EL MARQUÉS DE SOBREMONTE Y LA NIÑA (estampa colonial siglo XVIII)
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8 – INQUIETUDES DE MARUCA
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La niña vio como su padre íbale detallando y enumerando al visitante, las tareas diarias, semestrales y anuales de la Merced. La actividad de los tambos, las chacras y los chacos. Habían ambos recorrido parte de ella antes de la cena, pero como todas las Mercedes eran inmensas, Don Rafael proponíase hacer varias visitas sucesivas. Mientras que el cochero del Marqués mateaba con el viejo Eulogio, y su comitiva de jinetes resguardábase del viento, Don Rafael daba comienzo a su tarea de gobernador.

Maruca no escuchó palabra alguna de toda la reunión donde estuvo presente. El ropaje de seda celeste cubierto por el polvo de los caminos, que destacaba esa noche al Marqués, era para su ensueño suficiente. La peluca blanca y empolvada salpicada ahora de pétalos silvestres, con espinas de amor-seco, la conmovía. Los taquitos estilo Luis XV del visitante, golpeados y embarrados, parecíanle encantadores.

Terminada la cena cuando los comensales saboreaban por último un licor de peperina, ella retornó a su dormitorio. Inició entonces una tarea de reconstrucción de su imagen, acomodando nuevamente sus cabellos y sujetándolos con una cinta celeste a la nuca. Buscó un traje más pálido, quitándose todos los adornos brillantes. Eligió uno de color nácar con un cuello adornado de puntillas. Quitóse los zapatos de obscuro cuero repujado, y halló unos muy blancos que había llevado al convento, calzando con ellos sus pies. Luego salió hacia la galería donde pudo ver a Don Rafael contemplando el poniente ostentoso de las Altas Cumbres.

Su padre y el visitante retornaron a la sala donde los ventanales hallábanse bien cerrados, `protegiéndolos del frío serrano. Maruca vigilaba los movimientos de su padre y del huésped inagotable. Ella aparecía por un rincón, volviendo a reaparecer por otro. Traía flores. Acomodaba cortinas de ñandutí. Se entrecruzaba todo el tiempo. Y en los pasillos obscuros del interior, caminaba con pasos enérgicos elevando la cabeza e imitando el porte de Don Rafael.

Zunilda observaba sus movimientos con desaprobación. La obscura niñera sentía añoranza de Carmela, quien elegida por las Catalinas —donde ambas niñas fuesen puestas a prueba— dejara una nostalgia inconsolable en la mulata. Sus lágrimas caían arriba de los recuerdos que la niñera reuniera adentro de un pequeño armario. Sus ropas delgadas que ya no usaría más. Sus juguetes. Elementos de un tiempo sin retorno.

El presente era Maruca. Sin pasado. Todo en ella duraba un instante. Destruía sus muñecas. Los vestidos recién estrenados. Maruca nunca tuvo recuerdos. No evidenciaba ternura hacia quienes las rodeaban, especialmente si le doblaban en edad. Sólo había reído con Bartolo en escondites temerarios, de grandes algarrobos y techumbres peligrosas.

Sin embargo la propuesta de irse a las Catalinas había sido suya, pues Maruca deseaba en todo momento salir de la Merced, olvidar los gauchos, los terneros, los sembrados, los cóndores, los arrieros, el entorno que la rodeaba. Y como consecuencia de ello, Zunilda había perdido a Carmela.

El padre de la niña observaba su inquietud y le sorprendía. La emoción de ese día era diferente en él que en ella. El encomendero veía, pensaba, deducía, intentaba buscar una forma de ser útil y estaba dispuesto a complementar los proyectos de Sobremonte. Hacer progresar la provincia de Córdoba del Tucumán recién creada teniendo como centro al Tucumanao, que ahora separado del antiguo Tucumán había sido enriquecido en espacio hacia el oeste con la región de Cuyo, antaño perteneciente a Chile. Asimilar ese territorio cuyano hasta entonces distinto, con sus dos hermosas ciudades de Mendoza y San Juan, cuyo camino de acceso pasaba próximo a su Merced.

Maruca en cambio hallábase alerta, inquieta, sugestionada con el Marqués y deseaba su mundo. Ingresar, trasladarse a él.

9 – NOCHE EN LA MERCED
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La noche irradió el resplandor de la sierra donde el cielo de altura parece más claro. Don Rafael que provenía en este viaje de la olla del Calicanto —el centro de la ciudad de Córdoba, una hondonada— admiró ese contraste esplendoroso. Los relámpagos iluminaban a lo lejos los inmensos bloques escultóricos. Su mirada penetrante, particularmente escrutadora, concentrábase en esa escenografía pura que él esperaba incorporar y desarrollar, con su administración minuciosa. Pese a las dificultades que planteaban las tribus comechingonas y rapiñera de Traslasierra, habitantes de cuevas en estado neolítico.

La hora del sueño llegó para todos con la pesadez del ambiente solitario y selvático. El aroma a yerbabuena inundaba los recintos habitados en su fragancia. Se iban apagando lentamente las luces de las velas, mudas, dentro se sus lámparas. El crespín cantaba indiferente y solitario al frío nocturno. El cóndor extendió sus inmensos brazos emplumados intentando abarcar el horizonte. La Pachamama reposaba.

Zunilda acostó a la niña con algo de severidad y premura. Luego, durmiendo sólo una hora, Maruca despertó de improviso. Desvelada y sin control se puso de pie acercándose al ventanal. Divisó los soldados vigilantes que acompañaban al visitante, en su guardia nocturna. La luna iluminaba la figura del Marqués recortada en la noche negra. Dos jinetes, guardianes inseparables del gobernador reían entre sí, mientras él continuaba caminado afuera de la casa con su paso característico e imperturbable, sin preocuparse del frío.

Maruca buscó sus ropas, la mantilla filipina color crema y el vestido tono nácar, calzando sus zapatos blancos. Su perfil apareció sobre la galería, destacándose por la claridad del vestuario en la semipenumbra. Luego salió al exterior para caminar en extrañas direcciones, haciéndose ver repetidas veces por los visitantes. Don Rafael detuvo su marcha apoyándose en su bastón labrado. Y los dos jinetes junto con él, observaron sorprendidos su figura aérea y femenina mostrándose en medio de la noche delante de ellos.

De pronto... abrióse una puerta de la galería apareciendo en ella Bartolo con una lámpara recién encendida. Atrás suyo Zunilda impuso su presencia con sus órdenes habituales, tomando a la niña del brazo en un sacudón enérgico, y llevándosela al interior de la casa.

La noche serrana continuaba espesa y helada. Los jinetes de Sobremonte seguían aguardando el relevo.

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