Cita:
Es en el derecho romano donde, cómo no, hemos de buscar los inicios y fundamentos básicos de la doctrina de los actos propios. Así lo afirma hartamente la doctrina (Díez-Picazo, en su extraordinaria obra La doctrina de los propios actos. Un estudio crítico sobre la jurisprudencia del Tribunal Supremo, Bosch, Barcelona [1963]; Jaime Mans, Los principios generales del derecho, Bosch, Barcelona [1947]; Franz WieacKe, El principio general de la buena fe, Civitas, Madrid [1982], entre otros), si bien durante esta época la elaboración de la regla general no es uniforme u homogénea, sino que se trata más bien, tal como señala Ekdahl Escobar (vid. La doctrina de los actos propios: el deber jurídico de no contrariar conductas propias pasadas, Editorial Jurídica Chilena, Santiago de Chile [1989]), de fórmulas autónomas aplicadas a los casos concretos. No obstante, esta incipiente doctrina, que empieza a enunciarse como nemini licet adversus sua pacta venire, tiene sus bases en dos importantes máximas: Nemo potest mutare consilium suum in alterius iniuriam –Papiniano– (nadie puede cambiar su propia voluntad en perjuicio de tercero) y Factum cuique suum non adversario nocere debit –Paulo– (a cada cual le debe perjudicar su propio acto, no a su adversario). Parece, no obstante, que es el jurisconsulto Ulpiano el primero en enunciar y aplicar la referida doctrina (D. 1.7.25), si bien hay autores que se tornan más por atribuir tal gesta a Celso (D. 8.3.11).
El propio Tribunal Supremo, en su antigua sentencia de 8 de noviembre de 1895, viene en certificar este origen romano, al señalar:
“Es un principio de derecho, aplicado ya por las leyes romanas citadas en el recurso, y en la ley sexta del título octavo de la partida VI” (vid. también, como jurisprudencia antigua, las SSTS de 26 mayo 1864, 29 marzo y 27 diciem*bre 1873, 3 julio 1876, 30 enero 1885, 1 diciembre 1886, 4 mayo, 2 julio, 26 septiembre, 15 y 30 octubre, 23 noviembre y 18 diciembre 1888; 17 abril, 19 junio y noviembre 1889; 18 marzo, 10 mayo y 4 junio 1890 ; 17 enero, 13 noviembre y 26 diciembre 1891; 13 julio 1892, 6 abril y 13 julio 1893, 25 noviembre y 27 diciembre 1894, 27 diciem*bre 1897, 9 diciembre 1898, 12 octubre 1899, 22 noviembre 1902, 24 enero y 9 noviembre 1907, 31 diciembre 1908, 7 y 14 diciembre 1910, 11 febrero y 24 marzo 1911, 7 octubre 1915, 2 marzo 1916, 2i octubre y 5 noviembre 1919, 17 Junio 1920, 14 abril 1921, 21 enero 1922, 2 y 29 diciem*bre 1928, 7 junio y 30 diciembre 1929, 19 junio 1933, 12 diciembre 1934, 6 enero 1936, 17 mayo 1941, 27 febrero 1942, 3 noviembre 1943 y 16 junio 1944).
Habrá que esperar hasta el jurista Azón (S. XIII) para tener la primera formulación de nuestro principio: “venire contra proprium factum nulli conceditur” (Brocardica Azonis, X, De aequilitate factorum, 28), si bien no será hasta el romanista-canonista-civilista Filippo Decio (S. XV) cuando encontremos la regla tal ha pasado hasta nuestros días: “venire contra factum proprium non valet” (Consilium 495, nº 18, 538; para un mayor y más profundo estudio sobre los antecedentes y orígenes del principio, vid: Corral Hernán, T., “La raíz histórica del adagio 'venire contra factum proprium non valet'”, publicado en “Venire contra factum proprium. Escritos sobre la fundamentación, alcance y límites de la doctrina de los actos propios”, en: Cuadernos de Extensión [Universidad de los Andes], 18 (2010), 19-33).
Por su parte, el iusnaturalista Puffendorf (S. XVII) pasó a considerar la regla como expresión de una exigencia de la justicia derivada de la razón natural, por lo que afirmará:
“una de las máximas más inviolables del Derecho Natural, de cuya observación depende todo el orden, toda la bondad y todo lo agradable de la vida humana es que cada uno debe cumplir religiosamente su palabra, es decir, efectuar aquello a lo que se ha comprometido por alguna promesa o por cualquiera convención”.
La doctrina civilista, por su parte, viene en explicar este principio de diversa manera. Así, y entre otros muchos, Díez-Picazo viene en resaltar que “venir –o contravenir– contra el hecho propio significa tratar de alguna manera de destruir el efecto producido por este negocio jurídico que uno ha celebrado y, en particular, intentar o formular alguna acción dirigida a destruir esta eficacia. También puede significar una conducta tendente, no a destruir lo hecho, sino simplemente a desconocerlo…”; por su parte, Quirós Lobo (vid. Los principios generales del derecho en la doctrina laboral, Aranzadi, Madrid [1984]), lo conceptualiza de la siguiente manera: “A nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta, cuando tal conducta, interpretada objetivamente según la ley, las buenas costumbres o la buena fe, justifica la conclusión de que no se hará valer el derecho, o cuando su ejercicio posterior choca contra la ley, las buenas costumbres o la buena fe”.
Será el Tribunal Constitucional quien otorgue las claves, al afirmar que
“la llamada doctrina de los actos propios o regla que decreta la inadmisibilidad de venire contra factum propium surgida originariamente en el ámbito del Derecho privado, significa la vinculación del autor de una declaración de voluntad generalmente de carácter tácito al sentido objetivo de la misma y la imposibilidad de adoptar después un comportamiento contradictorio, lo que encuentra su fundamento último en la protección que objetivamente requiere la confianza que fundadamente se puede haber depositado en el comportamiento ajeno y la regla de la buena fe que impone el deber de coherencia en el comportamiento y limita por ello el ejercicio de los derechos objetivos” (STC 73/1988, de 21 de abril).
Con posterioridad, el Tribunal Supremo, a través de una extensa jurisprudencia, establecerá las bases, requisitos y contenido de esta regla. Así,
“es reiterada doctrina de esta Sala (Sentencias 5-10-87, 16-2 y 10-10-88; 10-5 y 15-6-89; 18-1-90; 5-3-91; 4-6 y 30-12-92; y 12 y 13-4 y 20-5-93, entre otras) la de que el principio general del derecho que afirma la inadmisibilidad de venir contra los actos propios, constituye un límite del ejercicio de un derecho subjetivo o de una facultad, como consecuencia del principio de buena fe y, particularmente, de la exigencia de observar, dentro del tráfico jurídico, un comportamiento coherente, siempre que concurran los requisitos presupuestos que tal doctrina exige para su aplicación, cuales son que los actos propios sean inequívocos, en el sentido de crear, definir, fijar, modificar, extinguir o esclarecer sin ninguna duda una determinada situación jurídica afectante a su autor, y que entre la conducta anterior y la pretensión actual exista una incompatibilidad o una contradicción según el sentido que de buena fe hubiera de atribuirse a la conducta anterior." (STS 30/10/1995).
A colación de la buena fe, la SAP La Rioja 159/2003, de 28 de abril, viene en aclarar que ésta y la mala fe, consisten, como señalan las sentencias del Tribunal Supremo de 22 de junio de 1995 y 2 de diciembre de 1999,
"'en un concepto jurídico, apoyado en la valoración de las conductas que se deducen de unos hechos'; y en el caso, además, de la 'buena fe', ha de tenerse presente que en su concurrencia se presume, de manera que la carga de la prueba sobre los hechos incumbe a quien la niega, mediante la acreditación de actos que demuestren la mala fe”.
Y es que la doctrina de los actos propios significa la vinculación del autor de una declaración de voluntad, generalmente de carácter tácito, al sentido objetivo de la misma y la imposibilidad de adoptar después un comportamiento contradictorio (STS 10/07/1997), en tanto
"... la fuerza vinculante del acto propio (nemine lict adversus sua facta venire), estriba en ser ésta expresión de un consentimiento dirigido a crear, modificar o extinguir algún derecho, generando una situación desacorde con la posterior conducta del sujeto..." (STS 30/05/1995).
No puede venirse contra los propios actos, negando todo efecto jurídico a la conducta contraria posterior, y ello en base a la confianza que un acto o conducta de una persona debe producir en otra. Como dice la doctrina científica moderna, esta doctrina de los actos propios no ejerce su influencia en el área del negocio jurídico, sino que tiene sustantividad propia, asentada en el principio de la buena fe (STS 81/2005, de 16 de febrero).
En virtud de ese consagrado principio de la buena fe y el consecuente postergamiento del abuso del derecho,
“no es lícito accionar contra los propios actos, cuando se llevan a cabo actuaciones que por su trascendencia integran convención y causan estado, definiendo inalterablemente las situaciones jurídicas de sus autores, y cuando se encaminan a crear, modificar o extinguir algún derecho, con lo que generan vinculación de los que se les atribuyen, conforme a las sentencias de 5 de marzo de 1991, 12 de abril y 9 de octubre de 1993, 10 de junio de 1994, 31 de enero de 1995 y 21 de noviembre de 1996, y muchas más” (STS 30/03/1999).