“Cuando andes haciendo dádivas de misericordia, no toques trompeta delante de ti, así como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que los hombres los glorifiquen” (Mateo 6:1-4).

Al seguir este consejo, los primeros cristianos evitaban la exhibición ostentosa de los santurrones guías religiosos de su día y auxiliaban a los necesitados rindiéndoles servicios personales o haciéndoles regalos en privado.


Existe una clase de dar que es aún más importante que la de hacer donativos a organizaciones benéficas. Jesús aludió a ello cuando un gobernante joven y rico le preguntó qué tenía que hacer para recibir la vida eterna. Jesús le dijo: “Ve, vende tus bienes y da a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo, y ven, sé mi seguidor” (Mateo 19:16-22).

Observe que él no dijo simplemente: ‘Da a los pobres y recibirás la vida’. Antes bien, añadió: “Sé mi seguidor”. En otras palabras, por más elogiables y provechosas que sean las obras caritativas, el discipulado cristiano implica más que eso.


El interés principal de Jesús era ayudar al prójimo en sentido espiritual. Poco antes de morir dijo a Pilato: “Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio acerca de la verdad” (Juan 18:37). Aunque llevó la delantera en ayudar a los pobres, curar a los enfermos y alimentar a los hambrientos, Jesús principalmente enseñó a sus discípulos a predicar (Mateo 10:7, 8). De hecho, entre las instrucciones finales que les dio estaba el mandato: “Vayan, por lo tanto, y hagan discípulos de gente de todas las naciones” (Mateo 28:19, 20).