Iniciado por
Hiosiquæi
El sonido intermitente lo fue despertando de a poco, y
tardó unos segundos en ubicar de dónde provenía.
Observó fijamente el techo. Sí, el ruido surgía de allá
arriba. En principio, le pareció que sonaba a agua que
corre en torrente. ¿Habrían salido sus vecinos dejando
alguna llave abierta? Miró el reloj: las 4 de la mañana.
En fin, aquél no era su problema. Volvió a hacerse
un ovillo bajo las cobijas, apoyó la cabeza en la almoha-
da y cerró los ojos.
Veinte minutos después, de nuevo el mismo sonido,
pero esta vez era intermitente. Apoyó los codos sobre el
colchón, arqueando a medias la espalda y prestó aten-
ción. En definitiva no podía tratarse de agua que corre.
En medio de la oscuridad era difícil distinguir de
qué se trataba. Encendió la lámpara nocturna y volvió la
mirada hacia el techo. Silencio. Esperó. No se escucha-
ba más que el ronroneo del refrigerador en la cocina.
Apagó la luz y se recostó. El sueño no acudió, pero
el sonido sí lo hizo.
De plano se sentó en la cama y escuchó atentamen-
te. Identificó el ruido como el de una docena de canicas
que caen en cascada a un suelo de madera. Con una
sonrisa entre triunfante y maliciosa, se levantó y fue
corriendo a la cocina en busca de una escoba. Regresó a
su cuarto, se trepó en la cama y golpeó el techo con el
palo en varias ocasiones. El ruido cesó de inmediato.
Lanzó una exclamación satisfecha. Aún se quedó unos
segundos en espera de que las canicas reanudaran su
brincar. Nada.
Intrigado bajó de la cama, se acercó a la ventana y
asomó la cabeza, tratando de ver hacia el departamen-
to arriba de él. La luz estaba apagada y reinaba el silen-
cio. Dejó la escoba en un rincón y salió hacia la cocina
a servirse un vaso con agua. Apenas abrió la puerta del
refrigerador, las canicas rodaron y rodaron en un viaje
interminable. Azotó la puerta y alzó la cabeza. ¿Cómo
podían girar durante tanto tiempo? Los departamentos
tenían un pasillo de apenas 6 metros de largo.
Se lanzó a la recámara, tomó el palo de la escoba y
golpeó el techo mientras vociferaba: “¡Silencio, chama-
cos del infierno! ¡Dejen dormir, carajo!” Pero el correr de
las diminutas bolas de vidrio continuó sin interrupción.
Arrojó la escoba y se dirigió como rayo hacia la puerta
del departamento, salió al corredor y subió en zancadas
las escaleras hasta el piso arriba del suyo. Cuando iba a
moler a golpes la puerta del departamento de donde
salía el ruido, vio atónito el letrero: “SE VENDE. INFOR-
MES EN PORTERÍA”. Golpeó de todos modos. La puerta
cedió y se abrió lentamente. Incrédulo metió la cabeza
primero y luego el resto del cuerpo. Ahí adentro no
había ni gente ni muebles, ni mucho menos canicas
vagando en el suelo. Recorrió todo el lugar mien-
tras abría y cerraba puertas. No encontró nada.
Se dio la vuelta para volver a su departamento con
una sensación de escalofríos que le bajaban desde el
cerebro. De repente, a sus espaldas dio inicio un leve
murmullo, primero fue una voz, luego otra, después
varias que susurraban palabras incomprensibles. Eran
voces de niños pequeños que se comunicaban en secre-
to. Al escucharlas, un hilo de sudor helado se le
desprendió de la frente. El volumen de los susurros
infantiles fue subiendo de tono y a éste se unieron risas
contenidas. Entonces, las canicas cayeron otra vez y
rodaron por el suelo. Él cerró los ojos, intentando con-
vencerse que se trataba de una pesadilla, que en cual-
quier momento despertaría en medio de su cama y bajo
la seguridad de sus cobijas.
Pero cuando las diminutas esferas chocaron contra
sus pies descalzos, descubrió que la consistencia de
éstas no era vidriosa, sino más bien blanda. Y eran
muchas, demasiadas, quizás. Temeroso abrió los ojos y
bajó la mirada hacia sus pies. Rodaban y giraban por el
suelo cientos, miles de ojos que sonaban al chocar entre
ellos mientras corrían sobre el parquet. Despacio giró
sobre sus talones para descubrir a un grupo de espectros
nfantiles que lo observaban desde la profundidad de sus
cuencas oculares vacías, con los brazos extendidos hacia
él y las bocas abiertas en una carcajada silente.
El alarido que se escapó de su garganta no le alcan-
zó para eliminar de su mente el terror que en ella se acu-
muló en segundos. Los diminutos fantasmas se cerraron
en torno de él y un sinnúmero de manos se estira-
ron hasta apoderarse de su cara. Sus ojos blancos,
redondos, asustados, cayeron al suelo hasta unirse
al resto en su loca carrera.
Antes de dejar de respirar, su último pensamiento se
remontó a aquella primera vez que el ruido le despertó...
Imaginó a otros muchos que, como él, escuchaban el
correr de canicas en el techo en medio de la noche, sin
atreverse a buscar su procedencia. Deseó haber perma-
necido bajo las sábanas... ahora era muy tarde. Los
niños se sentaron en el suelo y continuaron, sin prestar
atención al cuerpo inerte, su eterno torneo de canicas...