LA CASA DE CAROYA
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Un niño pequeño y solitario corretea por las arcadas coloniales de la señorial Casa de Caroya. La sombra del Cacique Caroyapa -antiguo dueño de la heredad- proyéctase sobre las paredes y él cree jugar con ella.

Numerosas voces lo acompañan, juveniles algunas, severas otras y otras de lenguas incomprensibles para él ...e incluso diversas, americanas o europeas, pero que el niñito no sabe aún interpretar. Nunca ha habido un niño en aquel lugar y como el pequeño Santiago no tiene con quién jugar, su papá, Don Orencio Correas, le trae un compañerito llamado Luciano, que va a jugar entusiasta con él, desde ese momento y para siempre.

Aún no sabe que en realidad, es su hermano. Pero observa que su mamá, bella y jovencita, de la edad de sus hermanos mayores (los hijos del primer matrimonio de su padre) esta damita apenas incipiente -Justina Narvaja- que ahora es el ama de Caroya, comienza a tratar al recién llegado con ternura y de a poco, el niño nuevo la llamará “mamá” como él.

Un niño ante la soledad, admite compartir todo. Incluso a su madre. Como comparte todos sus juguetes -abundantes para este infante rico y solitario- y Luciano que hasta ese momento era un desconocido, comienza a sentirse un poco el “pequeño hermano mayor” y a responsabilizarse de él.

Así de pronto ya no juega solo ese pequeño niño Santiago con voces de fantasmas, sino con una voz auténtica, la de otro niño, la de Luciano, incorporado finalmente a la familia. Aunque en los documentos declara el padre que él ha tenido un solo hijo de su adolescente esposa, ella, empero criará a este niño como propio, y él siempre la llamará como madre. También será un buen apoyo suyo en el futuro, cuando enviudezca aún en juventud.

Nunca se supo con exactitud quién fuera la madre real de Luciano, pero se sobrentendió siempre que pertenecía a una familia educada y de buen linaje, que quiso mantener su apellido en reserva. Aunque Luciano (que iba a destacarse por su capacidad social) al parecer tuvo una relación muy fluida con ella, como un lazo que había perdurado. Tenía al llegar muy buenos modales, leía y escribía, siendo evidente en él una buena formación que le valió el arraigo junto a la joven Justina, la cual habría de encariñarse con él. Era comunicativo, así como Santiaguito siempre fue reservado desde la infancia, y lo sería más adelante. Era mundano y muy distinto al pequeño solitario, cuyo carácter aislado -fuera propio o adquirido entre los vacíos corredores de la Casa de Caroya- mantúvose constante.

La fascinación de aquellos claustros jesuíticos (ahora habitados por estos dos niños y familia, después de la expulsión jesuítica) daban a Santiago una peculiar atmósfera para pasar una infancia, llena de imágenes mágicas, Quizás inexistentes, pero reales en su entorno. Muchas veces creía ver la figura del Gran Cacique con todo su atuendo principesco. Caroyapa le interrogaba inquieto por su presencia allí, como ante un invasor que el "Curaca" no había nunca previsto en sus predios, cuando era él en Jesús María, la mano derecha de la Misión.

El niño no le temía y gustaba hablar con él, describía su atuendo insólito a sus contertulios -padre, madre, gauchos y esclavos- y por ello resolvieron buscarle una amistad real. Pero aún así, el pequeño estaba muy aficionado a sus fantasmas, quienes fueron su única compañía en el período de soledad. De este modo quiso presentárselos al hermano recién venido, para compartirlos con él. Como ahora compartía a su mamá y a sus juguetes.

Luciano, el hombre de mundo, que ya iniciaba sus artes sociales al incorporarse a una nueva familia con éxito (y que era en realidad la de él) aceptaría el reto. Los viera o no. Si estaba en juego la “société” era suficiente para darles bienvenida. Y por ello Santiago quedó encantado con el recién llegado. Eran muy importantes los fantasmas de Caroya para este pequeño solitario.

Santiaguito seguía escuchándolos por la soledad de los corredores y los veía siempre en su caminar pausado con un libro en la mano, con sus vestimentas jesuitas. U otras veces leyendo al sol apoyados en las arcadas. Por momento esas voces volvíanse trágicas. Dolorosas. Gritos y ruidos de cadenas, imperiosas algunas, con voces de mando invadían la paz de la gran Estancia de Jesús María... ¡Toda la extensión espléndida de Jesús María quedaba dominada por el terror!

Los habitantes puebleros de la zona, los gauchos que ahora trabajaban para su padre, hablaban con el niño de esas voces, porque los jesuitas aún estaban allí, para la memoria de todos ellos. Gente simple de a caballo, fieles y dignos criollos de antaño, gauchos viriles... que no podían olvidarlos. Sus opresores, los soldados del rey Carlos III de Borbón, habían venido a encadenarlos y deportarlos, mas no pudieron arrancarlos de su corazón.

La fidelidad gauchesca manteníase incólume al atropello. A la vilezas que vieron cometer y que no perdonarían nunca.

Influyó mucho en la zona de Jesús María donde San Martín fue a buscar caballos y soldados, armas blancas y vituallas, para la campaña de cruzar la cordillera de los Andes con un ejército de independencia (desde Argentina) a principios del siglo XIX, la entereza criolla que no pudo perdonar y que quería vengar a sus jesuitas, cuarenta y cinco años después. Hijos y nietos de aquellos gauchos que intentaron defenderlos (facón contra arcabuz, quedando la tierra de Caroya roja de sangre criolla) acompañaron a San Martín a cruzar los Andes, y como buenos jinetes, participaron en sus batallas. Eso sí, ahora armados con pólvora.

En todas las antiguas casas jesuíticas de Córdoba, se vieron y se escucharon fantasmas. Sea porque la población se negaba a desprenderse de ellos, sea porque hubieran tenido un rápido y trágico final (al salir prisioneros y encadenados con destino ignoto). Y aunque dos décadas después hubo informes sobre algunos de ellos desde Europa -de aquellos profesores que salieron de su Universidad esposados y con grilletes- nunca faltaron las referencias mágicas.

O Parapsicológicas. La de sus jesuitas como “ánimas en pena”, que retornaban de esa forma hacia la Córdoba que ellos amaron, y que tanto los habían amado. Esa ciudad latinista que ellos diagramaron con la Universidad más austral de América del Sur en tiempos de la Casa de Austria hasta que fueran expulsados del cono sur por Carlos III de Borbón en 1767 dando fin a doscientos años de Misión y progreso, de evangelio y civilidad.

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Alejandra Correas Vázquez
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