Arrio, presbítero de una de las iglesias de Alejandría hacia el año 318, oyó cierto día a su patriarca Alejandro desarrollar, en una conferencia eclesiástica, el misterio de la Trinidad, según el cual había perfecta igualdad y unión entre las tres personas; levantóse a refutar con vigor aquella doctrina que ante su juicio aparecía errónea, porque, según él, equivalía a resucitar el sabelianismo, que consideraba a las tres personas como nombres diversos y atributos especiales de un solo ser que, al igualarse de este modo, se confundían.


Expuso su argumento: «Si el Padre ha engendrado al Hijo, como el que engendra es anterior a lo engendrado, ha existido solo en algún tiempo o, lo que es igual, ha habido un tiempo en que el Hijo no existía.»


El obispo Alejandro, entonces, acusó a su subordinado de sustentar la herejía de Pablo de Samosata, ya condenada en el concilio de Antioquía del año 269. La conferencia terminó sin haber llegado los dos a un acuerdo: y para mayor desgracia, el razonamiento de Arrio sedujo a muchos, que se adhirieron a la naciente doctrina.


El obispo, disgustado por los progresos extraordinarios que ésta hacía, movido también por las excitaciones del diácono Atanasio, secretario particular de Alejandro, convocó a los obispos de Egipto, Libia y Pentápolis para un concilio que se reunió en Alejandría el año 320, y anatematizó la persona y predicación de Arrio.

Lejos de contribuir esto a la extinción de la discordia, agravó el conflicto. Arrio envió a los obispos de las regiones inmediatas su profesión de fe, rogándoles le marcasen los puntos en que era errónea y demandando su protección en el caso de que los errores no existieran. Poco después pasó a Palestina y Bitinia, comarcas en las que predicó con tal fortuna, que se atrajo un gran número de obispos, entre ellos a Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesárea, que, tras su conversión al arrianismo, escribieron a todos los sacerdotes de Oriente suplicándoles imitaran su ejemplo.