(y fin)
Los españoles replicaron el reino de Castilla al otro lado del Atlántico con sus mismas instituciones y orden jurídico, hasta el tribunal del Santo Oficio se llevaron. Nunca lo tomaron como una colonia, sino como una extensión natural de su propio país. Eso implicó la fundación de ciudades y universidades, la construcción de catedrales, palacios, puertos, fortalezas, caminos… y la difusión de su lengua, su religión y su cultura. También implicó la desaparición de las civilizaciones precolombinas, pero no de todas, muchas ya habían desaparecido antes de su llegada. La de los mayas quizá sea la más conocida pero no fue la única.
Lo que hizo España en América fue muy similar a lo que había hecho Roma en la vieja Hispania milenio y medio antes, con la diferencia de que los romanos fueron mucho más esquivos a la hora de otorgar la ciudadanía romana a los hispanos, mientras que a los nativos americanos se les concedió el título de súbditos del rey desde el preciso instante en el que Colón y sus hombres pusieron el pie en la playa de Guanahaní. Probablemente los conquistados no deseaban ser españoles como los antiguos íberos no querían ser romanos, pero no les quedó más remedio. La historia no es como nos gustaría que hubiese sido, sino como fue. Aplicar los patrones morales actuales a eventos que acontecieron hace medio milenio es o un autoengaño o meras ganas de enredar para poner la historia al servicio de ideas políticas que son más de hoy que de ayer. Dos siglos después de la conquista, cuando Felipe V encargó la construcción del nuevo palacio real de Madrid tuvo muy en cuenta que su reino abarcaba ambas orillas del Atlántico, que él era tan sucesor de Isabel la Católica como de Atahualpa. Por eso, en la fachada principal del palacio, junto a su estatua y la de su hijo hizo colocar otras dos que representaban al gran Inca y a Moctezuma, emperador de los aztecas. Ahí siguen como testigo mudo de un genocidio que nunca fue.