Algunos años viviendo en la costa me dejaron el hábito de cubrirme con una sábana ligera para dormir, sin importar que ahora radique de nuevo en la ciudad con su clima templado y a veces frío.


La noche llegó, los sonidos se fueron apagando uno a uno hasta quedar un eco lejano como prueba de vida de la civilización. Mi mente aún más despierta que mi cuerpo divaga en miles de pensamientos, mis ojos recorren la oscuridad, de un muro al otro, la almohada, la sábana blanca que cubre mis pies.

Un cosquilleo interrumpe mis cavilaciones, al principio es agradable, para luego convertirse en una punzada dolorosa. Raudo bajo la vista para encontrar unas patas pequeñas, pero lo suficientemente grandes para que el terror se apodere de mí.

Pronto el otro pie siente una punzada similar, un vistazo revela más patas; dos arañas grisáceas de patas peludas suben por ellos, cada centímetro avanzado es una punzada de dolor, parpadeo algunas veces para enfocar la vista y tratar de despertar de lo que espero sea la peor pesadilla de todas.



En cambio, arañas más pequeñas han salido de no sé dónde para unirse a las mayores. Cada pata es como un pequeño alfiler clavado con fuerza. Pronto he dejado de sentir ambos pies por el agudo dolor, en vano trato de levantarme, la cabeza me da vueltas, no tengo más fuerza, quiero gritar y pedir ayuda, ¿Dios, alguien, quién sea? El grito muere antes de ser pronunciado.



Sé que es el veneno, está especie la he visto antes, las he estudiado...

Violinistas son apodadas.

Los ojos me pesan, el cuerpo también. Ya no hay dolor, supongo qué es el fin.


Al despertar aún tenía fiebre, 38.5 dice el termómetro. Instintivamente revise la cama, no encontré nada.