los templos. La Universidad. El Paseo Sobremonte. El Campo de Marte. La Alameda de Sauces de la Calle Ancha. Todo ese escenario colonial parecía llorar una tristeza ancestral, y un frío lento fue posesionándose del entorno, como si penetrase en el interior de las ropas. Los caballos y perros callejeros sufrían de gran “chucho”.

Lluvia deseada y aguardada, luego del tierral ventoso. Las calles corrían color chocolate, pero la tinieblas impedían apreciar ese color turbulento que se derramaba sobre el Calicanto de piedra bola.

En medio del silencio nocturno un caballo distante detuvo su trote y las ruedas de un carruaje rechinaron sobre el empedrado. El rocín resopló con la angustia que produce todo esfuerzo, dentro de un mal clima. Los truenos violentos dejaban ver rayos luminosos sobre el cordón de la sierra, aún visible desde la ciudad, mientras el cochero intentaba calmar al asustado y noble animal.

Pero el carruaje habíase detenido a cierta distancia y no parecía querer buscar refugio... Después, unos pasos de botas, lentos, con chasquina de agua, silenciados a medias por el declive de los charcos, fueron acercándose hacia la casa. El negrito hacía ya mucho tiempo que no vigilaba su entrada y la visión era, en ese momento, obscura e impenetrable por la cortina de agua. Los pasos detuviéronse junto a la entrada y el personaje llamó a la puerta en forma casi informal. Sin ceremonial. Como si no quisiese anunciarse. Los perros encerrados por la lluvia se estrellaban contra el portón de entrada, cual si pudiesen voltearla, dispuestos al parecer a despedazar al intruso.

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