EL MARQUÉS DE SOBREMONTE Y LA NIÑA (estampa colonial siglo XVIII)
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6 — LA VIDA MUNDANA
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Maruca estaba sobrecogida con su estampa. Cada movimiento, cada paso del Marqués pertenecía a la vida mundana que ella anhelaba. El gran mundo social, siempre tan distante, estaba ahora dentro de su casa.

Hasta entonces ningún delegado, ningún Corregidor, ningún cabildante, había hecho acto de presencia en las aisladas Mercedes serranas. Desconocidas. Fronteras vivas del imperio español de ultramar. Ambientadas en tierras vírgenes donde la civilización llegara por primera vez a través suyo. Amantes de sus orígenes, como todo hidalgo campesino, los encomenderos colgaban en un lugar de honor los recuerdos de su primeros reyes —los Habsburgos o Austrias— que habíanlos dotado de aquellas heredades.

De improviso. Como una alucinación. Como un prodigio ...¡Un Marqués del Rey!... en carne viva se presentaba entre ellos y compartía su mesa.

7 – LOCRO Y SANCOCHO
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La reciente vida conventual habíase transmutado para Maruca, aquella noche durante la cena, en una vida mundana. El gran mundo social vino hacia ella. Un Marqués saboreaba en su casa frente suyo el locro y el sancocho servido en la mesa, en tazones con cucharas de plata y oro, procedentes del Alto Perú.

Todo este menaje labrado en Potosí por las hábiles manos indias, de uso diario en las Mercedes, era una riqueza a la cual ellos estaban habituados como algo natural. Pero sorprendía al visitante, e iba proponiendo ideas nuevas a Don Rafael. Los sembrados, la ganadería, el menaje de plata y oro, el lino bordado al ñandutí, las sedas chinas, eran en conjunto una riqueza que —como diamante en bruto— podía reciclarse en un valor aún superior, para dar forma al porvenir de esta provincia colonial.

El Marqués de Sobremonte era un recién llegado, pero sentíase ya responsable del conjunto humano. Principiaba a ver estos atemorizados habitantes Indianos —los cuales creyeran flotar en una tierra de nadie desde que perdieran a la Compañía de Jesús— como a miembros de un gran Marquesado. Su Marquesado. Eran ya sus hijos.

Lo necesitaban. Comenzaría a volverse indispensable para todos ellos. Se harían lentamente a su usanza, y sabrían diferenciarlo.

Cada mesa iba a tener en adelante una silla para el Gobernador. Esa silla que iba a volverse tradicional en aquellas familias, encargada a los ebanistas de Lima, con brazos finos y arqueados, los pies en terminación de forma leonada, forrada en sedas de claros colores y amplia de asiento que pudiera contener el pomposo traje versallesco de Sobremonte. “La Silla del Marqués”, subsistente por décadas en la mitología de cada familia, muy diferente al resto del mobiliario, obscuro y tallado en gruesas maderas de la selva paraguaya, creado en las carpinterías jesuíticas con un estilo portugués.

Un lugar propio para Don Rafael en cada uno de aquellos hogares, aunque estuviese vacío el resto del año y sin haberlo él solicitado. Era el modo de sentirlo cerca suyo, como un amigo coloquial. Era el liberalismo borbónico que echaba raíces nuevas en esta provincia antaño dolorida, a la cual Sobremonte proponía curar todas sus llagas, en este Marquesado sudamericano abriendo sus puertas a ideas modernas.

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