La guerra de Cromwell
Para cuando Cromwell desembarcó en Irlanda en diciembre de 1649, la isla llevaba luchando contra Inglaterra casi diez años. En 1641, había estallado la Guerra de los Tres Reinos, en la que tomaron parte Irlanda y Escocia, y que tenía por objetivo ponerle fin a las polémicas medidas del rey Carlos I, quien había cerrado el Parlamento y trataba acaparar en sus manos todo el poder.
En el caso de la isla esmeralda, todo saltó por los aires a raíz de una rebelión que trató de aprovechar la frágil situación en la que se encontraba Inglaterra. A pesar de que la revuelta fracasó en un primer momento, se mantuvieron algunos conatos en el Ulster (Irlanda del Norte) y fue tomando fuerza con el tiempo. Esta no tenía por fin la emancipación, según señala el historiador John O'Beirne en su obra « Historia de Irlanda », sino terminar con los ataques que sufrían los católicos en la isla fruto de la constante expansión protestante. Y es que, por entonces, ser fiel a Roma se pagaba caro en Gran Bretaña.
Poco después de que la cabeza del rey inglés Carlos I rodase por el cadalso al finalizar la guerra civil que asoló el país, y se instauró la república por medio de la Mancomunidad en Gran Bretaña, Cromwell, que se había convertido en uno de los grandes militares del momento, comenzó a realizar los preparativos para terminar con la rebelión en Irlanda. Al poco de llegar a su destino, el futuro Lord Protector tomó la ciudad de Drogheda . Fue allí donde demostró como tenía previsto que funcionase el conflicto. Y es que, tras ocupar la plaza, ordenó ajusticiar a sus 2.500 defensores, que previamente se habían negado a rendirse. «Pasamos a cuchillo a todos los defensores. No creo que de todos ellos escaparan vivos treinta», escribió Cromwell según recoge el historiador John O'Beirne.
El objetivo era agilizar el conflicto todo lo posibles. Cromwell amenazaba a los soldados de todas las ciudades de Irlanda a las que llegaba con la muerte. No había lugar para los prisioneros. Tan solo se salvarían aquellos que hincasen la rodilla sin presentar batalla. Esta no era una práctica inédita en la guerra de la época; el futuro gobernante no había inventado la Coca-Cola, ni mucho menos. Sin embargo, según señalan los historiadores, esta política se llevaba a cabo en muy contadas ocasiones, por lo que no son pocos los que tildan estas acciones de «genocidio» o «matanza indiscriminada».
Parece ser que las muertes de protestantes durante el tiempo que duró la rebelión católica, que se contaron por miles, acabaron motivando la aplicación de esta política, que alcanzó cotas mayores en Wexford , donde los soldados ingleses acabaron con la vida de otros 2.000 combatientes, amén de 1.500 civiles.
A pesar de la crueldad, la fórmula dio sus frutos. Para mayo del 1550 la guerra había finalizado. Cromwell entonces dirigió sus pasos hacia Escocia, donde se encontraba el hijo de Carlos I, el cual había sido reconocido por los escoceses como su rey bajo el nombre de Carlos II . El futuro Lord Protector había dejado un recuerdo imborrable en Irlanda.
Represión
En mayo 1653 se terminó por aprobar la unión efectiva de Irlanda a la corona. La isla, además, perdió por el camino su propio Parlamento. También se llevó a cabo la expropiación de terrenos a los irlandeses católicos y su entrega a la minoritaria nobleza protestante afín a Cromwell. Los expropiados tuvieron que conformarse con algunas de las áreas más remotas e inhóspitas de la isla, principalmente ubicadas en la occidental Connaught, pero la cosa no quedó ahí. La represión religiosa también se recrudeció . «La práctica pública del rito católico fue prohibida y los clérigos católicos eran ejecutados en cuantos se les capturaba», señala el divulgador Jesús Hernández en su libro «Las 50 grandes masacres de la historia».
Estas medidas no se evaporaron con la muerte de Cromwell en 1658; tampoco lo hicieron con la restitución de la monarquía en 1660. Según aparece en «Historia de Irlanda», para 1685, con la república ya finiquitada desde hacía más 20 años y con un católico como Jacobo II en el trono de Inglaterra, los irlandeses solo controlaban el 22% de las tierras. El monarca no quería realizar cambios drásticos para no granjearse la enemistad de la nobleza, cuyo apoyo resultaba indispensable para poder mantenerse en el poder. Mientras tanto, no pocos católicos malvivían trabajando como mano de obra barata en los campos de los protestantes.