La fe en la divinidad de Jesús es precisamente la que
nos ha llevado a querer conocer más profundamente
su humanidad. Si Jesús no fuera Dios, no pasaría de
ser un personaje histórico respetable, pero nada más.
Pero el hecho de que aquel hombre extraordinario esté
hoy vivo, resucitado y resucitándonos, es algo que nos
toca en lo más íntimo de nuestro ser y nos llena de
esperanzas. ¡Aquel íntimo de Dios es el mismo Dios
hecho hombre! Esta verdad llenó de gozo a las primeras
comunidades cristianas, gozo que hemos de tener también
todos sus seguidores.

La resurrección de Cristo ocupa el centro de la fe,
del testimonio y de la reflexión de los primeros
cristianos. El recuerdo de la vida y de la doctrina
de Jesús, fielmente conservado por los discípulos a
la luz de la fe pascual, impulsa a las primeras comunidades
a profundizar en el misterio de su persona. Pero, como si
fuera una luz deslumbrante, impide comprender de un solo
golpe de vista la profundidad de este misterio. Poco a
poco recorren un camino de continuos descubrimientos.

Ven cómo Adán no es sino una "figura del que había
de venir" (Rm 5,14): Cristo es "el nuevo Adán". Jesús
es el que realiza el nuevo éxodo, el paso de la muerte
a la vida. En él se cumple la Alianza definitiva entre Dios
y los hombres. El es "el nuevo Moisés" (Heb 3). Aquellas
comunidades van descubriendo que Jesús es el centro
de la historia de la salvación. Desde el principio todo
habla de él, se orienta hacia él; todo espera ser
recapitulado por él y en él.