Cuando el primer hombre, Adán, desobedeció la ley de Dios,
perdió el control perfecto que tenía sobre sí mismo
y cedió al deseo egoísta de agradar a su esposa pecadora y permanecer con ella.

El ceder a este deseo pecaminoso
le hizo esclavo tanto del deseo como del resultado del mismo.

De esta manera se vendió al pecado.
Como toda su prole aún estaba en sus lomos,
también fue vendida al pecado,
y esta es la razón por la que el apóstol Pablo escribió:
“Yo soy carnal, vendido bajo el pecado”. (Ro 7:14.)

Por ello, ninguno de los descendientes de Adán pudo llegar a ser justo,
ni siquiera guardando la ley mosaica.

Como lo expresó el apóstol Pablo,
“el mandamiento que era para vida, este hallé que fue para muerte”.
(Ro 7:10.)

Al ser incapaces de guardar perfectamente la Ley,
los seres humanos mostraron que eran esclavos del pecado
y merecían la muerte, no la vida.

Solo aprovechándose de la liberación que hizo posible Jesucristo
podrían los hombres emanciparse o conseguir libertad de dicha esclavitud