CORDOBA CALCINADA
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Las semanas se deslizaron. Cierta tarde él recibió una carta y media hora después la visita de la destinataria. El se rió.

—“¡No hacía falta que vinieras, Azucena! Tu carta llegó ayer”— comentó entonces al verla en su puerta

—“Te fuiste de improviso”

—“Es verdad, pero no creo que te sorprendieras”

—“No ...pero después de todo… Yo no tengo ni derecho, ni obligación de vivir con ellos. No eran en realidad familiares míos y largos años les pagué mi deuda. No tengo parte de esa sangre y nada me obliga”— le respondió Azucena contenta al transponer el umbral.

—“Pero esto último es lo que más te ha alentado a partir”— opinó el muchacho

—“De verdad ...sí”— ella quiso agregar algo más, pero calló

—“¿O por un instante te emocionó la soledad de un hombre?

—“¿Y qué me ha dado alguna vez ese hombre?”— preguntóle Azucena airada

—“Nada, hasta hoy. Pero ésta es la primera vez en que estamos solos. Tu primera carta. Tu primera visita”— le advirtió él

—“Rolo ...soy tu amiga”

—“Pero ambos supimos siempre, que podíamos ser un poco más que amigos”

—“Y ambos lo sabemos, es cierto, pero te recuerdo que Alicia quedó allá, muy sola. Los niños jugarán aún por mucho tiempo ...¡Y yo nací sin cadenas!”— respondióle ella

—“Pero las estás buscando”

La habitación era de tamaño medio. Ella tomó asiento. Afuera los automóviles abrían sus ojos aunque el sol iluminaba todavía la sierra, hacia la lejanía. Pero en la ciudad ya se había ocultado. Las grandes moles de cemento recién construidas impedían su paso, y sus habitantes deambulaban entre luces mercuriales.

—“¿Hice mal en venir? …Además... busco refugio, pues las calles de Córdoba están llenas de incendios”— expresó Azucena

—“Son barricadas, subversión y submundo, represión y desgaste... Peligrosas para aquéllos que como nosotros, venimos de la quietud serrana. Hay que sobrevivir a estos tiempos exaltados, colocando la paz que traemos desde el paisaje”— confirmóle Rolando

—“Es mi mejor deseo”

—“Tu primera carta y tu primera visita... ¿Querías realmente que yo volviera hacia allá para reconstruir un nido roto?”— insistió Rolo

—“Supongo que dudaba, pero es válido insistir.”— contestó ella

—“¿Tanto te cuesta Azucena, decirme que vienes por mí?”

—“Hombre y vanidad son de una misma amalgama”

—“Siempre te presentí como una buena amiga... desde mi llegada allá… y como algo más”

—“No estoy segura de ello, pues acompañé en forma asidua la pareja que ustedes formaban. Alicia quedó allá muy sola. Los niños jugarán aún mucho tiempo.”— díjole Azucena

—“Cual palomas o mariposas. Pero no viniste hasta aquí únicamente para recordármelo, pues yo formo parte de esa soledad y de esos niños.”

—“Somos con Alicia amigas de años y hemos compartido mucho en común. Incluso a tus hijos”

—“Fui testigo de ello.”

—“Rolo, llegaste allá en busca de Alicia, y por ella te quedaste todos estos años que dieron como fruto dos niños pequeños”

—“No lo puedo negar, sin embargo nunca dejaste de atraerme con tu misterio ¿Podré ahora develarlo?

—“Quizás...”

—“A las visitas de privilegio como es la tuya, se les sirve café. Alcánzame aquellos pocillos que allí vez, mi cafetera está caliente y aromática”

—“Gracias, Rolo”

—“Y prueba estos nísperos, están dulces y sabrosos, son del jardín de esta casa.”

Los últimos rayos solares volviéronse rosados, permitiendo observar tras una ventana, a los automóviles que marchaban raudos, huyendo de la pasividad del Cerro de las Rosas en dirección al centro citadino cordobés. El sol teñía de rojo hacia la distancia todo ese panorama abierto de la sierra que rodea la ciudad cordobesa. Azucena y Rolando salieron juntos a la calle en busca de un ómnibus, y al descender en el microcentro, un torbellino humano les salió al encuentro.

La vorágine del 70 cayó sobre ellos, mientras hombres y mujeres pasaban ante sus ojos entremezclando sus guerras. La emocional y la real. La propia con sus amores o sinsabores. O sus conflictos familiares y generacionales. Y la de esta ciudad politizada, con su entorno de subversión y represión, dentro de un país en conflicto...

Argentina en crisis.

Córdoba viviendo dos demoliciones distintas y coetáneas: la de la modernidad y la de la violencia. La primera demoliendo las casonas señoriales y el bello pasado colonial, para hacer grandes y cuadrados palomares. La segunda, destruyendo el sitio de recreo del Country Club, en la nocturnidad de una explosión devastadora, por manos de los mismos jóvenes que allí gozaron su infancia.

O sumergiendo toda la Avenida Colón en un boquete de incendio. Ardiendo en altas llamaradas: automóviles, quioscos, semáforos y Confitería Oriental.

Córdoba arrasada. Piquetes demoledores y bombas. Heridos. Martillo y pólvora. Y en medio de ese escenario caótico y desesperanzado, las ráfagas finas del invierno penetraban bajo la ropa como danzarinas de hielo, conmoviendo las pieles de estos dos testigos asombrados: Rolando y Azucena.

—“No me amedrenta. Hasta lo prefiero... después de haberle huido en un tiempo atrás”— comentó ella

—“¡Lo sobrepasaremos! Sí, creo que es posible”— aceptó él con gran énfasis

—“¿Has calculado el riesgo?”— preguntóle a su vez Azucena

—“Estoy dispuesto a enfrentarlo.”

—“También yo. Pues salí de una nube de aislamiento e inercia, de un período inactivo renunciante de mi propia identidad e independencia. Hoy he vuelto a la libertad que siempre buscara”

—“Yo sabía, Azucena, que tu huida hacia la sierra era una búsqueda del horizonte ilímite, pero olvidaste que la compañía asidua de otros, limita como un cerrojo...”

—“Aunque a tu frente se desborde el Río San Antonio con su libertad incontenible.”

—“Aún así, con su poder y su esplendor”

—“¿Es libertad también este incendio donde nos hallamos todos precipitados? ¿Qué opinas Rolo?”— le interrogó ella

—“No es libertad ...Es tragedia… ¿Te asomaste a verla alguna vez? Mañana ya no estará. Yo camino bajo su techo agobiado por este resplandor. Mi soledad es completa. Pero ahora estamos, frente a su último día.”

—“Valioso para mí que llego después de larga ausencia en un día como éste... donde me reciben los gases lacrimógenos entre autos y quioscos en llamas”— dijo con espanto Azucena

—“Lo superaremos.”— insistió Rolando

—“Eso anhelo y yo estoy dispuesta a lograrlo, con mi constancia, en medio de estos fuegos y a pesar de ellos, pues las calles cordobesas aún del dolor actual que las envuelve, pueden protegernos así como nos vieron nacer”— argumentó Azucena

—“Ambos lo lograremos, ya verás...”

—“Tengo fe en ellas, las calles de mi ciudad natal son nuevamente mías, a pesar de su tristeza presente. Espero un renacer”

—“Tampoco será perfecto. Tiene sus límites propios. No hay Diamantes, hay seres. Sólo seres”— dijo Rolo

—“Ya lo voy comprendiendo... de a poco”

Mientras los hombres de la subversión y la represión se ofuscaban. Mientras las damitas elegantes nacidas en la sociedad cordobesa, de esta ciudad universitaria, trepaban las azoteas con granadas bélicas en cada mano. Mientras los jóvenes estudiantes quemaban los automóviles, incendiando barricadas. Mientras el cordobés se amoldaba enloquecido al crecimiento de su urbe...

Ellos, los dos amigos, retornaban de a poco a su existencia real… Solos, entre dos fuegos.

Aquello que habían abandonado: la sierra imponente con su río San Antonio crecido y majestuoso… Esto, la contienda dramática por calles con barricadas, cual una llamarada dantesca, en un horizonte de desesperanza.

¿Cómo tallar el Diamante en una Córdoba caótica? Las veredas temblaban con las bombas. Los gases lacrimógenos herían las miradas de Rolando y Azucena. Los transeúntes y los niños ya no estaban por las calles. Tampoco el rocío. La ciudad era un vértigo negro de un sueño despoblado.

Y por aquel laberinto sin tiempo… caminaban ambos. Córdoba, ciudad dolorida. Dañada por el caos. Pero allí en medio de ese escenario en ceniza, se erguían de pie estos dos testigos asombrados, dispuestos a retomar su camino para tallar las facetas del Diamante.

La calle chamuscada era como una balsa donde todo convergía hacia sus brazos, lentamente, pero sin abandonarlos. Flotando en medio del dolor. Llevándolos hacia otra orilla.

La obscuridad envolvía las moradas. Todo el microcentro cordobés, enardecido con sus furias del 70... había apagado finalmente sus luces, terminados los incendios.

Surgía la bruma, en el confín, en los límites de ese mundo. Y al retornar de esa vorágine, ya ellos no estarían juntos. La ciudad en crisis podría elegir unirlos o imponer la distancia. Quizás el exilio. O el retorno para volver a abandonarlo todo.

Se despidieron hasta cualquier otro día. La ciudad podría reunirlos o separarlos. Tal vez llegar a ser almas gemelas o enemigas, embargadas por el mismo fuego. Pero ellos preferían el exilio para tallar el Diamante.

----¡Acércate! ... díjole Rolo

Mañana no divisarás este escenario. La mente de los hombres cambiará, vendrá la paz y la quietud. El silencio habrá llegado anunciando el reposo para la nación.

¡Pero cautiva el esplendor de la tragedia!

¡Ahora estamos frente a su último día!


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