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Sir Isaac
07-oct.-2010, 05:58
Como cada día desde hacía diez, Pedro caminaba de la mano de su madre camino del colegio. Pedro odiaba el colegio, o el abandono del tacto de su madre. Al dejarle ésta en la fila de entrada, la congoja y el miedo se apoderaban de Pedro sin saber muy bien por qué. Su madre no se explicaba el problema de Pedro, pues sus anteriores tres experiencias con Irene, María y Juan habían sido más cómodas. La congoja que consumía a Pedro no era ni la mitad de dolorosa que la de su madre, viendo sufrir a su benjamín.

Mientras Pedro lloraba desconsoladamente, sus compañeros de fila, en el porche, se mofaban de él llamándole llorica, pero ello, al contrario de lo que pudiera parecer, no hacía aumentar el dolor de Pedro, quizá porque éste se sabía más fuerte, más capaz de acallar a sus enanos compañeros. Pedro ya pasaba ampliamente la estatura de sus compañeros a los cuatro años de edad, y su delgadez y palidez a la par que su angelical faz de ojos azul grisáceo, cambiantes en el tono a la luz del sol, y su fino pelo castaño oscuro no menoscababan el respeto que su sobresaliente complexión suscitaba en el patio.

Al pitido del conserje, la fila iniciaba el ascenso hacia sus clases de parvulario mientras que Pedro continuaba desconsolado. Al entrar en su clase, recibía el consuelo de la señorita Luisa. Secaba sus lágrimas y le acompañaba a su pupitre, junto con sus compañeros. Pedro se confortaba y aunque calmado, continuaba respirando acelerada y violentamente sentado en el pupitre hasta que sus ojos azules recaían en Sonia. Entonces el frío helador del desconsuelo desaparecía y una llamarada de calma atemperaba su espíritu y su cuerpo. Entonces ella levantaba sus ojos verde aceituna del papel en el que pintaba y mirando a Pedro esbozaba una sonrisa que remarcaba lo sonrosado de su tez. Sin duda Sonia era la más eficaz de la clase. Al contrario que Pedro era capaz de hacer el doble en la mitad de tiempo. Su fuerza vital era envidiable, y le confería una fortaleza moral superior a la de sus compañeros.

Como cada día Sonia acababa la primera su trabajo y tras el visto bueno de la señorita Luisa, se le permitía bajar al patio. Era entonces cuando Pedro reparaba en que se había estado distrayendo con ella y que apenas había esbozado algo en su folio. La angustia de ver salir uno a uno a sus compañeros motivaba a Pedro que se esmeraba para concluir su trabajo de aquella manera. Una vez concluido, aún habría tiempo para bajar al patio con sus compañeros y con Sonia.

Entregó su folio a la señorita Luisa y aunque ésta intentó decirle algo, Pedro salió corriendo dejando la puerta de la clase abierta y lanzándose a toda prisa al patio por el pasillo en rampa que se enroscaba alrededor de los aseos al estilo de una escalera de caracol. Como empujado por una fuerza incomprensible, cada día Pedro se lanzaba hacia el patio en la misma manera y al llegar al porche de entrada le esperaban sus amigos Javier, Víctor y Felipe que le tenían en gran estima aunque él les trataba desdeñosamente de manera involuntaria.

A la salida del porche Pedro escrutaba el patio: No está. Caminaba rápidamente seguido de sus amigos hasta que al doblar una esquina…
- ¡Hola!

Pedro, como embelesado en la contemplación, sonreía estúpidamente haciéndose un silencio incómodo que desde luego él no era capaz de percibir.

Víctor tomaba entonces la iniciativa con su inopinada ironía, impropia de su edad y que le otorgaba un estatus social en clase a la altura de Pedro y Sonia:
- Hola, Sonia. ¿Qué, ya has acabado el recreo?

La mirada de desaprobación de Sonia hacia Víctor desactivó el hechizo de Pedro que se percató de la situación y se encaró a Víctor quien enseguida rebajó el tono de su discurso:
- Bueno, bueno. ¿Qué pasa chicos, hoy no jugamos o qué?

Víctor se separa del grupo seguido de Felipe y Javier mientras que Pedro vuelve a clavar su pupila en Sonia y tras un esfuerzo sobrenatural acierta a devolverle el saludo:
- Ho-o-la.

Y Pedro vuelve corriendo tras sus amigos mientras imagina como Sonia a su espalda le observa sonriendo y sus mejillas sonrosadas.

Tras unos minutos, de nuevo el silbato anuncia el fin del descanso y los chavales regresan al aula por la enroscada rampa. La señorita Luisa tiene ya preparada el aula para realizar el habitual canto de los números.

Después de ello, se recogen los abrigos, se los visten, se colocan en la fila y esperan a que la señorita Luisa se despida hasta mañana y les abra la puerta del aula.

La señorita Luisa acompaña a la clase hasta el porche en donde la fila se rompe y cada cual vuelve junto con las personas que les vienen a recoger salvo Pedro, que curiosamente sale el último, con las manos en los bolsillos y fijándose hacia donde corre Sonia. Ve a sus padres y siente una angustia que no comprende. Sus padres no le caen bien. Quizá fuera porque a él jamás le vienen a recoger sus padres, sino sus hermanos de cursos superiores. Juan está en 3º, María en 4º e Irene en 5º. Se turnan para recoger a Pedro pero pronto el será capaz de cruzar la calle que separa su casa del colegio por sí sólo e incluso podría acompañar a Sonia a su casa y ayudarla a cruzar la calle.

La señorita Luisa comentó a la madre de Pedro que se abstuviera de acompañarle todas las mañanas para evitar las congojas matutinas de su hijo y día a día, pese al dolor de madre e hijo, el tiempo fue puliendo ese problemilla de Pedro y éste, a su vez, acudiendo con más ganas al colegio donde encontraría a Sonia como lo hacía en sus sueños, obnubilándose con ella y también disfrutando, lógicamente, del juego con sus amigos y de la felicidad de una infancia despreocupada de los problemas de los mayores.

El tempus irreparabile fugit otorga solución a muchos de nuestro problemas mientras que crea otros muchos. A los cinco años de edad Pedro comienza su primer curso de educación primaria y es un niño feliz. Ha disfrutado de las vacaciones familiares y ha madurado lo suficiente como para hacerse responsable de sí mismo, lo que le hace ser muy querido por sus padres. Acude a clase sólo, ansioso por comenzar un nuevo curso. Es siempre el primero en la fila para entrar y espera ansioso el silbato del conserje, pero al llegar a su clase sufre una tremenda desilusión. No está.

Sonia no está. El tiempo se la ha llevado. El tiempo y la inocencia del que no entiende lo que le ocurre. Contrariado, Pedro acude cada día al colegio convencido de que ese es el día en que Sonia volverá a aparecer y el podrá decirle todo lo que la timidez le impedió decirle. Tal y como en sus sueños, Sonia sigue sonriendo con sus sonrosadas mejillas, pero no está. Y Pedro se vuelve retraido y uraño, su faz se endurece y sus ojos antes dulces y brillantes son profundos y desgarradores. Imagen de su tristeza inconfesada.

Pedro guarda para sí su angustia. Esta enfermo de una enfermedad incurable y desconocida. Su madre sabe que Pedro está enfermo, vomita todos los desayunos, es egoísta, malencarado. Se convierte en un auténtico demonio. Sus diabluras recaen sobre todos a cuantos quiere, sobre todo sobre su hermana pequeña Marta. Su madre pide consejo médico y le diagnostican el síndrome del principe destronado.

Pero Pedro está marcado por el tiempo. Crece aislado y culpa al mundo de una injusticia de la que no son causa. El tiempo nos pone encrucijadas en momentos en los que no podemos ver la bifurcación. Pedro se odia y odia al dios que le ha arrebatado su destino. El camino que habría de recorrer.

Pedro crece, más su corazón sigue menguando entregado al dolor de no poder cambiar el pasado, perdiéndose el presente y odiando el futuro. Es una trampa cruel. Y cada noche sumergido en el poder de su subsconciente, Pedro sueña su destino, el destino que podría haber sido. Entregado al placer del sueño comprende la trampa de su destino. Pedro es adulto, pero sigue pensando que hay trenes que sólo pasan una vez. Sumergido en la melancolía, ese hombre bello, de ojos azules grisáceos y pelo muy fino y castaño oscuro, ya clareado por la madurez y el sufrimiento, felizmente casado con una mujer a la que no ama, con hijos a los que no entiende, trabaja duramente cada día con el único fin de regresar a casa cansado, para poder dormir profundamente e imaginar como Sonia a su espalda le observa sonriendo y sus mejillas sonrosadas.