Dejadme contaros una historia.
Sus protagonistas: Anaïs Nin y Antonin Artaud.
PREFACIO:
Nin conoce a Artaud, el atormentado, siempre nervioso, consumidor excesivo de opio Artaud. Quedan, hablan, pasean, intercambian correspondencia…
Nin siente cada vez más curiosidad por el hombre que lo habita. No le ama, pero le ama en tanto le comprende, le quiere comprender, le quiere ayudar.
Ambos acuden a una cena en casa de Bernard Steele en un suburbio de París, tras la cena Artaud se vuelve rígido, una escultura a medio camino entre el mármol y La Antártida.
ESCENA I:
Artaud acude a ver a Anaïs Nin con la intención de explicar el comportamiento de aquella noche, hablan, hablan… Artaud se interrumpe y le dice:
«—¿Te interesa, realmente, mi vida?
Después, añadió:
—Quiero dedicarte mi libro. Pero, ¿te das cuenta de lo que significa? No va a ser una dedicatoria convencional. Revelará que existe una comprensión sutil entre nosotros.
—Existe una compresión sutil entre nosotros —dije.
—Pero, ¿es efímera? ¿Se trata de un mero capricho por tu parte, o de una conexión fundamental, esencial? Me pareces una mujer que juega con los hombres. Tienes tanto calor y tanta simpatía, que sería fácil engañarse. Pareces querer a todo el mundo, diseminar tus afectos. Temo que seas veleidosa, inconstante. Imagino que hoy estás interesada por mí, pero que mañana me abandonarás.
(... )
—Pero, ¿escribes a menudo cartas así a escritores? —continúa Artaud— ¿Tienes costumbre de hacerlo?
—No —reí yo—, no he escrito a muchos escritores. No lo tengo por costumbre. Soy muy exigente. No recuerdo más que dos escritores a los que haya escrito, aparte de ti: Djuna Barnes y Henry Miller. Te escribí partiendo de la base de que existe una correlación entre tu obra y la mía. Yo empecé situándome en cierto plano, y en ese plano te encontré a ti. Es un plano en el cual no se entrega uno a planos superficiales.
—Hiciste algo mágicamente anticonvencional. No podía creerlo. Si procediste con semejante desprecio del mundo, obedeciendo a un impulso como el que has descrito, entonces es demasiado bello para creerlo.
—A Bernard Steele no le escribiría así. Si no hubieras comprendido lo que te escribí, no viendo que me dirigía al Antonin Artaud que revelan sus obras, si me hubieras contestado en un plano corriente, no serías en modo alguno Antonin Artaud. Yo vivo constantemente en un mundo donde las cosas no ocurren como en el de Steele, por ejemplo. Sé que Steele hubiera interpretado mi carta de un modo diferente, pero tú no.
—No podía creer que esto fuera posible —dijo Artaud—. Nunca creí que esta actitud fuera posible en el mundo. Temía comprender. Temía estar engañándome, que todo resultara completamente vulgar, que tú no fueras sino una mujer sociable que se complacía en escribir cartas a escritores, hacerse la simpática, etc. Ya sabes, me tomo las cosas tan en serio.
—Yo también —dije en un tono tan grave que no admitió dudas—. Con la gente soy afable, acogedora, amistosa, pero sólo en la superficie. Cuando se trata de sentimientos fundamentales, del sentido profundo, las correspondencias son muy raras, y fue a tu seriedad, al poeta místico, a quien me dirigí directamente, al margen de cualquier convencionalismo, porque mis intuiciones son rápidas y confío en ellas. También yo me tomo las cosas muy en serio. Ya te he dicho que vivo en otro mundo, y creí que tú lo intuirías, como yo había intuido el tuyo.
—La otra noche, en el tren —añadió Artaud—, cuando me hablaste con tanta simpatía, sentí que te estaba hiriendo con lo reservado de mi actitud.
—No, yo lo atribuí a tu trabajo. Sé que cuando alguien trabaja en una obra de imaginación se encuentra completamente absorbido por ella, y que se hace difícil salir otra vez al mundo y participar en él, sobre todo en un mundo frívolo.
—Todo era demasiado maravilloso. Esto me asusta. He vivido demasiado tiempo en la más absoluta soledad moral, espiritual. Es fácil poblar nuestro mundo, pero a mí no me basta.
Artaud puso su mano sobre mi rodilla. Me sorprendió que hiciera un ademán físico. No me moví…)».