PDA

Ver la Versión Completa : José Luis Alvite



Quintiliano
12-may.-2010, 03:02
Mujeres, José Luis Alvite

Una mujer deja de interesarte cuando te olvidas de intuir su desnudo y empiezas imaginar su autopsia. A menudo la belleza de una cita está en el viaje más que en la llegada. Nos fascina lo lejano, lo que parece innacesible.

La mujer más hermosa es siempre la de la mesa de al lado. El amor fracasa con el conocimiento. Lo obvio interesa menos que lo enigmático. Más emocionante que ver una mujer bajo la luz es suponerla en mitad de un apagón. Lo fascinante de mis viajes es haber perdido el tren. Hay que ser sutil. Una mujer me dijo: «Cariño, no necesitarás pegarme un tiro; bastará con que me devuelvas el correo». Hace muchos años, Ernie zanjó una historia de amor porque le pareció que habían llegado a lo explícito. Ella se llamaba Brenda Lambert y tenía una sonrisa sin acertar, indolente, sin domicilio, una sonrisa ciega como una pisada. Cuando intimaron durante algunos meses Ernie le dijo: «Nena, hemos acabado. Llevo días pensando sobre lo nuestro. Sabía que algo se había enfriado entre tú y yo. No se trata de aburrimiento fisiológico. Lo que echo de menos en ti no es tu piel sino tu ropa». Días más tarde, el jefe me amplió detalles: «El amor necesita emociones, sexo, líquidos, eso que hace que el cuerpo funcione como el extintor de un cine. Todo eso es cierto. Pero el amor necesita también un par de botones. ¿Sabes por qué desistí con Brenda? Porque un día descubrí que lo que me fascinaba de su desnudez no era su cuerpo sino su biombo».

Sobre las equívocas apariencias del amor hablé muchas madrugadas en el Savoy con Ernie Loquasto. Dice el jefe que las mujeres son seres muy complejos, con un mundo afectivo muy extraño. También dice que a las mujeres les gustan los tipos sensibles y resueltos, la clase de hombre muchacho, capaz de dispararte con sus equívocas manos de pianista.

Quintiliano
12-may.-2010, 16:24
Cortesías navideñas, José Luis Alvite


El Savoy es uno de esos sitios donde la Navidad pasa desapercibida, como un tachón en la lista de chimeneas a visitar por Santa Claus. Los muchachos lo saben y por eso no le echan nada en cara al viejo gordinflón si, en vez de recibir una tableta de turrón rancia, la suerte les premia con la pedrea de un balazo a quemarropa.

La última Navidad que disfrutamos como tal, fue la del 79. Recuerdo a un joven llamado Enrico Lambreta que, vestido de Papá Noel, se paseaba entre las mesas dejando regalos a los muchachos. Lambreta había llegado hacía apenas año y medio a la ciudad, procedente de Calabria y era un tipo impulsivo, que reía como si tuviese ataques de tos y en cuyas manos una caricia tenía mal cobijo. ¡Diablos, muchacho!, se notaba en su cara el aire seco y frío de las tristes mañanas de Calabria.

En aquel año y poco, Enrico había prosperado, se había hecho un hueco en la familia y había podido dar un par de buenos golpes. Cosas hechas, sin un muerto de más, decía cuando se le preguntaba. Lo cierto es que cualquier habría matado por estar en el lugar de Lambreta aquel par de noches, en que se llevó a casa un par de sacas de banco repletas de esfinges de presidentes muertos.

Aquella Nochebuena se puso barba y peluca canos, se metió un almohadón en los pantalones y se ciñó un traje rojo que apestaba a naftalina y Jack Daniel's. ¡Dios Santo muchacho!, nadie habría estado más fuera de lugar que ese Santa Claus ni si le hubiese disparado a las palomas que adornan la fachada de la comisaría. Le pidió a Ernie que pusiese música acorde al momento y se paseó entre las mesas tirando de un saco de terciopelo rojo. Se creía Robin Hood convirtiendo presidentes muertos en regalos, comentó al día siguiente Chester Newman, en su columna del Clarion, junto a la esquela de Labreta y la noticia del óbito en la sección de sucesos.

El viejo Chester afirmaba en la columna que Lambreta depositó confiadamente una caja en la mesa de Rolstof, un ganster ruso violento como un pedo en un coro que, sin mediar palabra, le descerrajó el cargador de su Beretta y se sentó a terminar el cigarrillo. El mundo se hizo silencio, alguna corista lloraba y Rolstof seguía mirando, impertérrito el escenario donde hasta un instante Terry Shelton trataba de no atragantarse con la letra de una canción de Navidad.

Al detective Fuller le confesó bajo coacción, que le había parecido una falta de respeto regalarle una cruz de latón a un judio confeso como él. Las doce balas siguientes las consideró una cortesía navideña.

Quintiliano
12-may.-2010, 16:32
Sangre y orina, José Luis Alvite


Cuando Ernie Loquasto abrió las puertas del Savoy, soñaba con una clientela distinguida, gentes de la alta sociedad que únicamente torcían el gesto al encontrar muy seco su Dry Martini. Años después era él quien torcía el gesto al ver desfilar por su local a esa clase de tipos que sólo celebran el día de la madre cuando cae en miércoles y que siempre son capaces de ver el lado bueno de un balazo a quemarropa. Siendo sinceros, los tipos que cada noche llenan el local de Ernie no suelen ser del tipo de gente que cambia mucho, ni de bar, ni de agente de la condicional y, quizá por eso, la clientela se mantiene tan fiel como el terciopelo que oscurece las paredes. Tal y como lo definió el periodista del Clarion Chester Newman en un brillante artículo, el Savoy es ese tipo de lugares donde el barman, con infinita elegancia, deja sobre la mesa un whisky, el teléfono del sepulturero de guardia y la dirección de la salida trasera más próxima.



Los chicos del Savoy no son de mucho hablar y es normal pasarse las noches sentado, bebiendo y sin despegar los labios, excepto para sentir el frío saludo del licor mientras adormece la garganta y embota el cerebro, pero ni es esa situación, con el calor seco que deja el último bourbon, es normal ver a alguien hacer un comentario. Por eso Jack Sullivan, Sully, nos dejó perplejos una noche del 76 cuando comenzó a hablar en voz alta, sentado en un taburete de la barra, departiendo tranquilamente con alguien situado un palmo más allá de su mirada perdida. Sully había sido teniente en Omaha Beach y, por lo visto, eligió aquella noche de febrero para contar todo cuanto recordaba del desembarco y del miedo que nos hace a todos iguales, mientras se trasegaba reposadamente su whisky sin hielo y justo antes de caer desplomado sobre la barra, víctima de un aneurisma.

Nadie acudió al entierro porque a Sully no le habría gustado, pero durante la copa de despedida en el Savoy, Chester Newman, quien había cubierto el desembarco, dijo que el relato del difunto era tan real que, tras cinco bourbon, la saliva aún le sabía a esa mezcla de sangre y orina tan típica de la costa norte francesa y sentía ese extraño hormigueo en las piernas que le anunciaban que era hora de volver a correr los cien metros lisos, como antaño, frente a las ametralladoras, en aquella barraca de feria con arena, donde a cada infante se le daba, antes del desembarco, la extremaunción y el dorsal con su número de féretro.

Algunos años después, hablando con Al de Sully durante una pegajosa madrugada de verano, Al me miró fijamente y me dijo, muchacho, puede que Sully terminase sus días tratando de levantar la barbilla del barro entre copa y copa, pero nadie corría más rápido que él y en la playa, en aquella picadora de carne y metal amenizada con música de Wagner, maldita sea, Sully dejó atrás a su propio miedo y su sombra le perdió de vista durante media hora, en cuanto media docena de balas del calibre cincuenta y dos silbaron junto a su cabeza, anunciandoles la cena a los buitres de St. Laurent sur Mer.

Quintiliano
13-may.-2010, 00:27
Historias del Savoy (II), José Luis Alvite.


Me lo había advertido: “Anduve algo apurada esta mañana, así que no te asustes si encuentras la casa un poco desordenada”. Se había quedado corta. La cama tenía el mismo aspecto que si hubiese intentado suicidarse con una granada de mano. Había ropa por todas partes. Yo creo que incluso estaba arrugada la tulipa de las lámparas de la mesita de noche. “Instálate, cielo, que yo salgo del cuarto de baño en un periquete”. Me senté en el borde de la cama, sobre la que había un montón de fotos cortadas a tijera y una taza con un rastro reseco de café abultado como el macramé de una cicatriz. Al poco rato salió ella del baño, envuelta en una toalla, con el pelo mojado y la respiración agitada como si acabase de emplear sus energías en arrancar la taza del retrete. “Métete en cama, ¿no?”, me dijo con una mezcla de sugerencia y de ultimátum. En un instante retiró la ropa de la cama y se deslizó dentro sin quitarse la toalla. Yo me descalcé, eché los pantalones sobre una silla ocupada por topa de tres civilizaciones distintas y me metí en cama con la camisa y los calcetines. El agua de su melena no tardó en empapar la almohada. “¿Te molesta que me meta en la cama con el pelo mojado?”. “En absoluto, ¡como si quieres traerte también el grifo!”, contesté con ánimo de distender la situación.

Entonces se hizo un largo silencio, se incorporó en la cama sujetando la toalla con una mano sobre el pecho y soltó la gran traca de preguntas: “¿Te parezco una fresca?, ¿qué piensas de mí?, ¿crees que una toalla de rayas me haría más delgada?, ¿por qué no te quitas al menos los calcetines? “. “Creo que eres una chica estupenda, que aparentas diez años menos de los que aceptarías con gusto y estoy seguro de que serías la envidia de las demás si te presentases a cenar en un restaurante vestida con esa toalla de baño, que te hace más delgada que tus huesos. Y en cuanto a los calcetines, te juro que son lo mejor de mi cuerpo”. Fue un éxito. Ella ladeó su cabeza sobre mi pecho y se ciñó la toalla con ese gesto tan femenino con el que las mujeres disimulan con descaro sus flaquezas. Yo tenía el cuerpo caliente y la cabeza empapada en el agua de la almohada. Sospeché que acabaría resfriado. Y que aquella aventura sería algo chocante, como haber pasado la noche estornudando en una panadería. También pensé que nunca me había metido en una cama tan revuelta. Y que con tanto ajuar seria como haberle propuesto relaciones sexuales a Lawrence de Arabia. “¿Sabes, cielo?, no me lo vas a creer, pero la última vez que hice el amor, aquel tipo me dio tanto asco que me pasé una semana yendo al baño con las piernas cruzadas”. “¡Caray!, ¿en vez de un orgasmo tuviste un cólico?”…

Quintiliano
13-may.-2010, 20:45
Peor sobrio que mal acompañado, José Luis Alvite


¡Maldita sea muchacho!, la esperanza de vida en el pueblo que nací era tan baja en aquella época que mi padre en lugar de una partida de nacimiento me escribió un epitafio, me confesaba Ernie Loquasto al calor de un mal paquete de tabaco rubio y un whisky que a duras penas le hacía sombra.
No era la primera vez que Ernie se sinceraba conmigo y los muchachos, respecto a su infancia. Recuerdo oirle tiempo atrás comentarnos que lo único que sacó positivo de su padre fue que aprendió un oficio. Lo cierto es que Ernie con 11 años ya había pasado más de la mitad de su vida intentando sacar a su padre de tuburios poco apropiados para un niño y el resto jugando al otro lado de la barra haciendo tiempo mientras su padre, peleaba sin perder nunca la cara en el ranking de borrachos de la ciudad.

Quizás, gracias a esos recuerdos, Ernie permitia aún la entrada a John Della Scafa. El viejo John había acudido al Savoy ininterrupidamente desde 1958 todos los días y ni una sola vez se permitió el lujo de irse sobrio a casa. Cuentan las malas lenguas que hace más de dos años que solo bebe a crédito, lo cierto es que hace más de dos años que se terminó la última botella de Whisky. Ernie dice que el viejo John ya tiene tanto alcohol en la lengua, que es suficiente el contacto con un vaso de agua.

Que pena muchacho, recuerdo la primera vez que Al me presentó al viejo John Della Scafa. Era un tipo distinguido, con cierto aire chic, no en vano su madre era francesa y puta, algo demasiado glamuroso para la américa de aquellos años de la depresión. Su padre era de Kentucky, el resultado estaba claro, padres separados durante un embarazado de ocho meses y un dia, y un hijo, candidato a tirar la vida en un retrete entre alcohol, tabaco malo y unas deudas.


No todo fue malo en la vida del viejo John, siempre cuenta la anecdota, de cierta vez que sobrio fuera de horas, conoció a una chica francesa a la que cortejó más de tres años, contaba que habían sido los tres mejores años de su vida, lastima que ella le hiciera elegir entre la bebida y ella. El razonamiento era claro para el viejo John: "Muchacho, era una mujer increible, pero jamas hubiera podido aguantarla sobrio".

Quintiliano
13-may.-2010, 21:58
Historias del Savoy (IV), José Luis Alvite


Con el paso de los años los muchachos del Savoy nos hemos ido haciendo mayores, Ernie Loquasto dice que incluso su saliva es postiza, al columnista Chester Newman se le nota que a veces escribe con el descreimiento de alguien que ya solo considerase noticia el suicidio de la muerte, y del ex boxeador Sony “Sweet” Sullivan ya casi nadie espera que recuerde el color de sus ojos minuto y medio después de haberlos visto escalfados en el desplanchado espejo del club. A veces uno tiene la sensación de haber bajado por primera vez las escaleras de este antro en una época remota en la que todo era tan invernal y tan oscuro que ni siquiera cabía el agua en la lluvia. Me pregunto cómo pudo pasar el tiempo sin haberlo notado apenas. Fue como haberme quedado dormido a finales de agosto y al despertar por la mañana me encontrase frente a los ojos el árbol de Navidad. ¿Cómo pudo ocurrir todo tan deprisa? ¿Cómo pude despertarme montado en el esqueleto del caballo en la nana de cuyo trote me quedé hace rato dormido?

Recuerdo, como si acabase de suceder, la noche que escuché aquel consejo primerizo del viejo barman del Savoy. Me recomendó que me tomase “una copa para afrontar la situación y otra, muchacho, para olvidarla”. Ernie Loquasto llevaba poco tiempo al frente del club. Se lo había comprado al viejo Giacomo Pavese, un tipo muy desconfiado del que se decía que cacheaba a su madre antes de abrazarla y que por lo visto había llegado al extremo de zurrarle a su mujer cuando estaba embarazada porque se le metió en la cabeza que aquel hijo no solo no era suyo, sino que ni siquiera parecía seguro que fuese de ella. El rudo Pavese fue cliente del Savoy hasta su muerte. Fue él quien una madrugada me sugirió que me tomase las cosas “con la inquieta calma que se necesita para que el sudor te enfríe la cabeza”. “Todo llega inexorablemente a su debido tiempo, hijo, de modo que métete en la cabeza la idea de que la vida hay que vivirla como la viven esos tipos que saben que lo importante es tomar a tiempo el primer tren que salga tarde”.

Antes de que Ernie se tomase a pecho mi educación en el Savoy, fue Giacomo Pavese quien me puso al tanto. “Las cosas –me dijo una de aquellas noches- hay que verlas con una mezcla de realidad y de presentimiento, como hacía mi difunto padre, que tarareaba las canciones del cine mudo”. El viejo Pavese era un hombre muy protegido. Hablar con aquel tipo no estaba al alcance de cualquiera. A mí me vino al pelo el aval de Ernie Loquasto, que era amigo personal suyo y me facilitó una relación breve pero intensa con el anterior propietario del Savoy. En cierto modo fui un privilegiado. Otros fracasaron en el intento de intimar con él. Chester Newman, que llegó a retratarle en sus columnas, suele recordarlo como “aquel tipo hosco y legendario de cuyo corazón muchos presuntuosos solo pueden recordar el olor corporal de sus guardaespaldas”.

Quintiliano
15-may.-2010, 11:28
Historias del Savoy (III), José Luis Alvite


Fue en el 56. Una tarde Salvatore Fiore volvió a casa con un disparo en la cara. Acaban de embalsamar su cuerpo en la funeraria del señor Mangano. Su piel tirante brillaba como si le hubiesen pasado a pincel el azogue de un espejo. A las tres o cuatro horas se presentó en el domicilio de los Fiore un señor jadeante y corpulento al que acompañaban varios individuos fríos y disuasorios; uno de ellos, con el aspecto de haberse afeitado con un martillo, sonreía con ahínco, como la inquietante expresión de alguien cuya sonrisa como multada a mí me pareció una felicitación de navidad pegada con sarro en el parabrisas del coche fúnebre. El señor jadeante y corpulento besó la mano de la señora Fiore y le entregó con discreción un cheque en el que había casi tantos números como en un almanaque. “Si tiene problemas para cobrarlo, señora, dígale al director del banco que marque con sus dedos esa cantidad, omitiendo la coma, como es natural; esas cifras son mi número de teléfono”. La madre de Tonino no hizo preguntas. Entonces no se me pasó nada así pro la cabeza, pero al cabo de los años comprendí que la señora Fiore había encajado el luto como si a su marido le hubiesen disparado en la cara con el bombo de la lotería. Salvatore había sido instalado en un féretro muy recargado y confortable en el que el padre de Tonino tenía el magnífico aspecto del que esperase la bandeja con la cena fría. Acudieron muchos vecinos a la ronda del pésame. La muerte era entonces una tradición social y en verano daba gusto ir a cualquier casa en la que hubiese u difunto que refrescase el ambiente. A Salvatore lo asesinaron en otoño y supongo que nadie acudió atraído por el refrigerio de la muerte. A Tonino su madre lo abrigó mucho para que no se enfriase al darle el abrazo a su padre.

Aquella noche cené en la cocina de los Fiore. Ornella nos preparó algo que parecía cocinado con el esqueleto del fuego. Recuerdo haber cenado un filete farragoso y menos que templado, pero al habérmelo servido Ornella Fiore de la mano de sus propios ojos, me sentó igual de bien que si me hubiese comido su bufanda. Pasada la medianoche me dieron a beber una sopa gris y algo espumosa, un líquido que empañaba los ojos, algo invertebrado e insípido que, sin embargo, me causó la misma excitación que si Ornella hubiese aviado aquella sopa cociendo el sillín de su bicicleta en el agua venérea de haberse bañado. Creo que fue precisamente aquella la noche cuando en el trance de la angustiosa orfandad fraguó para siempre en el cuerpo de Ornella Fiore el ganglio de la feminidad, aquella sebácea ristra sinoidal superpuesta en la somera delgadez de su infancia, como una glandular estrella del cinema crucificada de negro en la leñosa percha del hambre. Salí a la calle detrás de aquel implacable cortejo, que se esfumó en el interior de un par de coches a los que mismo parecía que se entrase por la portada del periódico. Y recuerdo que no tardó ni diez segundos en doblar la esquina el suave “Tedeum” de sus motores.

Quintiliano
19-may.-2010, 20:46
Un Buick negro, José Luis Alvite


Dicen, quienes no conocían a Jack Bally, que la primera víctima de una guerra siempre es la Libertad. Los que tuvimos la desgracia de conocerle sabemos que en los prolegómenos de una contienda, el primero en llevarse un balazo del veintidós sería él. Jack era, según Ernie, mezquino, envidioso y bocazas, las tres peores combinaciones para meter juntas en la cabeza de un mafioso.

Personalmente, nunca le traté, pero coincidí con él unas cuantas noches en el Savoy y puedo decir que no fueron las mejores noches del local. Normalmente, el restaurante de Ernie Loquasto parecía un oasis en medio del mundo del hampa pero, cuando Jack Bally aparecía, todo se convertía en una cloaca. Su presencia corrompía el hielo de las copas y conseguía que la voz de las chicas se volviera más aguda.

Por eso nadie alzó la voz la noche que Bally desapareció y hasta el detective Fuller utilizó la versión más abreviada de su interrogatorio. A los clientes del Savoy les preguntó su nombre, su coartada y cómo estaba la ternera del menú. Nadie habló de Jack porque todos sabíamos qué había sido de él. Y a nadie le importaba.

Para un gángster, labrarse una reputación es tan importante como mantenerse alejado de sus enemigos y, precisamente eso, fue lo que no supo hacer Bally. Me lo contaba Chester Newman, el periodista del Clarion, entre recuerdos y vasos de ginebra. Al día siguiente de la desaparición, se dieron todas las claves en su periódico e, incluso, la pista que le indicó a los chicos de azul dónde ir a pedir su cadáver.

Según Chester, Bally se pasó semanas acosando a una tal Loreta, con la sana intención de hacerla pasar por su catre. Hombre de excesos y pocas luces, sus tretas incluían las drogas para obtener audiencia y la violencia para conseguir resultados. Desafortunadamente para él, Loreta, que era la hija de Giovanni Crampone, padrino del Upper East Side, sólo tuvo que contarle a su padre la fea costumbre de Jack de silbar melodías de Bing Crosby durante las agresiones.

Dos noches después, mientras Jack Bally degustaba la especialidad del cocinero del Savoy, media docena de tipos malencarados le invitaron a salir del local, tapizando las mesa circundantes con sus dientes. A la salida felicitaron al Maître por la merluza, pagaron la cuenta y desaparecieron en un Buick negro como el futuro de Bally. Chester Newman, que salió detrás, sólo pudo certificar que llevaban dirección sur y que, desde el asiento de atrás, uno de ellos le gritó que lo fuesen a buscar al vertedero, junto las madrigueras de las ratas.

Sin excesiva prisa por corroborar el dato, el detective Fuller tardó tres días más en personarse en el vertedero. No le hizo falta buscar mucho porque los muchachos de Don Giovanni habían cumplido con su palabra pero sí necesitó más tiempo para identificar el cuerpo. Tuvo que esperar a que el forense juntase todos los pedazos que habían dejado desperdigados para poder certificar que aquel puzzle había sido Jack Bally. En su informe, el detective concluyó que Jack Bally se había suicidado abriendo demasiado la boca.

Quintiliano
21-may.-2010, 17:16
Historias del Savoy (I), José Luis Alvite.

Ahora que lo pienso, de los personajes del Savoy en muy contadas ocasiones se me ocurrió precisar su raza. Es una excepción el caso del ex boxeador Sony “Sweet” Sullivan, pero se da la curiosidad de que ni él mismo está seguro del color de su piel porque con las secuelas de su carrera en el ring olvidó por completo su pasado, así que si pusiese guantes, probablemente ni siquiera sabría que pertenece a la misma raza que Sammy Davis Jr. Del resto podemos intuir que son blancos los personajes cuyos apellidos delatan su origen italiano, como ocurre con Ernie Loquasto, Tonino Fiore o Jerry Mangano. Dice el columnista Chester Newman que a la gente la raza no se le suele mirar en la piel de la cara sino en el forro de los bolsillos, de modo que “nada blanquea tanto una mano negra como el jodido color del dinero”. Según el viejo zorro del Clarion, “Si Leonardo Da Vinci pintase ahora ‘La Última Cena’, Cristo saldría sentado a la mesa con los Harlem Globe Trotters”.

El pianista Larry Williams es un negro con la contención de un blanco. Quiero decir que es un tipo sedentario y poco expresivo que sólo se hace notar en las fotos oscuras cuando le convencen para que sonría como si fuese a resucitar. Es conocida la pasión que muchos negros sienten por la extravagancia, lo que explica que se vistan de manera tan llamativa, con el cuello de la camisa montado sobre las solapas del traje y las manos tan adornadas que a veces les ocurre como a Winnie Hardy, al que las joyas le pesan más que la pistola y cada vez que dispara es como si el crimen lo estuviese cometiendo una rondalla. No es así Larry Williams. A Larry es como si lo que le sucede en el corazón no le ocurriese en la cara. Solo por su repertorio se puede intuir su estado de ánimo. De él escribió Chester Newman que “en el rostro del pianista del Savoy la felicidad resulta tan extraña como una buena noticia escrita en la tapia de un cementerio”. No es así en el caso de Winnie Hardy. A Winnie le pierde su estilo distendido y hablador. Es corpulento y decidido pero son pocos los jefes del hampa que confían en él porque Winnie Hardy es uno de esos tipos que incluso parecen incapaces de guardar el secreto de su propia muerte. Cada uno a su estilo, ambos son gente entrañable, Winnie porque podría sonreír con la excusa de un derrame cerebral, y el bueno de Larry, porque es íntimo y personal y porque sé que controla la sed como si temiese que el agua pudiese dañarle para siempre su delicada dentadura de azúcar. “Sweet” Sullivan es un personaje intermedio. Es negro pero da la sensación de ignorarlo. Dicen que los golpes le hicieron olvidar su pasado y su raza, aunque su cara tiene tan poco contraste, que tendría que sudar para verse las facciones en el espejo. ¡Joder!, el bueno de Sony se comporta sin raza, embaucado por el ambiguo sopor del castigo, como si los golpes del boxeo ¡Dios santo!, le hubiesen transformado en un incoloro personaje de la radio.

Quintiliano
25-may.-2010, 23:59
Historias del Savoy (V), José Luis Alvite


A las tres de la madrugada, en cualquier garito de la ciudad hay dos o tres fulanos con cuyo rostro se podría esclarecer la última caída de la Bolsa y seis asesinatos. Con razón dice el detective Fuller que cada vez que se cruza con un hombre a esa hora, no sabe si darle las buenas noches o leerle sus derechos. A Lorraine Webster la asesinaron a las tres de la madrugada en Shorts, un bar de mala nota que tiene merecida fama de que nadie se fija en nadie, de modo que a última hora no es rato que el barman haga el arqueo de su caja a sabiendas de que al cadáver de la mesa del fondo sobra quien le haya pagado las copas. En sitios como Shorts todo el mundo tiene tan mal aspecto que podrá ocurrir que en la redada por un asesinato la Policía incluso sacase esposado al muerto. No comprendo qué podía buscar Lorraine en un sitio así. Tantos años después de su muerte, todavía me pregunto qué clase de aliciente puede encontrar una mariposa en el interior de un cerdo.

Lorraine estaba acostumbrada a las malas compañías y a los lugares confusos pero jamás la imaginé en un garito como Shorts, un sitio en el que la mitad de la clientela incluso podría estar de vuelta de la muerte. Artie Fuller me dio algunos detalles de las pesquisas policiales pero no hubo un solo detalle que me quedase medianamente claro. “Pudo ser cualquiera, Al, muchacho, ya sabes lo que dice el columnista Chester Newman, que las únicas diferencias entre Shorts y la guerra son los pufos, el bidé y el barman”. La muerte era lo habitual en un lugar tan desalmado, de modo que el balazo en el pecho de Lorraine Webster el forense lo zanjó como si en una mujer tan hermosa aquel proyectil del nueve largo fuese bisutería. El detective Fuller quiso animarme con una nota de cumplida humanidad: “Si te sirve de consuelo, muchacho, te diré que Lorraine tenía el magnífico aspecto de un cadáver dispuesto a colaborar, así que el teniente Hoffman tomó nota de que tendido en el suelo del Shorts yacía un cuerpo de una mujer que aparentaba retención de empaque”.

El caso es que rehusé ver el cadáver cuando lo velaron en la funeraria de Jerry Mangano. No quise verla resplandeciente e inanimada, como un sello de correos al que le hubiese fallado la goma. Su muerte sigue siendo un misterio que no hace sino revalorizar su recuerdo, como un van Gogh con una mancha de sangre en la firma. Hace muchos años de aquello, muchacho, pero todavía al pronunciar su nombre me sube la saliva a la boca. Con el tiempo conocí a muchas mujeres. Ninguna es como ella. Tienen los ojos parecidos, pero es distinta la letra a lápiz de su mirada. Sólo Lorraine era capaz de precintar un espejo con aquella mirada en la que había un tercio de ginebra, dos partes de neón y una aceituna empalada con un hueso invertebrado.

Quintiliano
02-jun.-2010, 13:28
Boca descalza (VII), José Luis Alvite


Si uno se detiene en la contemplación de las arrugas acumuladas por la vida en el rostro de un hombre, por lo general lo primero que piensa es que los avatares de su existencia le añadieron a su expresión un manifiesto rictus de experiencia que se puede interpretar como la obvia y atractiva apariencia de la sabiduría. No ocurre lo mismo en el caso de las mujeres, en cuyo rostro las arrugas nos parece que no significan otra cosa que los horribles estropicios de la simple y odiosa vejez. Desde el privilegiado observatorio de su consulta profesional al otro lado del río, el doctor Ralph Bannister se considera científicamente autorizado para sostener la idea de que las arrugas faciales que en un hombre se interpretan como valioso caudal de experiencias, en una mujer se suelen considerar el indicio de una patología. Gracias al progreso cultural muchas mujeres consiguieron sobreponerse a los estragos emocionales causados por el envejecimiento, pero se trata probablemente de un éxito aparente restringido a ámbitos profesionales muy concretos. A los lectores de Kate Sinclair no les importan ni la edad ni el aspecto físico de la escritora, pero contemplado el fenómeno desde la óptica del espectáculo, la situación es hoy tan penosa como hace cincuenta años. Como le dijo un productor de Hollywood a la veterana Shannon Eastman, «mis ojos te encuentran encantadora, nena, pero en este negocio no es la mirada del productor, sino la taquilla del cine, la que toma en último término las decisiones». John Wayne triunfaba al borde de la vejez montando al tataranieto del caballo con el que había cabalgado en «La diligencia», pero de sus primeras coprotagonistas se tenía la sensación de que ni siquiera se conservaba sin arrugas el mármol de sus sepulcros. Dice Kate Sinclair que «por alguna extraña razón, de los labios de un hombre mayor se suele esperar un consejo, un aforismo o un proverbio, mientras que de la boca de una mujer de su edad lo que cabe esperar es un refrán, una queja o un reproche». La protagonista de una de sus primeras novelas de madurez resume el asunto con dolorosa crudeza: «No soy idiota. Tengo cincuenta años. Cada vez que llevo un hombre a casa, me conformo con que emplee al desnudar mi cuerpo la mitad del entusiasmo que pone al abrir la nevera».

Quintiliano
05-jun.-2010, 21:55
Tu nombre tatuado, José Luis Alvite


–Hace años que el Savoy es lo más parecido a un charco en mitad del parque, un lugar plácido y anodino en donde nunca pasa nada. Pero no siempre fue así. En mitad de los cincuenta, un par de familias trataron de hacerse con el control de todos los garitos de la ciudad y, ¿sabes qué?, el Savoy estaba en la maldita mitad del campo de batalla. Como si alguien hubiese extendido un mapa sobre la mesa y le hubiese trazado dos líneas divisorias al barrio y una enorme cruz al tejado del bar.–Al hizo una pausa mientras terminaba su cuarto gintonic y miraba de reojo a la puerta de las coristas, el sitio donde, según él, los ángeles bajaban a aquel infierno de tulipas verdes, humo viejo y demonios con audífono.

–Mientras los policías de la ciudad ensayaban su pulso trazando líneas de tiza en el suelo que luego rellenarían de cadáveres, Ernie amontonaba sacos con arena sobre la barra. No había día que no se dejasen ver por el local unas cuantas balas perdidas. Algunas noches especialmente problemáticas, protegió los cristales de la puerta con el pescado de la cena. ¡Y alguno de aquellos peces murió defendiendo un trozo de vidrio!

Una corista con aires de mamma ejecutó su número sobre el escenario. Fue algo rápido, violento, y no hizo falta forense que certificase que, efectivamente, estaba muerto. Al continuó dejando caer las palabras, a medio camino entre el cuello de su camisa y mi oído.

–Aún así, los muchachos salían del Savoy en cuanto podían, no porque no fuese seguro, sino porque ante la elección de un balazo en el estómago y la cena del Chef Antoine, todos sabían que la bala se acompañaba de una salsa roja que hacía más agradable el trago. Tres meses después de comenzar, la guerra terminó con la firma del armisticio. Los capos aparecieron por el local de Ernie Loquasto y, entre abrazos, besos y sonrisas sellaron una paz que duró cinco años. Ernie, que sirvió personalmente el Chianti en la ceremonia, juró que se sintió como si en aquella famosa foto del marino besando a la enfermera en París, les hubiesen cambiado las caras a los protagonistas. Cuenta que estuvo dos meses sin besar a su señora en la boca, para que no notase el sabor que las lenguas italianas habían dejado en su paladar.

Al final de aquellos días tumultuosos y broncos, la única baja que hubo que lamentar fue la del Chef Antoine, mientras probaba el plato especial de la cena de Acción de Gracias. Una bala perdida impactó en la olla y la agujereó. La salsa del plato se vertió sobre su pie y lo corroyó como el ácido. Tardó dos horas en morir, entre gritos y juramentos. El bueno de Chester Newman escribió al día siguiente en el Clarion, que ningún hombre debería ser capaz de repetir aquel mejunje, áspero como el cañón de una Magnum y letal como un calibre cincuenta con tu nombre tatuado.

Quintiliano
08-jun.-2010, 00:00
Un caracol francés (II), José Luis Alvite


Blusa blanca, sometida al cuerpo por un suéter azul marino muy ceñido, y pantalones vaqueros, tan ajustados que casi llevaba por fuera de ellos la circulación de la sangre y la piel de las piernas. Ojos pegadizos y vientre plano. Hombros bien formados, la espalda, recta, y el culo, como si acabase de sentarse Dios en él. Mediana estatura. Melena trigueña retirada a los lados en dos mechones que salían de las sienes y se recogían a lo alto con una discreta horquilla de carey en el cogote, caído en andas el resto del pelo sobre la espalda y los hombros, como una esclavina de heno recién segado. Una perla en cada oreja, y en los labios, el rictus agridulce de una sonrisa si acabar en la que a mi me pareció que incluso la felicidad habría caído superflua y a destiempo, como una buena noticia en la tumba más fresca del cementerio. En el penumbroso plasma del "Maycar", la lámpara giratoria del techo paseaba por su rostro las lentas amebas en las que la música descomponía el tiempo. Ella venía de fracasar en Marsella con un hombre y yo llevaba meses sin objetivos que cumplir, con la remota esperanza de que el viento hiciese cruzar la calle a las aceras. Me dijo que estaba dispuesta a un intercambio de confidencias con la condición de que diésemos por buena la conveniencia de mentir. "Si te contase mi vida al pie de la letra -explicó- sabrías que soy una chica corriente a la que le ocurrieron cosas ordinarias, incluida la ordinariez de un matrimonio en el que el acontecimiento más sobresaliente fue su fracaso". Los dedos de su mano derecha tanteaban el filo de mi copa. "Me siento a gusto aquí -prosiguió-. Siempre encontré agradable la sensación de estar lejos de alguna parte, sentada en un sitio como este, al lado de alguien que lo único que sabe de mi es un poco de saliva en su mano... Me apetecía conocer Santiago, pero no me importa perderme sus detalles por estar acompañada por un hombre que me ocupe el tiempo que necesitaría para conocerla... Siempre quise vivir un momento como este, ¿sabes?, quedarme un rato aquí mismo, en este club casi sin gente, sentada con un par de copas al lado de un desconocido que respira hondo y me mira todo el rato sin atreverse a probar mis mejillas con la palma de su mano, prudente, fumador y pensativo, mientras en nuestros cuerpos ocurre en vano la música que suena". En ese instante pensé atraer su cara hacia la mía pasándole una mano por la nuca y besarla con un beso largo y definitivo que nos cambiase de garganta la voz y el vocabulario. No me dio tiempo. Una mano suya rozó mi mejilla y me dejé llevar sin resistencia hacia sus labios, como recordaba haberme dejado llevar de niño la mano por la maestra que me enseñó a escribir hilando. Fue un beso rabioso y apretado que se me hizo largo, amniótico e irrespirable como si nos estuviésemos besando en el fondo del mar, pero resultó también uno de esos besos comestibles y excitantes que saben a sexo y a comida. Después ella apoyó su cabeza en mi hombro y yo me pasé los dedos por la boca para comprobar los desperfectos. No recuerdo muchos besos como aquel. Me había quedado tan entumecida la boca, que pensé que pasarían varias semanas antes de que pudiese silbar de nuevo "El puente sobre el río Kwai". Fue una noche por muchas razones inolvidables, pero sobre todo, lo fue por aquel beso hambriento, sincero y contundente, un impulsivo beso acaso sin mucho amor, pero de cualquier modo, uno de esos carnales besos que te dejan ardiente, feliz y cenado. Me levanté presa de la excitación y caminé algo encorvado hasta el baño. Entones me miré al espejo. ¿Y sabes qué, muchacho?, pues nada, que resulta que vista en el espejo del baño, mi boca tenía el aspecto aplastado de alguien que hubiese intentado hinchar las cuatro ruedas del coche con la trompeta de Chet Baker, los labios de Louis Armstrong y los pulmones de un ahogado. Recuerdo que un tipo me preguntó la hora mientras meábamos. Eran las doce, joder, sí que eran las doce, pero por culpa de no poder pasar la lengua por entre los dientes, le dije que era la una.

Quintiliano
09-jun.-2010, 04:24
Dios sin hilos, José Luis Alvite


No acabo de entender las quejas de muchos españoles contra le jerarquía de la Iglesia Católica, alegando que se sienten incómodos con las reglas canónicas y con las opiniones de los obispos. Los jerarcas de la Iglesia se rigen por normas de conducta que sólo atañen a los católicos practicantes, quedando el resto de los ciudadanos liberados del deber de obediencia. Objetarle a la Iglesia Católica sus normas tiene el mismo poco sentido que reprocharle las suyas a la Liga de Fútbol Profesional. Las religiones, como los deportes, tienen sus propias normas y sólo están obligados a cumplirlas sus adeptos. A mi me seduce la idea de practicar el golf, pero he decidido desistir porque no creo que haya un solo club en el que se me permita ejecutar los golpes con una raqueta de tenis o cavar el hoyo allí donde por puro azar se haya parado la bola. Con motivo de mi divorcio se me planteó la disyuntiva de renunciar a la ruptura o aceptar la excomunión. Según las normas de la Iglesia, ser católico era incompatible con ser divorciado, de modo que tuve que elegir entre mi confesionalidad y mi conveniencia. No dudé un solo instante. Sabía que el íntimo dolor de ser excomulgado no podía ser peor que el de renunciar a mis propios deseos. Jamás me arrepentí de mi decisión y no creo haberle hecho un solo reproche a la Iglesia Católica. Sus normas no encajaban con mis intereses, eso era todo. En cierto modo incluso me pareció cómodo ganarme la expulsión automática sin verme obligado a perder el tiempo en farragosas gestiones. Si bien se mira, algo hay de bueno en que dar baja el alma en una religión resulte infinitamente más fácil que dar de baja el teléfono en cualquier operadora. Puede ser que la jerarquía eclesiástica resulte un grave imponderable para quienes encuentran en su actitud serias dificultades que perturban su comunicación con Dios. Pero no es tan grave como parece. Ese imponderable se puede superar con el simple recurso de saltarse los intermediarios y contactar directamente con Dios. A lo mejor es que la tupida red clerical de la Iglesia Católica produce en los abonados del Vaticano una incomodidad que se puede subsanar estableciendo una comunicación directa con el Altísimo. Los católicos excomulgados saben mucho al respecto. Saben, por ejemplo, que la excomunión produce un sinsabor inquietante pero pasajero que se supera tan pronto uno comprende que sucede con la fe lo que en su momento ocurrió con la telefonía, que mejoró sus prestaciones tan pronto a los abonados se les suprimió la centralita. Bastante tenemos los ciudadanos con que nos vigile el Estado. En nombre del interés general y de la preservación del orden, estamos dispuestos a consentir que la Policía nos piche el teléfono. Encontramos sin duda menos razonable, y obviamente menos necesario, que la Iglesia utilice a los obispos para pincharnos el alma. Como quiera que la jerarquía eclesiástica tiene normas que algunos consideramos que perjudican nuestra libertad de conciencia, disponemos de la opción de darnos de baja, desistir de la fe o irnos con ella a otra parte, igual que cambian de compañía telefónica los abonados descontentos con el servicio. Mi decisión fue la de ignorar las normas de la Iglesia y adaptar mi vida a la flexibilidad de mi conciencia. No consideré en ningún momento la alternativa de apuntarme a otra religión. El budismo no se me daría bien porque no resisto meditar en cuclillas desde la última vez que cagué en el campo, y en cuanto al Islam, ¡amigo!, el Islam es una religión intransigente y demasiado abrigada en la que las mujeres se ven obligadas a vestirse con la funda del camello. He preferido conservar mi independencia moral y mi respeto por las creencias de los demás, incluso por las normas de la Iglesia Católica, tan intransigente con las flaquezas de los hombres a pesar de que Cristo instituyó la Eucaristía en el transcurso de un botellón gay. A veces entro en una iglesia sin otra pretensión que escuchar la sublime música del órgano, del mismo modo que entraría a un campo de golf por el capricho de ver como mece el viento los tréboles del hoyo quince. A veces me cruzo con un cura en la calle. Su presencia ya ni siquiera me produce recelo. Sólo pienso que en la moderna relación de los hombres con Dios, los curas resultan remotos y anacrónicos como la telefonía con hilos.

Madovi
09-jun.-2010, 08:43
:001_tt2: Quintiliano:por favor,¿son los textos que publicas de Jose Luis Alvite, el periodista de Santiago?. Yo tuve el gusto de conocer,hace muchisimos años, a su padre, y lo apreciaba de verdad.Saludos y perdona

Quintiliano
10-jun.-2010, 23:57
Llama de cera (I), José Luis Alvite


Diez de la noche. Un restaurante en la costa. Tres compases de mirlos tendidos como ropa negra en un alambre y una dorna azul sostenida con bastones amarillos en el agua varada de la bajamar. Mesa redonda con dos sillas enfrentadas y un mantel fucsia con el tacto pulposo de la ropa de un cardenal deshabitado. Sobre la mesa, una vela con la cera justa para una historia interesante en la que no hubiese que mirar el reloj. Música suave y mermada luz "al dente". Voces a lo lejos, fundidas con la suave calderilla de unas pulseras de mujer. Intuición de perfume en el aire y un delicado chaston de pisadas preguntándole por sus pies al suelo. Una mano en mi espalda, ligera, aromática y descalza como la pata de un pájaro de jabón. Recogió el brazo y se sentó frente a mi. Pelo suelto y ondulado, caído en melena, como un sargazo fresco, sobre los hombros levantados y desnudos, brillantes como si acabase de barnizarlos ex profeso el ebanista. Vestía una blusa negra sujetada con un broche detrás del cuello. "Soy el resto de la chica que conoces", dijo. "Estás tan cambiada que nada más verte estuve tentado de preguntarte por ti". Había cumplido la promesa que me hizo al apalabrar la cita: "Me presentaré elegante y discreta. Me maquillaré como dices tú que se maquilla una mujer cuando quiere que se le note el alma sin que se le sepa el precio". Palabra cumplida. No parecía la mujer con la que había intimado tantas noches entre el humo de aquel burdel a las afueras de la ciudad. Parecía como si lo más sucio de su vida hubiese sido vomitar la comunión con la boca cerrada. No había perdido un ápice de su carnalidad de tantas noches pero le había dado a su aspecto los retoques justos para encubrirla de modo que el resultado fuese el que pude ver aquella noche: una mujer peligrosa con el envoltorio de una virgen, inquietante y a la vez inofensiva, como un centinela dormido en una garita de seda. "Me he pasado tres horas en la espuma del baño. El taxi se llevó de vuelta a la ciudad el vaho del agua y las últimas pompas de jabón". "¿Sabes que te digo, amiga mía? Te digo que anoche eras la de siempre, la estancada mujer de diario, una sonrisa que parecía comida para perros, y ahora me alegro de que te hayas convertido en una cara que me resulta conocida... Muchas veces me dijiste que no había en tu rostro un solo dolor que no resultase aun más doloroso al contarlo, y ahora, ¡Dios Santo!, ahora me encuentro en este restaurante en la costa, sentado frente a una mujer a la que imagino a punto de decir que lo peor de su vida es que la están matando los zapatos... Esos ojos en los que no grita el rímel... esos ademanes en los que se posa como sin brazos el cansancio de la calma... Me siento ridículo a tu lado. No estaría a tu altura auque me pusiese ahora mismo de pie. La última vez que vi la espuma del baño fue una de esas películas de Doris Day en las que sólo practica sexo el tostador del pan". "Me favorece el resplandor que le falta a la luz", dijo para dejarme en buen lugar y para quitarse importancia. "Espero que te sientas a gusto cenando conmigo esta noche. Le he pedido al camarero que iluminase la mesa con una mezcla de timba y luz de cruce... y con esta vela en la que arde con el tiempo contado el sorbo sin sed de una literaria llama de cera".

Quintiliano
12-jun.-2010, 23:25
El silabario esqueleto de la belleza (I), José Luis Alvite

Jueves. Invierno. Una niebla como nata de pana. Sobre el asfalto de la avenida Romero Donallo, lluvia densa como seborrea. El tráfico, reiterativo y pegadizo como una mala canción. En lo alto de la avenida cachea la calle la luz torda de los autobuses. La saliva empaña apenas mi estómago. Pelotean cuesta abajo los pies de una mujer cansada. Se retira a sus casas bajo la lluvia la estrofa capicúa de una pandilla de niños. Cuatro curvas más allá de Compostela, en la güisquería de Manolo Rifón preparan las palanganas para baldear de madrugada el semen marrón de los obreros. Un borracho me preguntó la hora con la fundada esperanza de que le mintiese. Sólo parece preocuparle la remota posibilidad de llegar vivo al otro lado de la calle. Mismo parece que hubiese lavado la cara con aceite de freir. "El médico me prohibió beber entre comidas, muchacho, así que he decidido dejar de comer". Se perdió calle arriba amasando el escroto al cruzar las piernas. Ya te digo: era pana la niebla y caía sobre la avenida una tenaz lluvia repetida, el estrambote de la lluvia bisiesta del invierno en Compostela. ¡Dios Santo!, a las siete de la tarde era medianoche en la ciudad.

En el garito de "La Tita" el tipo más suave parece capaz de hacer una ganzúa con el crucifijo de la primera comunión. Los días de jaleo, que no son pocos, la jefa se resiste a la tentación de servir las copas acostadas en la barra. Los robustos brazos de Óscar parecen primos suyos. Casi no le cabe la espalda en el cuerpo. Viniendo de alguien como Óscar, una patada en los huevos con el pie descalzo podrías considerarla ternura. "Te aconsejo que te busques un par de tabiques. Está a punto de llegar Lola y sabes que no eres santo de su devoción. Con tu último párrafo sobre ella, creo que se le atascó el retrete de casa". A las doce de la noche mis ojos le llevan doce horas de ventaja al sueño. Me encuentro con fuerzas para resistir cualquier borrasca que se me venga encima. Un día en ayunas me asegura la posibilidad de vomitar neón si me sacuden por sorpresa con un yunke en el vientre. Lola tiene fama de aguerrida pero no es gran cosa si la miras bien. Cada vez que prende un cigarrillo, la llama de la cerilla le saca un palmo a su rostro. Hace unos cuantos años era una joven sin duda hermosa pero con la mala vida, del viejo esplendor queda apenas en su esqueleto el silabario de la belleza. Fue carne de primera pero ahora, con los excesos de la droga, se la ve entradita en huesos. Reconozco que estuve locamente enamorado de ella. Pero eso fue en los buenos tiempos, cuando compartiamos barrio y en sus ojos no había empezado todavía a cuajar esa jodida mirada sin fe en la que mismo parece que la luz fuese retención de infancia...

Quintiliano
14-jun.-2010, 00:19
Historias del Savoy: quince incómodos silencios, José Luis Alvite


Casi todos mis conocidos piensan que el Savoy es uno de esos lugares donde es mejor no perderse, un tugurio lóbrego y gris donde la esperanza de vida de sus habitantes es tan sólo de tres martinis y un bourbon sin hielo. Quizá por eso siguen siendo sólo conocidos. Estoy de acuerdo con el viejo columnista del Clarion, Chester Newman, en que al local de Ernie Loquasto le hace falta cambiar de estilista y, sobre todo, de barman. Hoy en día es dificil encontrar a esa mezcla de camarero y confidente, en cuyas manos parece que Dios haya aprendido a destilar whisky de las piedras.

El Savoy no fue siempre un sitio donde las bombillas no consiguen romper la maraña de humo y aire a medio respirar sino que, como otros locales hoy decadentes, tuvo un glorioso pasado. Eran los días del Charleston y alcohol de contrabando. Las parejas almibaraban la pista de baile con sus sucios contoneos y los ganster de guante blanco poblaban la barra con el gesto de quien cada noche buceaba entre las enaguas de las coristas. Cuentan las crónicas de un imberbe Chester Newman que el besugo subía nadando por las cañerías que daban al Hudson y que la policía hacía las redadas en uniforme de gala y formación de a cuatro. Eran buenos tiempos, muchacho, y nunca volverán. Al suele rememorar esa época con la misma mirada astigmática que cuando habla de Lorraine Webster y termina moviendo la cabeza para desterrar ecos de tiempos pasados.

En el local de Ernie hace años que sólo paran esa clase de tipos que vuelve a casa desde el trabajo, arrastrando los pies como si llevase en ellos el suficiente cemento para convertirse en coral y adornar el lecho del rio. El último tipo que vimos así, estuvo pasando todas las noches durante tres semanas seguidas y dejó el taburete petrificado. Era un tipo áspero, seco y cuya frase más larga estuvo compuesta de dos síes, un no, un balazo a quemarropa y quince incómodos silencios.

Quintiliano
15-jun.-2010, 20:23
El silabario esqueleto de la belleza (II), José Luis Alvite


A la una de la madrugada entró Lola en el tugurio de "La Tita". Cuatro muchachos desafinaban en el futbolín la pedrea de una partida bajo el dosel del humo. Los muchachos ríen y pelotean con una mezcla de inocencia y malicia. Las alternativas del juego suenan en medio de las risas como si aquellos tipos estuviesen lapidando una pandereta. Lola trae un perro con su misma caída de ojos. Para no desafiar su mirada, la rastreo en el reflejo astigmático de la cristalería. Su rostro parece drenado por la mala vida pero todavía sigue hermosa. Triste, escurrida y milagrosa como un ciprés con cerezas. Ha perdido la exquisita redondez de la juventud y su torso tiene la misma espeluznante feminidad que si la espalda le perforase el pecho. Pero conserva como un vestigio el encanto de los viejos tiempos, cuando, a diferencia de ahora, el rostro de Lola no parecía una mancha en mis gafas. Apenas unos pocos años antes, una madrugada fui con ella a casa de "Calocho" y miré desde una silla cómo fornicaban sobre un catre en un festín lleno de nudismo, humedad y gimnasia, como una becerrada de gladiadores. Recuerdo a Lola rehaciendo su peinado mientras se miraba el rostro en el sudor de la espalda de aquel fulano que casi había aprendido a leer en los sumarios que se le seguían por un buen puñado de crímenes. ¡Joder!, el catre de "Calocho" redoblaba como un par de cabras triscando en la tez tirante de un tambor. Sentado con la gabardina puesta frente a semejante espectáculo, recuerdo que me salía por los tobillos el sudor del cuello. ¡Dios Santo!, conmemoro con frecuencia la escena. Recuerdo que al final de aquella becerrada la sonrisa complacida de Lola era pérfida y jugosa como una sandía atrapada en la ingle de una hiena meada. En cambio ahora Lola parecía una mujer acabada, joven pero terminal, una muchacha a punto de sucumbir en las primeras estribaciones de la madurez. Y sin embargo, aquella noche en "La Tita" todavía en su rostro se presentía la inminencia del pasado, la víspera de la juventud, la luz facial de cuando a las facciones de Lola le sentaba como un cólico la felicidad y sin el menor esfuerzo podías imaginarla remando en Venecia con el travesaño de una cruz y la culata de un rifle, aunque se veía cernirse sobre ella la cerrazón del futuro, los dias malos y escabrosos, las madrugadas como aquella noche en "La Tita", cuando Lola ya no era aquella muchacha alegre y confiada, mágica y expuesta, temeraria, claro, cuya adolescencia dominical fue a la postre tan infuructuosa como el porvenir de un pájaro que hubiese aprendido a volar en el bolsillo viciado de un preso. Lo cierto es que aquella noche, Lola entró en el garito de "La Tita" como si viniese a recoger su cadáver...Y el mío.

Quintiliano
19-jun.-2010, 00:05
Mujer de agua (y II), José Luis Alvite


Me sorprendió que me telefonease al periódico. | JOSÉ LUIS ALVITE

JOSÉ LUIS ALVITE Me sorprendió que me telefonease al periódico. "Perdona que haga esto, pero necesito verte esta noche. Mañana me marcho de la ciudad y tengo un regalo para ti". Iba a preguntarle algo pero siguió hablando. "He reservado mesa para cenar contigo. Te estaré esperando a las nueve en la puerta del club. No tardes. Hace frío". "Es que hoy me viene mal, ¿sabes?". "¿Te viene mal asistir a nuestra despedida? ¿Serás capaz de dejarme plantada en una mesa para dos? Es mi última noche aquí. Si es problema de dinero, no te preocupes". "No se trata de eso. Simplemente es que no creo que lo nuestro siga siendo una buena idea". "Me siento ridícula rogando que vengas a recogerme. Puede que lo nuestro ya no sea un buena idea, pero lo de esta noche es distinto. ¿Sabes que te digo, pedazo de terco?, esta va a ser la última noche de nuestro pasado. Mañana ya no estaré aquí. ¿Por qué no esperas hasta mañana para arrepentirte de lo de hoy?". "No se trata de eso, sino de que tengo trabajo y no voy a poder acudir a la cita". "Fui contraproducente en tu vida, ¿es eso? No te puse una pistola al pecho, si eso es lo que me quieres decir. Anoche estábamos a gusto el uno con el otro". ¿"Por qué no te despediste anoche?". "¿Anoche, dices? Anoche tenía otros planes. Ya sabes como es esto: hoy aquí y mañana allí. A las nueve, en la puerta del club. No me falles, por favor..."
No le fallé. A las nueve, en la puerta del club, puntual como un pie en su pisada. Vestía un largo abrigo que casi le tapaba los pies. La melena, suelta y ondulada sobre los hombros. El maquillaje, sutil, con esa pizca de rímel que a los ojos de las mujeres derrotadas por la vida les sienta como un asterisco a un sueño. La carretera, fácil como la lazada de un zapato. A las diez, en La Toja. Cena en el Gran Hotel. El maitre retira de sus hombros el abrigo y lo lleva al guardarropa suspendido en la hidra de su elástico ademán de maestro de esgrima. Queda al descubierto un hermoso vestido largo, de color fucsia, recogido detrás del cuello con un broche. Bajo la amarilla luz de las tulipas, el humo de nuestros cigarrillos mismo parece yoga azul. Estuve un rato mirándola. Me pareció que estaba irreconocible. No fue un cumplido lo que le dije: "¿Dios Santo!, ¿dónde te habías metido todo este tiempo?". "¿Me encuentras diferente?. Ropa y peluquería, unos pendientes bien elegidos, un par de zapatos estilizados y elásticos como cisnes de raso, y la mirada cómplice de un hombre amable, ese es el secreto, ¿sabes?". "Tendrías que haberme advertido de esto. Me habría vestido para la ocasión. Con mi aspecto, el camarero creerá que te he traído secuestrada". "¡Bobadas! Me gusta como eres. ¿Recuerdas?, una noche me dijiste que éramos planos distintos de la misma película". "Sí, pero es que viéndote ahora, tengo la sensación de haberme equivocado de reparto. Me siento como "El Lute" cenando en un bis a bis con Adurey Hepburn". "En el fondo sabes que soy la misma, la de anoche, la chica que solo suele llevar puesta la piel, y que la elegancia de ahora se trata solo de haberme puesto un vestido largo por encima de la odiosa ropa de faena". Sonaba "Nubes doradas" en la inminente lejanía del piano del "bar inglés". "Jobim, ¿recuerdas? La encargué por teléfono antes de salir del club. Prometiste que lo nuestro se merecería un final como este: una cena en un sitio elegante, un hombre arruinado, áspero y sincero, una mujer cuya elegancia ensombrezca el menú y una de esas melodías de Jobin en las que incluso la miseria parece dinero". "¿Eso dije?". "Es mi regalo para ti. En esto me gasté tu dinero. Es mi manera de devolvértelo. Me habría matado que no vinieses. Y tenía que ser esta noche porque mañana estaré lejos de aquí y sé que el recuerdo no me sentará tan bien como me sienta este vestido. Supongo que creíste que era una de tantas, una mujer voraz y desaprensiva, la chica mala y sin alma que iba a arruinar tu vida para siempre. No sigas pensando así. No esta noche, al menos. Si quieres dudar de mí, estás en tu derecho, pero prométeme que dudarás mañana. Porque mañana, ¿sabes?, mañana habrá pasado todo, tú seguirás donde solías y yo, ¡que quieres que te diga!, yo, al acabar la película y encenderse la luz del cine, volveré a aparentar la edad que tengo".
Fue una noche inolvidable. La "mujer fatal" ablandó como espuma de seda entre mis brazos mientras bailábamos "Nubes doradas" en un palmo de luz al lado del piano del "bar inglés". Al salir del Gran Hotel se escuchaba la marea masticando en la garrapiñada de la bajamar. Desanduvimos luego el camino. La dejé de madrugada en la puertas del club, envuelta en su largo abrigo que casi la tapaba los pies. Cien metros mas adelante toqué el freno para verla de rojo por el retrovisor, reflejada como un relámpago de cine entre la rutinaria oscuridad de la noche. No es que fuese una chica muy alta, pero sí que recuerdo que en su interior soñé muchas noches de pie. Tampoco era una "mujer fatal". Porque una "mujer fatal" jamás me habría hecho la pregunta con la que me despidió en el coche: "¿Te importa esperar un rato a que me desahogue llorando en la intimidad de tu cara?". No volvió a ocurrir nada semejante en mi vida. A veces pienso que aquello fue solo un sueño. Y sé que no fue ensueño porque los sueños, muchacho, no suelen dejarte un puñado de billetes en la guantera del coche... (A Gina)

Quintiliano
20-jun.-2010, 06:14
Diagnóstico. José Luis Alvite


Una madrugada en el Savoy me dijo Lorraine Webster: «Raras veces me verás sin un cigarillo entre los dedos. Supongo que ésa es la razón por la que me hago la manicura en el estanco». Con el humeante ademán de su mano derecha, la equívoca diosa del Savoy parecía una mujer recién disparada. Tenía en su porte el escabroso aliciente de alguien
que se aliviase el sofocante calor abanicándose con una compresa usada. La
primera vez que nos citamos en el callejón a espaldas del club había una
niebla tan densa que el humo de su cigarrillo era un autógrafo en un charco
de tinta. La conocí por la cadencia de sus pasos, aquel soniquete
inconfundible de Lorraine, la clase de mujer al cabo de cuyos pasos entre el
humo te preguntabas dónde diablos habrían ido a parar los casquillos. Nos
besamos allí mismo. No dije nada, pero me sentí como si aquella mujer fuese
a contagiarme un pecado, una extorsión o las señas del perista. Entonces
ella me dijo: «Apestamos a tabaco, cielo. Pero a los tipos como nosotros el
tiempo nos enseña que lo que verdaderamente dura de un beso no es el
dentífrico sino el mal sabor de boca. Saber estas cosas nos ahorrará
desengaños». Y tenía razón. Ambos sabíamos que lo sólido de muchas frases no
es su sintaxis, ni su ocurrencia, sino su halitosis. En las postrimerías de
su voz, Lorraine cantaba como si la hubiesen amordazado con un sonajero.
Hizo un intento de ponerle remedio en el hospital. Desistió. El otorrino le
dijo que en una voz tan estropeada, gastarse un dólar era como guardar el
dinero en una hoguera. De regreso en el Savoy aquella madrugada, me dijo
Lorraine: «Renuncio a la claridad de mi voz. A fin de cuentas, lo mío es
cantar, no leer noticias». Y el público siguió aplaudiendo a rabiar la
malversada voz de aquella mujer en cuya garganta había espacios sin sonido.
Por sobrecogedor que parezca, Lorraine le debe al tabaco haber alcanzado el
sincero refinamiento de una voz que lo que se merece no es una crítica sino
un diagnóstico».

Quintiliano
04-jul.-2010, 16:56
Depresión (y III), José Luis Alvite


Dice Chester Newman que de las depresiones hay
que salir sin volverle la espalda a las cosas, «como hacía Billie Ongaro, que
superaba sus enfermedades secando al fuego el sudor de la fiebre». Y lo cierto
es que conocí a pocos tipos tan sufridos como Ongaro que incluso era alérgico
a sus propias narices. Al rostro de Billie le faltaban la mitad de las
facciones. Por lo visto se habían quedado estampadas en la mano del detective
Fuller la tarde que le interrogó a fondo en comisaría por un asesinato que no
había cometido. De regreso aquella misma noche en el Sayoy, Billie se sinceró
con el jefe: «Me sentí muy deprimido cuando me miré al espejo y comprobé los
desperfectos. Me pareció que incluso tenía en carne viva el cuello, de la
camisa. Fue terrible, Ernie, muchacho, pero me rehíce al poco rato. Pensé que
con la mitad de las facciones al menos perdería menos tiempo en mirarme al
espejo». Desde entonces, mirar a Billie Ongaro es como recordar un texto con
erratas. Recuerdo que en una ilustración para la columna de Chester Newman en
el «Clarion» el dibujante tuvo el acierto de su vida redondeando su trabajo
con una goma de borrar. Muchos recuerdan a Billie como «ese tipo que sonríe en
zig-zag». En sus momentos más sombríos, no le sube la sangre más arriba del
cuello, y es como si llevase a hombros la lívida cabeza de un muerto. Los días
de crudo invierno, Billie Ongaro se da color a la cara apretando el nudo de la
corbata.

Saldré adelante aunque sea empujando los pies con las manos, director.
Otros lo tuvieron peor en el Savoy. Al pobre Sony «Sweet» Sullivan con los
golpes en el ring se le hinchaba incluso la saliva. Al final de su carrera le
renovamos los papeles para un viaje al extranjero y estaba tan destrozado que
la foto del pasaporte recuerdo que se la hicieron acostado. Fue muy duro lo
suyo. Pero el pobre Sony sólo lamenta haber perdido tanta vista, que necesita
gafas para ver sus propias lágrimas.

Quintiliano
05-jul.-2010, 23:46
Como una manada de lodo y hurones, José Luis Alvite


Ahora ya es demasiado tarde y siento en mi corazón, como una ronda
hospiciana, como una reata de tierra, las pisadas de un celador sin ojos. Me
dijo anoche mi querida M.P. que a un tipo como yo no es fácil quererle porque se
cierra con la hosca tenacidad con la que se sella un sepulcro. Algo parecido le
escuché hace años a una fulana: "Lo mío a tu lado, cielo, fue como haber tentado
la felicidad abrazando a un cactus". A veces pienso que a mi cuerpo le queda en
el escombro la luz justa para que la muerte encuentre a tiempo la salida. Me he
negado tanto a los demás, maldita sea, que el forense sólo encontrará mis
huellas dactilares en los forros de los bolsillos. Esta mañana desperté con la
sensación de haber enjuagado la boca con arena. Hace poco soñé que me estallaban
los pulmones y que por entre el vaho de la deflagración remontaban el vuelo dos
palomas rojas con las alas bañadas en goma arábiga. La presbicia empalaga mis
ojos, nena, y mis pies tienen la vista cansada. La vida dio de sí menos de lo
que esperaba. Ya no me conmueve el Dios plisado de las catedrales y no sé de un
solo bar en el que me sirvan la leche leche fucsia con la que soñé de niño.
La bajamar de Cambados es una mancha de morfina en una esquela. Creo que ya no
se me cumplirá el deseo de irme a cama con una mujer que se lave las ingles con
el agua de las verduras. En el puerperio de mi rostro cansado se drena un
cadáver sin papeles. Tengo el desalentador aspecto bactericida de alguien que
viniese de arreglar la cabeza en el peluquero del Holocausto. A veces de
madrugada tomo notas en "Corzo" y luego me parece haber hecho un enorme
esfuerzo, como si para aquel pequeño apunte hubiese mojado la pluma en un
tintero con lepra. Creo que me produce bostezos cerrar la boca. El día menos
pensado encontraré en el jarabe de la orina la piel del paladar. A tía Pepita un
cáncer de colon le perforó el útero y no dije nada por no ofender y para no
escandalizar, pero te juro, muchacho, que se me pasó por la cabeza que la
flemática petanca de aquel muñón oncológico fueron sus únicas relaciones
sexuales. ¡Dios Santo!, en su agonía, a tía Pepita le olía la boca como un
escape de grisú. Antes de sucumbir a la muerte, la pobre hizo de vientre una
manada de lodo y hurones. Y recordé mi infancia en Cambados, cuando tía Pepita
era un mausoleo de cretona en el tebeo de aquel paisaje en el que guiñaban sus
remos las traineras y hacia Barrantes cabían las peras en la uvas y los
albañiles deletreaban la taranta del tiempo con la relojería lenta de sus
badales. Luego pasó a mis espaldas la vida, muchacho, y ahora tengo la sensación
de haberme malogrado adivinando la marroquinería de las estrellas reflejadas en
la mirada cicatrizada de un muerto.

Quintiliano
07-jul.-2010, 22:32
Cuando caían a domingo los lunes, José Luis Alvite.


Seguramente era amor aquella sensación de que tus labios no daban abasto en
los suyos y el placer inefable de compartir como un manjar la sangre del cepillo
de dientes. Os parecía muy lejos el tiempo de la decepción. Todo aparentaba
fresco y la mitad de las cosas buenas estaban aún por venir. Un tipo me dijo que
estaba tan enamorado que, para no perder un instante de vista a su chica,
aprendió a estornudar con los ojos abiertos. "Cuando eres feliz, muchacho,
incluso caen a domingo los lunes", le escuché en una ocasión. Todo era tan
agradable entonces, cuando nos amábamos, encanto, que incluso los muertos
parecían pensativas criaturas propensas a vivir. El amor era algo inesperado y
sorprendente, tranquilizador y misterioso, como encontrar un rastro de rocío
cavando el pecho de un cadáver quemado. Estabais lejos de pensar que llegaría el
día terrible en el que con el silencio os engordaría la lengua. Os corría prisa
la calma del amor, muchacho, y vivíais todo de la manera tan apurada como
vivirían dos personas que se hubiesen enamorado entre las llamas en una escalera
de incendios. "¿Sabes, nena, que a mi mano con las caricias se le contagió la
letra de la tuya?". Un día le juraste llevarla a disfrutar la literaria tristeza
de Venecia, "esa ciudad en la que los jardineros podan juntas la bruma y las
palomas". Se lo dije de madrugada a Marta en "Corzo": "Me gustan esas baladas
que te enfrían los pies al bailar". Ella no dijo nada. Le hizo sitio a su cara
en mi mejilla y dejé que se maltease en su melena la trigueña luz de las
tulipas. No ocurrió nada que nos levantase los pies del suelo, pero recordé lo
que años atrás me había dicho una mujer: "No sabría decirte lo que siento, pero
creo que me invade esa extraña sensación de narcótica belleza y de peligro que
imaginas que te invadiría si sorbieses por la cuchara del consomé el escabroso
vino de los obreros". Fue hace años, ya te digo, una madrugada en "Corzo",
olvidando la vida al tacto entre la tullería del baile. No creo que aquello
fuese exactamente amor. No lo recuerdo así al menos. Creo que fue algo a la vez
feliz y desagradable, como ir de viaje al paraíso a rebufo del coche fúnebre. Ya
se sabe cómo son las cosas durante la jodida madrugada. Supones que se trata de
amor y en realidad sólo habéis alcanzado ese instante de falsa y lacónica
felicidad que sobreviene por regar con ginebra las flores.



No sabría decir cual fue la última vez que creí sentir la confusa sensación
del amor. A veces bailo una de esas baladas con las que enfriar los pies, pero
ya no siento lo que sentía. El caso es que se te va echando la muerte encima y
ya casi ni recuerdas los días lejanos, cuando todavía estaban en obras el aire
de las palomas y el cuerpo de las niñas...

Quintiliano
09-jul.-2010, 13:44
Una noche en la cama de Mark Spitz, José Luis Alvite


Estábamos algo pasados de copas pero controlábamos el cuerpo y las emociones.
Me llevó a su casa. Vivía en un apartamento pequeño en el que había que cerrar
el armario para abrir la nevera. Me ofreció su cama y se ausentó al baño.
Durante largos minutos escuché el agua de la ducha. Para hacer tiempo, encendí
el televisor. En la primera cadena salían mezcladas "La 2" y la conversación de
tres radioaficionados. Conservé puestos la camisa y los calcetines. Y las gafas.
Prendí un cigarrillo. Seguía cayendo el agua de la ducha al otro lado del
tabique. Pensé que Mark Spitz había arrasado en la piscina de Munich con la
mitad del agua. Siempre doy con mujeres que se lavan mucho.Yo creo que no se
trata de higiene, sino de mala conciencia. No hace falta leer a Freud para
intuir estas cosas. Es una manía de los intelectuales, que tienen que leer las
cosas antes de hacerlas. Personalmente detesto que las mujeres se pasen tanto
rato en la ducha. La mala conciencia y el olor corporal son cosas que no
conviene suprimir. El jabón de tocador elimina las defensas y merma el
remordimiento. Además, el exceso de limpieza empobrece la vida sexual. No me
tiene aliciente que el pubis femenino resulte tan pulcro como un caniche con
ropa. El pubis habría que lavarlo con "avecrén".



Pasados diez minutos, cesó la ducha. Se abrió la puerta del dormitorio.
Apagué el quinto cigarrillo escupiendo en el cenicero. Apareció ella. Goteaba.
Se metió en cama con la prisa de quien se encuentra una "zodiac" durante un
naufragio. Se abrazó a mí cuerpo. Le pasé la mano por el pelo. Pesaba como la
maroma de la campana del "Titanic". Dudé si realmente me esperaba una loca noche
de carne y sudor pero no me cabía duda de que me exponía a un catarro. Con tanta
agua, en la cama de aquella mujer no habría desentonado un remo. "Me gusta mucho
la higiene, ¿sabes? Todas las noches me enjabono tres veces y me aclaro luego el
cuerpo con un interminable chorro de agua". Pensé que con su derroche en el
baño, podría no dar con el hombre adecuado, pero en el peor de los casos, se
colocaría sin problemas como hipopótamo en cualquier circo. Después me preguntó
qué pensaba de ella. Fui inevitablemente sincero: "Con tanta agua encima, nena,
creo que eres una mujer incombustible". Luego me pregunté si no sería una
perversión tener sexo con una robaliza.



No hubo nada. Se mantuvo todo el rato con las piernas cruzadas, aparentando
recelo. "No te conozco apenas. No sé que pensarás de mí..." Fue tan excitante
como echarle torrijas a los patos del estanque. Mantuve la camisa y los
calcetines pero creo que habría sido mas sensato llevarme el coche a la cama.

Quintiliano
10-jul.-2010, 12:31
Cuando el talento lo pone el espectador, Jóse Luis Alvite.



Del mismo modo que no existe la muerte sin cadáver, tampoco existe el arte
sin el espectador. La mujer mas hermosa queda reducida a un simple puñado de
bultos si se pasea en un auditorio de invidentes. Prueba a cerrar los ojos
mientras teclean en el televisor los pies de Fred Astaire y tendrás la sensación
de que hay alguien crucificando a un ciempiés en una plancha de nácar. El
chispazo surge cuando te ocurre como a Letizia Ortiz, que no fue consciente de
su papel histórico hasta que se encontró una corona entre la loza del desayuno.
El arte, como la radio, siempre necesita un receptor. Otra cosa es que la
pulsión artística no consiga conectar con su potencial espectador, en cuyo caso
lo que se produce es la frustración, la soledad y el desarraigo, que era lo que
angustiaba a Van Gogh, un tipo cuyos espectadores todavía no habían nacido
cuando se disparó de muerte en el pecho. Muchos artistas de ahora acomodaron su
labor creadora a la eficacia del marketing, con lo cual se limitan a satisfacer
la demanda de los espectadores en lugar de tentar su hallazgo o su heroica
captura. Eso explica que muchos escultores hayan renunciado al azar en beneficio
de la eficacia y se limiten a diseñar sillas y vajillas para las listas de
bodas. Aumenta día a día la nómina de pintores que trabajan sobre los planos de
las inmobiliarias para que sus cuadros maten el espacio muerto entre el
fregadero y la nevera. Hay marquesas que le ofrecen sus favores al pintor de
cámara a cambio de que en el retrato les suprima el bocio y esas manchitas en la
piel por cuya cartografía se cierne el redoble acolchado de los corceles tirando
con calmosa tenacidad de la carroza fúnebre.



Puede ocurrir que el artista fracase históricamente porque no encontró quien
reconociese su portentoso talento desplegado fuera de época o en circunstancias
adversas. Pero puede ocurrir también que el artista triunfe gracias al talento
del espectador para sobrevalorar su obra, que es lo que ocurre con muchos de
esos pintores cuyos cuadros sin duda mejoran con el embalaje. Hace años que
rehuyo los fastos de las galerías de arte, pero sé de artistas que ganarían
mucho si inaugurasen sus exposiciones coincidiendo con su clausura. Pero ocurre
también con muchos poetas, que una vez concebida su obra mediocre, todavía la
empobrecen al recitarla con ese pretenciosa mezcla de asfixia y declamación que
no sabes si se merece un aplauso o un balón de oxígeno. Corren tiempos muy
generosos para calificar el talento. Pero algún día nos daremos cuenta de que
nos tomaron el pelo. Y de que en algunas galerías de arte el único aliciente es
la chavala de la limpieza. Y comprenderemos que en muchos incendios sólo vale la
pena salvar las llamas.

Quintiliano
15-jul.-2010, 13:51
Balada de los pies con las manos pequeñas, José Luis Alvite


Lo sé. Me lo advirtió mi viejo amigo aquella madrugada que nos vino tan ancha
la noche: "Cuidado con perder de vista la realidad, amigo, porque si vuelas alto
demasiado tiempo, puede ocurrir que cuando quieras poner los pies, no encuentres
el suelo". Seguramente a su advertencia se debe que todavía muchas noches duerma
con un pie en la alfombra. Mi amigo era un tipo duro del que se decía que le
habían graduado la vista con una escopeta de caza. En el 70 se lió con una
bailarina de cabaré que se movía como polen en ala delta pero apenas ganaba
dinero. Mi amigo se lo dijo cuando rompieron: "¿Sabes, nena?, tus pies son
abanicos de seda pero no saben contar el dinero. No llegaste lejos, cielo,
porque tus pies tienen las manos muy pequeñas". La pobre acabó sus días
sorbiendo fulanos en un club de medio pelo en el que a las chavalas sólo les
exigían que la cintura les tapase los ojos. No sé quien me dijo que cuando
murió, su vientre era un caldero de escayola. Tenía apenas treinta y cinco años
y ni siquiera había conseguido caer todo lo alto que soñaba. Falleció en un
hospital asistida por dos enfermeras y un carpintero que se sentó en sus piernas
para que con el estertor de los dolores no muriese encartada. Aquella mañana de
invierno, el viento de la calle parecía capaz de devolver a los árboles las
hojas del suelo. Mi viejo amigo se mantuvo toda la agonía a su lado y luego me
reconoció que al producirse el óbito, estaba tan hecho a la jodida y contundente
realidad de las cosas, maldita sea, que sólo consiguió llorar al tercer intento.
"Quería expresar cómo me sentía y manifestarlo al menos con una mirada de
compasión o de nostalgia, ¿sabes, muchacho?, pero no pude porque se me habían
quedado sin saliva los ojos". Era un tipo duro y curado de espanto, es cierto,
pero sintió aquella muerte en lo mas profundo de su corazón de cecina. Lo sé
porque escuché en su respiración cansada ese tenaz murmullo inconfundible que
tantas veces me recuerda el mordisqueo de la carcoma dando cuenta de la impávida
entereza de un santo de madera. "Mirando su cadáver, muchacho, me invadió ese
terrible dolor indescriptible que es como si te abriesen un paraguas en la
uretra. No fuimos la pareja del año, claro que no lo fuimos, amigo mío, pero su
compañia todos aquellos años fue el único sitio por el que nunca me entró el
frío". Hay que poner los pies en el suelo antes de que el suelo levante el
vuelo. Me lo advirtió mi amigo aquella madrugada que nos vino tan ancha la
noche. Yo me había cebado en el pubis zurdo de una fulana que deletreaba en
sueños la Salve con la vagina. Y él me dijo: "Un día te preguntarás cómo pudo
ser que un hombre con tanto mundo se perdieses en un sitio tan pequeño"...

Quintiliano
18-jul.-2010, 22:03
Una carta, José Luis Alvite


Una mujer que conocí en el Savoy me escribió
esta carta. Querido Al: Creo que me equivoqué contigo. Rompí porque quería
seguridad y ahora comparto la vida con un tipo que fríe los huevos en
penicilina. Me siento como si me hubiese puesto un salvavidas para sudar
segura. Horace lo tiene todo previsto. Cuando salimos de viaje, conocemos de
antemano los pinchazos. –¿Por qué nos ocurren estas cosas, Al, cariño? ¿Por
qué dejamos de lado lo joven, lo impredecible, para meternos para siempre en
cama con un tipo cuyo pijama es un mueble? ¿Sabes, cielo? Horace le llama
sexo a leer a oscuras «Panorama desde el puente». En los diez útimos años
sólo prendió una vez las luces de la lámpara de la alcoba. ¡Qué cosas hacen
los ricos, Al! El muy hijo de perra encendió la lámpara sólo para contar las
bombillas.

Claro que también es cierto que he perdido mucho de mi viejo encanto. De
la fulana que fui sólo quedan la acidez y los sueños, cariño. Haría bien
Horace si me echase en cara que con la ropa que llevo a cama, a mi lado
Santa Claus es un nudista...

¡Cuanto te echo de menos! Recuerdo los buenos tiempos, cuando comprendí
que había conocido a unos de esos hombres con el que bailar en zig-zag. Cada
mañana echabas a cara o cruz tu peinado, Al, cariño; y salías a la calle con
los pies en las palmas de las manos.

De madrugada tu coche desabrochaba para mí las calles. Decían que no
tenías alma, pero yo sé que por las noches recordabas tu infancia y
guardabas el revólver en la bolsa del pan. Llevabas mala vida, chico, pero
te sonreía la suerte.

Incluso en las situaciones más adversas, eras capaz de ganarle una
apuesta a cualquiera jugándote la vida a cara o cruz... ¡con una canica!
¡Tiempos, Al! Tus besos eran comida... y Horace, en cambio... Horace es uno
de esos hombres que te besan de usted.

Quintiliano
23-jul.-2010, 23:14
Carmín con hielo, José Luis Alvite


Cuando llegué al Savoy, comer con la
boca llena era mi idea del mal. Fue la noche que me presentaron a
Ernie Loquasto. Nunca lo olvidaré. Me dijo el jefe: «Muchacho,
vienes a un mundo duro en el que Dios fracasaría como telonero del
ilusionista. En el Savoy sólo usamos la leche para limpiar la
sangre. Los muchachos podrían sobrevivir masticando sus propias
dentaduras. Al final de la jornada, el contable cuenta la
recaudación y las bajas. Hay tipos que vienen al Savoy únicamente
para recoger su cadáver y volver a casa. Ese tiroteo que escuchas en
la calle son los matones pasando a máquina el cadáver de algún
desdichado. Pero si cierras los ojos y miras dentro de ti, podrás
ver las estrellas reflejadas en el lavabo del retrete». Y añadió:
«Conocerás aquí a mujeres hermosas y tentadoras. Pero no te hagas
ilusiones, Al. Eso que en su rostro parece una mezcla de ternura y
flaqueza, a menudo no es amor, muchacho, sino un quiste en un
ovario».

Recuerdo que cené en la mesa del jefe con el columnista Chester
Newman, un tipo escéptico y quemado que para su tercera boda había
redactado las invitaciones en el catálogo de una funeraria. Fue él
quien me describió mi futuro en el Savoy: «Mañana serás diez años
mayor. Con el tiempo comprenderás que el cementerio es tu sitio en
la vida. Conocerás a Lorraine Webster. Te ilusionarás con ella y
verás Nairobi en el sudor de su espalda. Seréis felices algún
tiempo. Luego ella se despedirá de ti con una nota en el hielo del
martini. Y lo superarás. En el Savoy aprenderás que llega un momento
en el que a tu chica, del amor sólo le interesa el precio de las
flores». Fue hace muchos años. Yo era apenas un muchacho cuya letra
imitaba aún los cordones de sus zapatos. Ernie Loquasto me dijo que
en el Savoy había tipos que habían hecho dinero en la guerra de
Corea robando el plomo en el pecho de los fusilados. Al final de
aquella madrugada, me dijo Chester: «Muchacho, sobrevivirás en el
Savoy si aceptas que en el mejor de los casos, la limpieza es una
mancha de agua». Luego salí a la calle, bajo la lluvia. Y me crucé
con una fulana cuyas piernas aquella noche no cerraban temprano...
Recuerdo que sus manos eran besos con lengua. Y que aquella noche,
en la estenotipia de mi corazón por primera vez bebieron juntos el
cerdo y las palomas...

Quintiliano
13-ago.-2010, 16:41
Gafas de leer. José Luis Alvite.


Aunque alguien no lo crea, también esto me lo dijo de madrugada una fulana en un garito: “Te tengo cariño y me jode que pagues por acostarte conmigo. ¿Sabes?, las normas de la casa me impiden hacer excepciones y a todo el mundo le cobro religiosamente. Pero te digo que me sentiré mejor si al acabar en la alcoba pagas mi servicio dándome el dinero con la mano de escribir”. Pasada media hora bajé en su compañía las escaleras que nos devolvían a la barra del club, saqué un billete de cinco mil pesetas y escribí algo en su revés antes de meterlo doblado en su bolso: “Te entrego este dinero con mi mano de escribir y con la esperanza de que lo gastes con tu mano de leer”.

Volví al año siguiente por el mismo local pero aquella chica ya no trabaja allí y nadie supo informarme de su paradero. Tomé unas cuantas copas sin compañía mientras pensaba en mis cosas. Recordé lo del billete de cinco mil pesetas y me pregunté que diablos habría hecho ella con aquel dinero. Entonces se me acercó el barman y me entregó un sobre cerrado. Dentro había un billete de cinco mil pesetas acomodado en cuatro dobleces. En el reverso, mi letra de aquella noche un año antes. En la otra cara, la mala letra de una confesión que a mi me pareció sincera: “Acabas de dármelo y lo dejo en el club a tu nombre por si vuelves. No tengo derecho a cobrarte tanto por una frase agradable. La próxima vez que me veas por ahí, hazme llorar con otra frase y págame con un pañuelo doblado”.

¿Por qué me ocurren a mí estas cosas? Sinceramente, no lo sé. Supongo que alguien más tendrá una historia parecida a esta. A veces pienso que si me ocurren a mí estas cosas es porque siempre he mirado a las chicas del arroyo como si en la emoción de sus ojos, el llanto y el cansancio me recordasen la mirada decente y abstraída que tienen esas mujeres cuando al final de la jornada se enjuagan el pubis llevando puestas las gafas de leer.

Quintiliano
24-sep.-2010, 21:29
Flores robadas, José Luis Alvite.


Recorro por la noche en mi ordenador las calles virtuales mientras escucho en los cascos el saxo de Tom Scott con el que Bernard Herrmann ilustró la banda sonora de «Taxi driver», en un momento de la madrugada en el que hay miles de personas sentadas frente a sus pantallas con las manos acechando el teclado, un cigarrillo ardiendo con el humo en vilo y un labio mordido por el deseo de acertar con una frase que entierre un viejo dolor o despierte una emoción donde sólo medra el silencio. Una de esas noches de simple vagar por las fluorescentes y silenciosas calles de Facebook encontré a boleo la foto de una mujer de porte elegante, vestida con camiseta y pantalones informales, los brazos distendidos a lo largo de un cuerpo estilizado, gafas oscuras, un hombro desnudo y una sonrisa sin acabar en la que podría haber ocurrido cualquier cosa. Cerré los ojos, metí la mano en el tintero y saqué una frase que dejé gotear al pie de aquella foto: «Serías inolvidable aunque jamás te hubiese visto». Vino un cruce y cambié de calle. Me detuve al poco rato. Pensé que no estaría de más saber en qué manos había caído la flor que acababa de escribir. Desanduve el camino marcha atrás y eché un vistazo. La chica de la flor se llama Ana Soler, no muestra su edad y dice en su página que «el amor consta de cuatro palabras; dos vocales, dos consonantes…y dos idiotas». Parece que vive en Ciudad Real, un sitio en el que jamás estuve, uno de esos lugares en los que siempre tuve la sensación de haberme perdido algo verdaderamente grande por culpa de no equivocarme a tiempo de carretera camino de cualquier lugar en el que prospere el cementerio. Probablemente haya muchas chicas como Ana Soler en las dobleces de la geografía, pero fue a ella a quien vi y ayer regresé adrede a su foto y la esperé agazapado hasta que saltó su lucecita verde en el chat, salí de entre la maleza virtual y me atreví a saludarla. Ella colgó de regalo en mi muro una canción de Andrés Calamaro y yo le pagué con «Closest Thing To Crazy», interpretada en la punta del aliento por la deliciosa Katie Melua. Y le dije: «En una ocasión en la que andaba tieso de dinero, a la chica que me gustaba le regalé hace muchos años las flores que acababa de robar en la tumba de su padre». Y le expliqué que la canción y la voz de Katie eran ayer las únicas flores que tenía a mano para agradecerle su amistad. Ella gratificó el gesto colgando mi dedicatoria en su muro y yo cambié de calle en la pantalla y volví a mis ocupaciones. Ahora acabaré mi columna y miraré con emoción en Facebook, aunque sólo sea por si todavía queda alguna mujer a la que no le importe recibir de mis manos las flores que haya robado a hurtadillas en mi propia tumba.

la lore
25-sep.-2010, 23:44
Serías inolvidable aunque jamás te hubiese visto

:)........

Madovi
27-sep.-2010, 10:44
Se llamaba Jose Luis Alvite.Era periodista de " El Correo Gallego".Siempre me trataba con respeto y me llamaba " Mi Juez". Lo vi en apuros, en mi despacho, y le traté bien.Me pregunto: ¿seria el padre del Jose Luis Alvite autor de los textos que transcribes?.-Muchas gracias.

gabagaba
27-sep.-2010, 17:36
Sr. Madovi

Jose Luis Alvite es un escritor y periodista gallego de unos 60 años. Ha escrito en el desaparecido Diario 16. Tambien en el diario "La Razon" y en algun diario gallego.

Si no han transcurrido excesivos años desde que conocio a Jose Luis Alvite en su despacho, y segun los años que él tuviere entonces, pudiera ser el mismo y no su padre.

saludos cordiales

Quintiliano
28-sep.-2010, 08:56
After hours, José Luis Alvite.


Soy aficionado al cine desde niño y tengo más de dos mil títulos en casa. He acumulado material pensando en que un día dedicaría cuatro o cinco horas de cada jornada a ver películas. Hasta que hace unos meses me he dado cuenta de que por mi edad pudiese ser que muera mañana, o la semana que viene, de modo que nada de lo que haga ahora, incluido el visionado de mis películas, tendré mucho tiempo para conmemorarlo. Recuerdo con emoción cosas que me ocurrieron hace cuarenta o cincuenta años, pero sé que dentro de otros cuarenta o cincuenta va a ser difícil que mi cadáver tenga tanta memoria. Se me pasó hace unos meses por la cabeza hacer el Camino de Santiago desde Roncesvalles. Pensé luego que el recorrido sería demasiado largo y estimé la posibilidad de empezar a caminar en Villafranca del Bierzo, tal vez en el alto de Piedrafita, aunque luego se me metió en la cabeza que tal vez tanta fatiga me costase la vida y decidí que lo mejor para tener éxito en semejante empresa sería echar a andar en la Plaza do Obradoiro. Ya sé que conviene tener entusiasmo porque es ahí donde radica buena parte de las posibilidades reales de envejecer con serenidad y con relativa salud, pero, sinceramente, no estoy por la labor, no porque haya desistido de vivir, sino porque a mí sólo se me da bien entusiasmarme con el desánimo. En mis días de marinero en la Armada, un sargento comentó medio en broma que en cualquier supuesto táctico de enfrentamiento armado nuestro bando tendría serias posibilidades de vencer sólo en el caso de que en un heroico gesto de sentido común yo me pasase al enemigo. Aunque desde niño siempre había querido vestir el uniforme de la Marina, mis dieciocho meses en filas no fueron un derroche de entusiasmo. Ya entonces pensaba que mis días de vida estaban contados y que si quería aprovechar el tiempo lo mejor sería empezar la cena por el postre. Ni siquiera creía en la posibilidad de envejecer con más garantías si no cometía la estupidez de correr riesgos. Lo pensé pero fue un pasajero acto de fe. Enseguida comprendí que los riesgos se tienen aunque se trate de evitarlos y que en realidad incluso a un reloj parado se le amontona sin remedio el tiempo.
Definitivamente no haré el Camino de Santiago ni me sentaré a ver todas esas películas pendientes. Prefiero asomarme a la ventana y mirar cómo ocurren en la calle el sol y la lluvia, las flores y los niños, y lo haré sin entusiasmo pero también sin amargura, persuadido, maldita sea, de que si me cayese al vacío, el menos no me daría tiempo a aburrirme en el aire. Ya no espero hacer grandes cosas en la vida, de modo que podré recordarlas como si se hubiese tratado del último intento de encender una vela debajo del agua.

Quintiliano
29-sep.-2010, 06:42
Paracaidista póstumo, José Luis Alvite


A los dieciséis años medía un metro ochenta y estaba tan delgado que en verano me ponía bufanda para salir en las fotos. Fui un estudiante discreto y vergonzoso que evitaba a toda costa destacar. Fui también un idealista. Pesaba 60 quilos y cuando con esa estatura se pesa sesenta quilos, sólo se puede ser un enfermo del pecho, un cautivo o un idealista. Como todos los jóvenes de mi generación, estuve en las manifestaciones contra el franquismo, aunque he de reconocer que mi mayor contribución contra el Régimen fue no estorbar a la Policía en las cargas. En los piquetes que se organizaban en el instituto me asignaron siempre tareas de retaguardia, de modo que hacía bulto en la cola de la pelea hasta que perdía contacto, me encontraba solo y me sentaba en cualquier café a recuperar el resuello. Tuve entonces la extraña y horrible sensación de no haber estado a la altura de las circunstancias. ¿Sería falta de coraje? ¿Carecería acaso de conciencia generacional? Pensé que mi extrema delgadez de apátrida era la causa de mi desarraigo y de aquella existencia póstuma. También pensé que mi carácter indeciso era la consecuencia de llevar gafas desde los nueve años y me tranquilizó no haber participado con los aliados en la II Guerra Mundial. Estaba seguro de que si fuese paracaidista, en un lanzamiento sobre Francia yo saltaría tarde del avión y caería con toda seguridad en Berlín. Creo que es a mi temprano astigmatismo a lo que le debo la desgracia de muchas decisiones equivocadas y de otras en las que habría acertado en el caso de que al menos las hubiese tomado. A veces pienso que mi vida habría sido distinta de haber cambiado a tiempo de oculista. Incluso podría haber seguido mi vocación de pintor y no habría necesitado que mi madre me hiciese por la noche los dibujos del instituto. Me habría ahorrado el íntimo bochorno de que el catedrático de la asignatura parase al final del curso a mi padre en la calle y le dijese: «Enhorabuena, Alvite; su esposa ha aprobado dibujo». La verdad es que siempre me faltó constancia. Me declaré a mi novia el 5 de marzo y la besé por primera vez el 8 de abril. Voy con tanto retraso que a veces pienso que me moriré por las heridas recibidas en el transcurso de la autopsia.

gabagaba
30-sep.-2010, 01:04
Plas, plas, plas aplausos para Alvite.

Quintiliano
15-oct.-2010, 01:06
Blues de la cárcel (I), José Luis Alvite.


Querido Al: Veinte años de prisión dan mucho que pensar. Al cabo de todo ese tiempo a este lado de las rejas, comprendí lo acertado que estaba Herbbie Miller cuando nos escribió al Savoy y aquella madrugada le dimos vueltas en la cabeza a la frase con la que empezaba su carta: «A las diez de la mañana es media tarde en Alcatraz». En Lonesville las cosas no son mejores. La comida pudre los platos y lo único que las ratas aprovechan de la basura son las bolsas. Los primeros meses me los pasé rezando. Luego desistí. Un tipo me dijo que era inútil. Veinte años en estas celdas te enseñan que la resignación es la distancia más corta entre el aplomo y la muerte. Y que si te tientan las oraciones has de saber que rezar pudre los dientes. Me lo había advertido Herbbie en aquella carta: «Muchacho, en la calle siempre es dos horas más temprano. Aquí te acostumbras a no correr más de quince metros en línea recta. La noche que mataron al negro que nos apretaba contra las paredes, el jaleo fue tan grande, maldita sea, que por la mañana los guardias tuvieron que raspar del techo las huellas de sus pies. El único que se sobrecogió con aquello fue Billie, un muchacho de apenas 17 años quo lleva unas semanas aquí. Se encogió en un rincón de su celda. Por las noches aullaba el nombre de su madre. Entonces le llamé a un lado y le dije: «Chico, métete esto en la cabeza: Aquí la única madre que te puedes permitir es un tipo como yo, gente ahormada al horror de la cárcel, tipos sin esperanza que necesitarían apoyo psicológico para romper a llorar. Si miras fijamente a los presidiarios que pasean ensimismados por el patio, entenderás que aquí te educan para que seas capaz de almidonar las palomas. Cuando llevas aquí los años que llevo yo, aceptas que tu objetivo en la vida es que te haga una mamada tu rata de confianza mientras bosteza. Sé que duele, muchacho, pero tienes que aceptarlo. Tienes que aceptar que en un sitio así incluso a los niños les salen dientes en el culo. Respira fuerte mientras puedas, chico. Treinta años aquí te dejarán en los pulmones el aire justo para hincharle las ruedas al coche fúnebre».



Blues de la cárcel (y II), José Luis Alvite.


No se necesita ser muy listo para entender que la cárcel no es algo que esté de oferta en las agencias de viajes. Un sitio así te endurece hasta límites que ni podías sospechar. En el penal de Lonesville ya no queda un solo tipo inocente. El candor es lo primero que se pierde al entrar allí. Un día me dijo Jesse Miller que el capellán de la cárcel de Lonesville abría las conservas con el crucifijo. El prolongado aislamiento le cambió la actitud sexual a machos reclusos. Un tipo que estuvo allí me dijo que en el penal de Lonesville un grupo de reos atacó como una jauría a otro interno. Le dieron una paliza de muerte. Pero eso fue lo de menos. El pobre infeliz reconoció que durante el contacto masivo con aquellos lobos, sintió un terrible dolor y pese a todo, reconoció haber tenido una erección. En sitios como Lonesville, una paliza se considera promiscuidad.
Decía Jesse que nos sorprenderíamos de los sueños de algunos reclusos. Un tipo que llevaba 25 años internado en Lonesville, le confesó que estaba resignado a su suerte y que había aprendido a renunciar a la libertad. Sólo le movía la curiosidad de saber cómo sería la cárcel por fuera. Aquel tipo se llamaba Charlie Maggio y tuvo una infancia muy desgraciada. Lo único agradable en casa de los Maggio eran unas cuantas pinturas. Pero su padre rompía todo cada vez que volvía por casa; así que para ahorrar trabajo, la madre de Charlie decidió colgar los cuadros en el suelo. En su última carta recibida en el Savoy, me decía Jesse: «Un grupo de intelectuales reclamó del gobernador una actitud más humanitaria respecto de la pena de muerte. El gobernador cedió a regañadientes. Desde hace un par de años, en el penal de Lonesille hay una estantería con libros en la cámara de gas»
Jesse Miller fue ejecutado en Lonesville en el 94. Le metieron tanto gas en el cuerpo, que sus hijos tuvieron que purgar el cadáver como un radiador antes de velarlo en una funeraria que compartía la puerta con una hamburguesería.

Quintiliano
16-oct.-2010, 15:18
Pájaro estrangulado, José Luis Alvite.



Me dijo de madrugada un tipo al que conocí de paso entre dos condenas: «La primera vez que estuve en prisión me juré a mí mismo que en lo sucesivo haría lo que fuese para no perder de nuevo mi libertad. Volví a equivocarme tres o cuatro veces y otras tantas volví a la cárcel. En el momento en el que llevaba acumulados ocho años de privación de libertad comprendí que el único sitio en el que estaba a salvo de la incertidumbre y de las injusticias era la cárcel.
Lo cierto es que cada vez que me liberan siento que me están condenando al horrible castigo de la libertad». En la boca de otro hombre, algo así habría sonado fingido, pretencioso, pero aquel tipo decía la verdad y me consta que hacía cuanto podía por ingresar cada poco en prisión. La cárcel era para él un seguro de vida, un lugar en el que ni la comida ni el alojamiento eran inciertos, nada parecido a su realidad de la calle y a las azarosas circunstancias en la que solía sobrevivir. No se entiende muy bien que la dignidad la consigan algunos hombres sólo gracias a la irónica suerte de ser privados de ella. ¿Cómo puede ser que para conseguir gratis alojamiento y comida un tipo tenga que buscarla a tiros en la calle?

Se preguntaba aquel tipo ¿cómo podría entenderse que un hombre deba renunciar a la libertad para tener el agradable placer de sentir su nostalgia? ¿Alguien puede comprender que el pájaro que había sido puesto en libertad perezca estrangulado entre los barrotes de la jaula a la que intenta volver? Como me dijo aquel criminal, «muchas de las cosas que la libertad te niega, te las garantiza sin duda el presidio, así que cuando llevas una buena temporada privado de tu libertad, sufres ante el peligro cierto de recuperarla» .
Mi querido «Alejo», que era un aguerrido e ilustrado delincuente, me dijo en una ocasión hace ya bastantes años: «Cuando conoces los rigores de la cárcel, te das cuenta de lo importante que es la libertad, sólo que eso deja de ser así a medida que reincides. Una vez que has sido emocionalmente destruido por la vida en prisión, se crea en ti una cierta dependencia doméstica respecto de los valores de la cárcel, de modo que no puedes recobrar la libertad sin sentir al mismo tiempo el horrible peso de la incertidumbre que acarrea. La vida en libertad es tan dura, que llega un momento en el que te das perfecta cuenta de que no hay peor castigo para ti que el día de tu liberación. A veces me quedo mirando al abrumado funcionario de prisiones, lo comparo conmigo y me pregunto qué culpa tiene él de no haber cometido jamás un crimen».

Quintiliano
17-oct.-2010, 12:57
Un gripazo en la sien, José Luis Alvite


Estos días, a vueltas con la depresión, recordé lo que le escuché de madrugada en el Savoy a un tipo que odiaba juntos el aburrimiento y la muerte. Dijo que quería quitarse la vida y que estuvo a punto de hacerlo en varias ocasiones, la última, saltando a la calle desde lo alto de un edificio de sesenta pisos. Una vez asomado a la azotea, se lo pensó un rato. Después de darle vueltas en la cabeza al fatal asunto, se confesó con el sujeto que le acompañaba: «Créeme, muchacho: saltaría al vacío si tuviese la certeza de no aburrirme en el aire». El caso es que se fumó un cigarrillo y optó por suicidarse bajando en el ascensor. Con el paso de los años, aquel tipo narró su terrible experiencia en un libro que escribió a los ochenta años de edad. La vida le había marcado el rostro con numerosas adversidades y aparentaba llevar meses muerto. Pero sobrevivió a su libro, cuyo título no dejaba lugar a dudas sobre su actitud ante la vida: «Mi secreto para conservarme tan viejo». En uno de los párrafos puede leerse: «Al cabo de muchas madrugadas reflexionando sobre el suicidio, he llegado a la conclusión de que únicamente si estás vivo, puedes disfrutar con la idea de la muerte». También recordé estos días a Percy Storano, un tipo aburrido de su vida matrimonial al lado de una fulana que no le concedía el divorcio. Una madrugada en el Savoy un matón le hizo una oferta. Le cobraría mil «pavos» por asesinar a su esposa. Percy tuvo un instante de remordimiento y se opuso. Pero el asesino no estaba dispuesto a perder su oportunidad de amasar algún dinero, así que le cobró dos mil «pavos» por dejarla viva.

Será mejor que siga escribiendo columnas para mis lectores. La muerte tiene mucho tiempo libre y puede esperar. Conviene resignarse a la vulgaridad de la muerte natural, sin dejarse arrastrar por la joyería fácil de un balazo en la sien. Podría ocurrirte lo que a aquel tipo al que un forense con poco oficio le diagnosticó «muerte causada por un proceso gripal avanzado con un disparo en la cabeza». (A Paloma Pedrero, cuyo aliento me sirvió de ropa).

Quintiliano
19-oct.-2010, 00:03
Pensamientos, José Luis Alvite



–Las reuniones familiares miden con terrible precisión el paso del tiempo. Por eso sabes que la muerte es lo que te queda una vez que has llegado por Navidad a la cabecera de la mesa.
–Por culpa de una dieta mal elegida, los pobres suelen engordar; con la misma dieta, los ricos adquieren empaque.
–Los dueños de los bares que frecuento dicen que me aprecian por mi personalidad, pero yo creo que si fuesen sinceros reconocerían que si me tratan tan bien es porque represento el veinte por ciento de su recaudación.
–¿Por qué será que los hombres tenemos con frecuencia la extraña sensación de que las mujeres sólo son sinceras cuando nos mienten?
–Soy autodidacta. Todo lo que desconozco, lo desconozco por mí mismo.
–Es una desgracia no poder hacerse famoso por pasar inadvertido.
–El problema de la superpoblación del mundo es que llegará el momento en el que no habrá comida para tantas bocas, ni tierra para tantos muertos.
–Fumar todo el santo día conduce sin remedio a la posibilidad de morirte en cualquier momento. Yo he decidido fumar sólo por la tarde para no morirme por la mañana.
–¿Por qué a los pocos años de casado descubres que la que suponías tu media naranja en realidad sólo es medio limón?
–Las mujeres creyentes desistirían de rellenarse el pecho si cayesen en la cuenta de que la silicona no resucita.
–¿Por qué en los restaurantes de la nueva cocina no tienen el sofisticado detalle de presentarte la factura de la cena en crema de papel?
–Los tipos muy metódicos hacen una lista con las cosas que tienen que olvidar.
–Como se están poniendo las cosas, dentro de poco lo más femenino de cualquier mujer casada será su marido.
– Tiene que resultar terrible enfrentarse a ese momento en el que una mujer comprende que de su vejez ya no es culpable el fotógrafo.
–En medio de tanta vulgaridad hay que ser muy idiota para atreverse a decir algo inteligente.
–El rencor es la tenacidad de la memoria.
–Se puede ser feliz con poca cosa, pero sólo por poco tiempo.
–Lo malo de envejecer es que ni siquiera te queda la esperanza de llegar a viejo.
–Muchas personas serían más agradables si dijesen algo en vez de hablar tanto.

Quintiliano
21-oct.-2010, 23:45
La chica de la lluvia, José Luis Alvite


Hay personas que lamentan haber nacido en un tiempo histórico equivocado y no se adaptan a la realidad en la que existen. Una amiga mía sufre por vivir en un clima que considera ajeno a su personalidad. La suya tendría que ser una vida al norte del paralelo geográfico en el que le tocó vivir y despertar cada mañana en la blanda isobara de Berlín A mi querida María Luisa Rogado le entra cada día nostalgia de la lluvia, la añoranza de ese otro mundo septentrional en el que a veces el cielo está tan bajo que es como si anocheciese al amanecer. Estos días he hablado con ella sobre ese orbe emocional en el que anida el musgo en el fuego e incluso corre empañada el agua mímica de los ríos.


Me dijo anoche, «¿Sabes, Alvite?, cada día se me hace más insoportable vivir a las afueras de la lluvia». Esa tentación de la lluvia es sorprendente en el promedio del alma femenina. A María Luisa le gusta escuchar los nudillos de la lluvia repicando en su gabardina y sentarse en la mesita del café para mirar desde su ventana el cinematográfico espectáculo de las calles naufragadas, la coreografía de los paraguas de colores y ese taxi amarillo de Nueva York que nadie entiende como ha podido plantarse bajo la lluvia en las fluviales calles de Compostela. A mi me gusta hablar con María Luisa Rogado porque hace que me sienta como si me abrigase el frío. Yo he avivado su nostalgia del norte diciéndole que en Galicia con la lluvia a veces incluso es verde el fuego y que en ese ambiente tan recogido y entrañable podría uno, si quisiese, convertir cualquier paraguas en su hogar.


¿Sabes, amiga?, en la playa de A Lanzada son como solapas mojadas las alas de las gaviotas y en el estuario amniótico del Umia desova en noviembre la hembra de la lluvia. Lo verías si estuvieses aquí. Arrimaríamos el coche al arcén de cualquier carretera secundaria, bajaríamos la ventanilla y cada vez que amainase la expectación en nuestro aliento escucharíamos entre los abedules la lenta yeguada del agua vadeando en cuclillas el río. Y la llevaría luego al filo de marzo a que viese en el mar de Arousa las velas de las dornas esquilando en silencio la bruma mientras depila la piel de la marea una espuma de cormoranes. Son cosas de la lluvia, María Luisa, ya sabes, como sucede en esos países europeos en los que las mujeres tienen una belleza limpia, casi sin facciones, acaso ateridas de septentrional y delicado estupor, como si se hubiesen escaldado el rostro con el agua de enfriar las flores del salón.

gabagaba
02-nov.-2010, 16:20
Plas, plas, plas, plas, mas aplausos para Alvite. Paisano de una amiga mia.

Quintiliano
09-nov.-2010, 01:58
Días de sol y banderas, José Luis Alvite


Nunca creí en el patriotismo como algo que se puede fomentar inculcándolo como una asignatura. Es difícil persuadir a alguien de que sienta una emoción que no responde a una necesidad previa, igual que no se puede extender un aroma sin la brisa que lo propague. A diferencia de lo que ocurre con el sexo, no existe una fisiología del patriotismo, aunque en España estemos históricamente acostumbrados a una visión visceral de los símbolos que tendrían que identificarnos ante el mundo. Resulta sorprendente que seamos tan rebeldes para respetar la paz que nos une y tan disciplinados para luchar luego por reponerla. ¿Por qué diablos seremos tan unidos para odiarnos? Como es lo que mejor conozco, puedo contar que los gallegos somos muy díscolos cuando se trata de dirimir las lindes de un terreno y hay quien mataría por defender la sombra de un árbol que plantó su abuelo, pero es raro que alguien discuta el respeto al cadáver de su peor enemigo o la ampliación del cementerio. Es en el momento del fracaso donde por lo general damos lo mejor de nosotros mismos. Por eso con motivo del fracaso general de nuestra economía, tutelados por políticos que malamente saben callar y en medio de una crisis que amenaza con devolvernos con el hambre a la boca los huesos que enterraron nuestros perros y las hirientes espinas del pescado, volvemos los ojos hacia Suráfrica y pensamos que nuestra redención como país depende de lo que hagan los muchachos de la selección española de fútbol. Si históricamente nuestros hundimientos como pueblo se redimían con una brillante generación literaria, ahora todo va a depender de que lo que esos muchachos hagan con una pelota. Es por ellos por quienes asoman estos días las banderas en balcones y ventanas en los que jamás antes estuvieron. Es a ellos a quienes se debe el renacimiento tardío y puntual de un patriotismo que en otros tiempos habría necesitado de una guerra para cuajar. ¿Sentiríamos ese patriotismo sin la previa necesidad de tener a mano algo que nos una frente a las calamidades que nos afligen? Es obvio que el suscitado por el fútbol es un patriotismo circunstancial y pasajero, pero eso es mucho en un país en el que, por desgracia, demasiadas veces hemos resuelto con ríos de sangre las jodidas diferencias que tendríamos que haber arreglado con ese patriotismo elemental y pasajero que prefiere llenar los estadios en vez de ampliar los cementerios. La buena noticia es que corren días de sol y banderas en un país en el que el patriotismo ha estado siempre peor visto que cualquier enfermedad venérea.

Quintiliano
09-nov.-2010, 23:34
Alma con uñas, José Luis Alvite.


Cuando uno tiene dieciséis años, la de morir le parece una idea descabellada; sesenta años después, le resulta una idea inevitable. El caso es que hay momentos de la vida en los que ni la muerte es una obsesión ni un motivo de pánico. Como estoy más cerca de la tumba que de la cuna, con cierta frecuencia me pregunto cuál será mi actitud llegado el momento de despedirme de la vida. Si fuese creyente, la aceptaría con resignación cristiana, con la presencia de ánimo de alguien que sabe que la muerte es sólo un trámite camino de la resurrección, una especie de apagón momentáneo mientras al otro lado del telón Dios cambia los decorados para el siguiente acto. ¿Realmente existe el alma? A mí me gustaría que fuese cierto, que es algo que está ahí y que puedes contar con ello, como un aro de corcho con el que te mantienes a flote hasta que pasa el guardacostas a recogerte. De niño me dijeron que todos teníamos un ángel de la guarda que velaba por nosotros. Al hacerme mayor sufrí algunos problemas y pensé que si fuese cierto lo del ángel de la guarda, lo más probable sería que cuando me zurraron en aquel club de carretera mi ángel de la guarda estuviese de mirón en el tocador de señoras. Pensé entonces que aquel tipo podía haberme quitado la vida y que allí se acabaría todo porque, como no era creyente, no vería ese otro amanecer indoloro e ingrávido en el que se despiertan de la muerte los hombres de fe. Aunque sea por conveniencia, uno vuelve sus ojos hacia Dios cuando presiente la muerte. Yo nunca estuve seguro de su existencia, pero sabía que era un recurso de urgencia, un paliativo, algo de lo que echar mano mientras barruntas la muerte y tarda tanto la ambulancia. Esa desoladora angustia del agnóstico hace que uno recapacite sobre su lugar en el mundo y se plantee la posibilidad de imbuirse de una fe interesada, un fervor táctico, el mínimo entusiasmo teológico que un hombre necesita para convencerse de que el alma existe aunque no sea tangible ni se vea, aunque sólo sea por la misma razón por la que el agua es transparente a pesar de contener tantas cosas como dice la etiqueta del envase. Ya sé que la fe no es algo que uno pueda improvisar a su antojo. Si no consigo poseerla, me espera una muerte sin esperanza, sin posteridad, sin resurrección. A lo mejor resulta que por su esencia tan elemental, la fe en Dios es más fácil destruirla con la inteligencia que con el hambre. Hay algo como de higiene en la fe. Por eso la noche que me zurraron en el club de carretera pensé que lo peor no sería que Dios viese las manchas de mi alma, sino que se fijase en las uñas de mis pies.

Quintiliano
11-nov.-2010, 23:43
Dentadura postiza, José Luis Alvite



Aunque hay personas que se distraen si se les habla durante el acto sexual, por lo general el diálogo es un factor estimulante que a veces incluso contribuye a paliar las posibles deficiencias técnicas. A veces el placer del sexo aumenta considerablemente si al mismo tiempo que lo haces, también lo escuchas. El problema surge cuando interviene el pudor y uno se retrae de llamarle a las cosas por su nombre. Hombres y mujeres que vencen su resistencia al empleo de recursos que antes les producían repulsión, al final se encuentran con que son capaces de hacer con la boca cosas que, sin embargo, no se atreven a pronunciar. Su conciencia le permite cosas que les repudia la fonética. Por muy agradables que les resulten, y aunque practiquen las técnicas que conducen a ellos, hay placeres que muchas personas consideran impronunciables. Una veterana prostituta me contó de madrugada en un garito que a muchos de sus clientes lo que más les excitaba era lo desatada que ella tenía la lengua para llamarle a las cosas por su nombre. «Aquí todo el mundo sabe que el pene es lo que los hombres llevan al urólogo. Pero también saben que lo que les arrastra hasta nosotras no se llama exactamente así». Una vieja amiga mía que lleva años separada de su segundo marido me contó de madrugada en El Corzo que en parte sus fracasos matrimoniales se habían debido a una insalvable falta de naturalidad expresiva durante los encuentros sexuales en pareja. «Yo no podía aceptar que lo que el me hacía con la boca no se pronunciase sólo en latín y a él se le hacía cuesta arriba entender que lo que yo le hacía a él con la mía fuese algo más grosero que la postura de tocar el oboe», me comentó al explicarme lo ocurrido con su segundo marido, un veterano músico de conservatorio. ¿Problemas de conciencia?¿Simple asco?¿Dificultades estomacales para traducir el placer a explícitos y repulsivos términos vulgares? Estas cosas nunca tienen una sola respuesta. Sin embargo, yo creo que iba bien encaminada la fulana del burdel la noche que me dijo: «Yo sentía asco en este oficio hasta que conseguí poner mi conciencia al servicio de mis intereses. Joder, cielo, a veces los matrimonios salen mal por culpa de que les produce pudor pronunciar algo que sin embargo no les da asco comer. ¡Demonios!, si hiciesen con la boca lo que hice yo con la conciencia, pronunciarían con claridad lo que hacen y dormirían tan tranquilos como si del atrevimiento de pronunciar la mayor grosería la culpa la tuviese la dentadura postiza».

Quintiliano
14-nov.-2010, 03:40
Toros con orgasmo, José Luis Alvite


Todos los argumentos que se utilizan para condenar las corridas de toros son razonables, contundentes, incluso parece que sean irrebatibles. Por supuesto, también lo son los argumentos que aducen quienes defienden la lidia. Todo es relativo. El placer que encuentra el gourmet al sentarse en una mesa bien surtida no es en absoluto mayor que el que siente en la desnudez de su celda el monje enfrentado a la abnegada penitencia de su ayuno. La inteligencia convierte en razonables muchas conductas que la conciencia encuentra en principio inadmisibles. Muchos de quienes abominaron del nazismo al consumarse la derrota del III Reich fueron sus devotos seguidores cuando el Hitler criminal no había sustituido en su admiración al Hitler lúcido, sabio y redentor cuyos crímenes al principio prefirieron ignorar. Fue el descomunal tamaño de sus crímenes lo que le descubrió al mundo la abominable perfidia de aquel régimen exterminador y racista. ¿Prohibiríamos las corridas de toros si las reses fuesen del tamaño de las truchas y su sangre pasase inadvertida? ¿Tiene algo que ver la conciencia con el tamaño de aquello que tendría que repudiar? De niño despojaba de sus alas a docenas de moscas y las organizaba luego sobre el suelo como una ganadería sin que nada de aquello me impidiese dormir. Estoy seguro de que habría sido incapaz de conciliar el sueño si en vez de las alas a las moscas, le hubiese arrancado las suyas a cincuenta pollos vivos. Es el tamaño del bulto lo que despierta la conciencia, igual que en un callejón sin salida lo que inspira temor de un hombre no es su mirada, sino su corpulencia. Pues ése es el problema de los toros: que son corpulentos y dan mucho en la vista, no como las truchas, que agonizan enganchadas por la boca en un anzuelo sin que nadie se compadezca de ese dolor ni proteste por ello. Alguien podría alegar que en nombre de la conciencia pública lo mejor sería pescar las truchas con un procedimiento indoloro, no sé, tal vez instándolas desde la orilla con un megáfono para que salgan del río y se entreguen. Si la vida fuese así, en la próxima carrera del hipódromo la organización tendría que premiar el esfuerzo del caballo y castigar el abuso del jinete. Todo se andará. Los seres humanos somos tan idiotas que el día menos pensado castigaremos algo tan natural como que la tentación de buscar el orgasmo concluya a veces en el placer de conseguirlo. Corren malos tiempos para las emociones. Y eso son las corridas de toros: una de esas viejas emociones que se disfrutan cuando se sienten y se malogran cuando se explican.

Quintiliano
16-nov.-2010, 19:20
Soledad, José Luis Alvite



Conozco a muchas personas que huyen de la soledad como si temiesen arder dolorosamente en ella. A mí la soledad siempre me ha parecido una gran conquista y estoy solo con frecuencia. Se ha dado el caso de procurarme la compañía de alguien aunque fuese para tener a quien contarle lo mucho que me gusta la soledad. Claro que la mía es una soledad deliberada, algo que me ocurre como resultado de un deseo, una especie de soledad de conveniencia que me sirve para reflexionar sobre mi vida y sintonizar en mi conciencia los remordimientos que me causen dolor y me ayuden a escribir. Supongo que me encontraría menos a gusto con la implacable soledad de quien desea compañía y no la encuentra. La soledad como pretexto intelectual es más llevadera que la soledad constante e irremediable que al final evoluciona hasta convertirse en una horrible patología. Tiene gracia que algunos intelectuales presuman de su dolorosa soledad creativa y aleguen que su obra es el resultado de graves páramos emocionales, cuando saben que el suyo es un aislamiento voluntario y momentáneo, una cuarentena más llevadera que la estricta soledad del anciano que duerme echado sobre las vísperas de su cadáver porque ni tiene quien le de la vuelta en cama para espantarle siquiera las moscas verdes y azules que se lo comen vivo. Esa es la verdadera e hiriente soledad y no tiene sentido compararla con la mía, que es una soledad buscada por mi propia mano, un dolor que me ayuda a escribir y me hace digno responsable de mis errores. No puedo comparar esta soledad con la de aquella anciana a la que con motivo de un reportaje humanitario visité en su casa cerca de Arzúa. Olían tanto las heces sobre las que yacía, que yo creo que incluso vomitaban las ratas que merodeaban su cama. Había telarañas e insectos por todas partes. La anciana tenía un crucifijo de madera sobre el pecho, con un Cristo que seguramente llevaba meses asqueado con aquella peste y comiéndose las blasfemias contra Dios. Apenas hice preguntas porque se me llenaba la boca de enormes y lacias moscas consonantes. He estado muchas veces solo y he sufrido mientras pensaba sobre los malditos errores de mi vida, pero, ¡demonios!, la mía no es la soledad de aquella anciana leñosa por cuya sonrisa recuerdo haber visto pasar –como un epitafio, como una sutura del forense– la lentitud autógrafa de un ciempiés.

Quintiliano
18-nov.-2010, 00:12
Viento en la boca, José luis Alvite



Supongo que ocurre con la felicidad lo mismo que con la salud, que sólo se sabe en qué consiste cuando se echa de menos. Una persona que se ha pasado la vida enferma se considera feliz si al despertar por la mañana echa de menos uno cualquiera de los dolores que tanto le hicieron sufrir de madrugada. Mi idea de la felicidad se parece un poco a la del soldado que se alegra de saber que no es el suyo el cadáver que yace a su lado en la trinchera. Atravieso un mal momento desde hace una temporada y me cuesta identificar los motivos por los que sé que me voy hundiendo. Ni siquiera soy capaz de pensar sobre ello porque me preocupa averiguarlo y tener la certeza de que tal vez no pueda ponerle remedio. Tampoco acertaría a explicar exactamente lo que siento. A una amiga le dije ayer que era como si el puto viento me devolviese la voz a la boca y me impidiese explicarme, como le ocurriría al perro que al presentir la muerte de su amo se encontrase con que el pánico le aborta el ladrido en la garganta. ¿Se puede ser feliz con un dolor, con una angustia, con una deuda, durmiendo en una cama con las hechuras de tu féretro? Claro, se pude ser feliz de cualquier modo, mismo si al diagnosticarte un cáncer de páncreas el oncólogo te recomienda que lo utilices como excusa razonable para que llames a casa y avises de que llegarás demasiado tarde. Mi abuela materna agonizó en casa de mis padres cuando yo tenía apenas cuatro años. Era demasiado niño para entender muy bien lo que aquello significaba, pero recuerdo que aquella fatalidad fue el motivo para que mi madre hiciese sus sopas de gallina más exquisitas y para que el pasillo de casa se llenase de visitas que carraspeaban como un orfeón. La muerte no era una buena noticia, pero a mí me olía a sopa y no me habría importado sorber los fideos en los labios de la anciana moribunda. Ahora sé que a los cuatro años la muerte era una noticia feliz, algo inesperado que traía gente a casa y urdía en la cocina el santificante olor de la sopa. Ahora sé también que la vida es más complicada y que la felicidad no consiste exactamente en la ausencia de dolor. No importa. Hay conocimientos que más vale ignorar. Por eso aún creo que la felicidad consiste en descubrir lo bien que besan las chicas ciegas cuando cierran los ojos y lo bien que pronuncia el fugitivo la sed con su cicatrizada boca sin saliva.

Quintiliano
21-nov.-2010, 02:53
El olor de las ingles, José Luis Alvite



¡Cómo echo de menos mis culpas! ¡Cuánto añoro mis errores! Creo que llevo una vida demasiado ordenada. Desde que tomé la decisión de aislarme, no hay en mi conciencia un solo remordimiento que no corra el riesgo de olvidar. Llevé mala vida hasta hace poco, pero, ¡ha pasado tanto tiempo desde entonces! ¡Cómo odio estar tan cerca de mi puto pijama!... Me aburre la decencia. Conocí durante décadas el cansancio casi criminal del desarraigo y reconozco que temí reventar por su culpa, pero, ¡demonios!, ahora he descubierto que la felicidad consistía precisamente en aquello y echo de menos las interminables noches de caos, de desenfreno y de furia, cuando mis amigas lo que esperaban de mí no era que fuese su pareja, su porvenir o su tarjeta de visita, sino que se conformaban con que sólo fuese una disculpa a deshora, un error en su vida o una mancha en su cama.
No puedo entender que muchos consideren la moralidad una conquista cuando en realidad yo creo que se trata de una secuela de la cobardía, algo que te ocurre cuando ya eres incapaz de evitar que te suceda, igual que con la rutina de la bondad te sobreviene la sensatez, del mismo modo que condenamos los excesos de los muchachos sólo porque nosotros ya no somos capaces de la juvenil temeridad de cometerlos.
A veces repaso mi vida y reconozco que cometí graves errores que afectaron a mi equilibrio emocional y estuvieron a punto de volverme loco. Sufrí remordimientos por eso y aun a veces su recuerdo me altera el sueño.
Sin embargo, creo que aun resultando tan amarga, tan dura, tan amoral, aquella manera de vivir puso a prueba mi capacidad para comprender la naturaleza humana y sirvió para darme cuenta de que sólo se es joven en esos pocos años infecundos y dorados en los que un hombre ignora la importancia de las doctrinas, el valor de los símbolos y el precio de las cosas.
Era joven y tuve mis mejores sueños en las peores camas. Me carraspeaba en la garganta el olor de las ingles. Ahora llevo una vida más confortable y soy teóricamente más feliz. Pero no olvido que alguna vez, hace ya algún tiempo, tuve la inenarrable sensación de ser mucho más sensato gracias a la inmensa suerte de ser bastante menos razonable.

Quintiliano
23-nov.-2010, 05:42
Desvelados por el hambre, José Luis Alvite


En una discusión sobre la esencia del amor, le dije a mi amiga del alma que muchas de las parejas que yo conozco almuerzan sin decirse palabra y que cada vez que salgo a cenar a un restaurante, observo que incluso entre novios de poco tiempo se produce ese silencio casi misional alterado apenas por el sonido casi quirúrgico de la cubertería y por el rumiante murmullo de la masticación. ¿Es eso amor?, me pregunto. ¿Qué es lo que les une?¿Resistirán mucho tiempo en una relación en la que aparentemente lo que les une no parece mucho más sólido que la carta en la que el camarero les sugiere el menú? ¿Es eso amor? ¿Cuál es el secreto de que se hayan emparejado y la razón por la que siguen juntos? Mi amiga se enfada porque cree que yo defiendo la teoría de que a menudo lo que parece amor en realidad se trata solo de instinto de supervivencia o de la apremiante necesidad de buscar alguien con quien compartir los gastos de subsistencia. ¿Existe el amor eterno? Claro que sí, al menos en el plano teórico, aunque yo a mi amiga del alma le digo que muchos de esos matrimonios longevos si se mantienen incólumes al cabo de tanto tiempo no es porque se amen, sino porque ambos saben que a cierta edad es necesario tener cerca a alguien que en caso de emergencia sea capaz de llamar cuanto antes al teléfono de las ambulancias. ¿Es eso amor?¿Se trata acaso de costumbre?¿O será simple resignación? Y por otra parte, ¿cuál es la influencia del bienestar material en la supervivencia del amor? Yo a mi amiga de alma le dije que la violencia conyugal se da con más frecuencia entre los miserables, en el ámbito de los proscritos, en hogares en los que ni siquiera desprende calor el fuego, en esos suburbios ácidos y bituminosos en los que el amor se degrada por la apremiante necesidad de convertir la dignidad en comida y las niñas se prostituyen con los transeúntes ante la resignada amoralidad de esas madres estoicas y descrecidas en cuyos ojos yo he visto muchas veces las pupilas de la muerte mezcladas con la garganta del hambre. A mi amiga del alma quiero decirle que también yo creo en el amor eterno, aunque he de advertirle de que por otra parte estoy convencido de que la sensación de estar alucinado por el amor se da con menos frecuencia entre quienes, por desgracia, al anochecer se acuestan desvelados por el hambre. (A Rocío González, por escucharme).

Quintiliano
25-nov.-2010, 03:15
Gente bajo par, José Luis Alvite



Para ser sincero, son pocas las mujeres cuya sola presencia despierta mi curiosidad. Cuando eso ocurre, trato de imaginar su pasado, sus pensamientos y sus esperanzas, las circunstancias que ensombrece su mirada, como eran el rostro y la vida del hombre que le cambió para siempre el metabolismo y los pasos. Algo así me ocurre en contadas ocasiones. En la mayoría de los casos, cuando me fijo en una mujer, lo primero que me pregunto es cuanto me costarán sus copas. Me ocurre a mí y supongo que le sucede a cualquiera. No abunda la gente interesante con la que mantener una conversación en la que el último tema al que recurrir sean el vino, los quesos y aquellas canciones de Los Brincos cuya pésima calidad artística por sí misma habría justificado la fulminante disolución del grupo y la reclusión penitenciaria e incondicional de sus miembros. Cada vez que hablo por teléfono con mi querida Susana Pose y quedamos para tomar unas copas, jamás olvido advertirle que venga sola porque si acude acompañado de alguien cuya conversación me resulte frívola, reiterativa o pedante, no responderé de mi conducta y lo más probable es que al incómodo invitado se encargue ella personalmente de devolverlo a los corrales para su inmediata e irreversible conversión en carne de buey. Se acabó el tiempo de los cumplidos y del fingimiento. No me interesan las personas de cuya personalidad al cabo del tiempo sólo merezca la pena recordar su higiene y su ropa. No puedo malgastar el tiempo que me quede en repetir los errores del pasado, cuando subía a mi coche para un largo paseo a cualquiera de aquellos imbéciles a los que habría sido más sensato pasarles por encima con las ruedas y depositar luego su cadáver en el contenedor del cartón. Un ejemplo de todos ellos es C. Suponiéndole un tipo interesante, una de aquellas largas noches de tertulia le hablé de la muerte. Me llevé un desengaño del que tardé en reponerme. Aquel idiota sólo sabía de la muerte que era una cosa monótona. Y no fue el único. Por desgracia, abunda la gente de ese estilo. Sin ir más lejos, P., aquella señora que en una conversación sobre Schubert y Mahler, me interrumpió para confesar que a ella le parecía que Mahler ganaría mucho si se bailase con una letra de Perales, que, como se sabe, es un compositor que emplea en la escritura de sus canciones la técnica con la que en las Islas Baleares suelen hacer las ensaimadas. Quiero advertir que no se trata de una especie de estúpido elitismo para apartarse de tanta vulgaridad; en absoluto. Detesto aún más a los ilustrados que exhiben todo el rato su erudición y se saben de memoria la última literatura polaca y las dinastías chinas. Mis favoritos son los tipos de la calle que hayan llevado una vida distinta de lo que se entiende por una biografía confortable y académica en la que el mayor sinsabor sea la dichosa novatada salesiana en el colegio mayor. Es fácil tropezarse de noche con tipos presuntuosos que hablan encadenando frases y aforismos de otros sin interrumpir el entrecomillado para otra cosa que no sea darle un sorbo a la copa antes de continuar el agotador rosario cultural. De todo lo que sale por su boca, a veces tiene uno la sensación de que ni siquiera son suyas la dentadura y la saliva. También resultan insoportables los nuevos ricos, que en vez de contarte a Proust, te cuentan cada uno de los dieciocho hoyos que jugaron esa misma tarde en La Toja compartiendo el "green" y el "rough" con una pandilla de cardiólogos que tiraban del carrito de los palos con esa mezcla de resignación y profilaxis con la que arrastrarían hasta el sepulcro sus máquinas de diálisis los enfermos del riñón. "¿Tú no juegas al golf? ¡No me lo puedo creer! El golf es bueno para la mente y para la circulación, distiende el espíritu, abre el apetito y sirve de conversación. Te sentirías relajado como si practicases el "drive" con la batuta de Von Karajan". Por lo visto, aquella misma tarde había hecho seis quilómetros golpeando la bola. Yo no dije nada al respecto, pero por mi actitud no tardó en comprender lo mucho que me gustaría que los siguientes cinco metros los hiciese sin pelota, sin palo y sin "caddy" para plantarse lejos de mí al otro lado de la barra. Ni a mí me supuso un esfuerzo ni a él le costó entenderlo. Sólo le dije algo que sirve para todas las personas a las que sólo me habría interesado conocer en el "green" de una capilla ardiente con motivo de su muerte: "Te lo diré de una vez para siempre: Detesto el golf. Detesto cualquier ejercicio físico cuya última consecuencia no sea el orgasmo. El esfuerzo deportivo no está hecho para mí. Lo siento, pero sólo podría interesarme en un deporte que se pudiese practicar en taxi y por escrito"...

Quintiliano
28-nov.-2010, 06:50
Almas con blusa, José Luis Alvite


Jamás me interesó la vida privada de la gente y puedo asegurar que ya hace muchos años que la biografía de cualquier persona me parece menos interesante que sus planes para dentro de media hora. En mi relación con las mujeres siempre le di más importancia a sus ojos que a su documentación y por lo que se refiere a los hombres, su ocupación profesional, sus estudios o su genealogía, me dicen menos de ellos que su manera de fumar, su aplomo o sus sueños. Me gusta escuchar y participo en las conversaciones sóolo cuando estoy seguro de haber elegido bien la compañía. Mi olfato me dice que las personas más interesantes no son necesariamente aquellas que gozan de prestigio social, salen fotografiadas en los periódicos o tienen en el portal una reluciente placa de bronce en la que se mezclan con absoluto descaro su profesión de ginecólogo y el cinemascope de su soberbia. Siempre he procurado alejarme del hombre de éxito tanto como del hombre seguro de sí mismo, del primero, porque las vidas sin fisuras me aburren tanto como los coches automáticos, y del otro, porque la autoestima sólo tiene algún atractivo literario a medida que se pierde, del mismo modo que el dinero produce placer únicamente en el caso de que se gaste. También recelo del tipo que se presenta a si mismo como "un hombre de una sola pieza", entre otras razones, porque de una sola pieza son también los dictadores, los idiotas y las lápidas de los sepulcros. Encuentro más interesantes a los hombres indecisos, seguramente porque no hay una sola decisión cuyo acierto no sea el inteligente resultado de una duda, y también porque la vida me ha demostrado que la solución de un problema produce a menudo más insatisfacción que el problema mismo. He seguido ese criterio en mis viajes y no creo que me haya ido nada mal. No sé si os conté alguna vez que gracias a las confusas explicaciones que me dio un paisano al que le pregunté en Salamanca por donde se iba a Cuenca, perderme por el camino me supuso la suerte de conocer Lisboa. Nunca caí en la tentación de comprarme unas cadenas para el coche. Mi manera de viajar las hace innecesarias. Ruedo sin objetivos y sin planes, me detengo si me canso o tengo sed; y si es invierno y alta montaña, no me importa instalarme allí donde me haya detenido la nieve. En una ocasión me perdí al volante del coche en la lazada de carreteras casi intransitables de unas montañas en las que incluso se habría desorientado el mapa, pero no le di importancia porque me había echado al camino sin conocer mi destino. Siempre me hizo ilusión la idea de perderme de madrugada en cualquier paraje sin datos y no conocer mi paradero hasta comprar por la mañana en alguna ciudad el periódico local. Lo mismo me ocurre con las personas. Entablo conversación sin esperar nada, despreocupado de lo que pueda sobrevenir, y me conformo luego con lo que haya sucedido. Es muy agradable que te ocurran cosas buenas con las que no contabas, aún sabiendo que pueda tratarse de un éxito fortuito y efímero, acaso el premio incobrable de un sorteo sin fondos. No importa. Vale la pena volcarse a cambio de nada. Si te equivocas de mujer, lo que cuenta es que ella te abrace aunque sólo sea para consolarte de la desgracia de haberos conocido. Lo que puedas saber de una persona raras veces te resultará tan agradable como lo que supongas de ella. La imaginación me ha salvado de muchos chascos, sobre todo en mis relaciones sentimentales. Una interesada bruma literaria me ha ayudado siempre a encubrir mis errores. Me he llevado unos cuantos chascos por haber desmenuzado el alma de las mujeres. Ahora sé que si hubiese sido listo, me habría limitado a desabrocharles la blusa. Aquellos fracasos me sirvieron también para comprender que los seres humanos somos una mezcla de fisiología y de sueños, y que en consecuencia, con excepción de la última fila del cine, donde más se sabe de una mujer es en su autopsia.

Quintiliano
24-dic.-2010, 23:18
Cadáver con moscas, José Luis Alvite


De adolescente quería saber qué se sentía al estar enamorado. Después de aquello me enamoré y me entró curiosidad por saber qué se sentía con motivo de que me hubiese dejado una mujer. La verdad es que me he pasado media vida tratando de que fuese por completo distinta la otra media. En mis relaciones sentimentales he tenido siempre mucha suerte y no puedo decir que haya sufrido porque no me amase la mujer a la que deseaba, probablemente porque jamás me propuse mis objetivos más allá de donde estuviese seguro de que pudiese acertar mi discreta puntería. Supongo que eso significa que si fuese cazador, me habría dedicado a la captura de perdices con las alas de alpaca y a dispararle a los cadáveres de los jabalíes presos de los cuervos. También es cierto que una manera de evitar que alguien deje de quererte por iniciativa propia es hacer cuanto puedas para sugerirle que lo haga ella misma en tu nombre. Con esa actitud conseguí que me dejasen unas cuantas mujeres con las que yo jamás me habría atrevido a romper. Entonces reducía mis apariciones hasta que a ella se le hacía evidente que sobraban una entrada para el cine y un cubierto en la mesa. Reconozco que siempre me faltaron agallas para romper con una mujer mirándole a los ojos. También he de reconocer que si es ella quien parece decidida a acabar, me doy cuenta de que mis recursos para evitarlo no son tan sólidos como pensaba. Un amigo mío que presumía de conocer a las mujeres me dijo en una ocasión que para evitar un fracaso sentimental la literatura daba distinción y quedaba muy fina, pero que lo mejor era acudir a la última cita llevando para ella en un estuche un maravilloso reloj de pulsera. ¡Bobadas! Yo lo pasé muy mal con una mujer a la que adoraba pero al poco de conocerla supe que lo del reloj de pulsera no iba con ella. «Me has decepcionado y ya no puedo confiar en ti. He perdido la fe. Ya no me creo tus promesas», me dijo. Ni siquiera acerté con una sola frase con la que pudiese conmoverla. A mí su decisión me parecía exagerada e injusta, pero no hubo manera de ablandar su resistencia al perdón. Entonces desaparecí lentamente de su vida y convertí el dolor en literatura. Le dije adiós a lo lejos con una columna cobarde y cariñosa que le dediqué en el periódico. Nunca supe si ella llegó a leer aquello, pero, ¿sabes?, yo sigo donde solía estar y aún soy propenso a enamorarme, de modo que si acuerda cambiar de opinión no tiene más que desandar sus pasos y decirme: «He vuelto porque sé que estarás solo como un perro y porque un día me dijiste que te gustaría que espantase con mi abanico las moscas de tu cadáver».

Quintiliano
25-dic.-2010, 20:38
Niño con tren, José Luis Alvite


En la casa en la que viví hasta que me casé había dos balcones desde los que se veía un jardín, campo a lo lejos, y detrás del campo, el tren. Me gustaba mucho la niña morena de las trenzas que se columpiaba entre las flores rociadas del jardín y me entretenía mirar cómo ponía el viento amarillo en cursiva las hierbas verdes del paisaje azul, pero lo que me llevaba el alma era la idea de echar la merienda en un petate, salir de casa a hurtadillas y subirme como un fugitivo al techo de uno de aquellos trenes que silbaban al entrar en aquella curva tan holgada que a mí me parecía que era donde a la gente le cambiaba de raza la cara y en el mapa empezaba sin remedio el extranjero. A mi madre aún ahora le cuesta entender mi tendencia al desapego, sufre mucho con mi manera de ser tan evasiva y se pregunta qué pudo ocurrir en mi pasado para que con el tiempo se fuese acentuando en mi personalidad aquella inclinación infantil al desarraigo y al tránsito. Yo no sé qué decirle, aunque le recuerdo que de niño me soltaba a mentido de su mano y me perdía por las calles de la ciudad. A veces volvía a casa de la mano de otra mujer, por la que sentía el mismo afecto un poco relativo que si fuese mi propia madre, a la que ya de niño abrazaba con ciertas precauciones, casi con distancia, como si temiese despertar en mí la necesidad de verme protegido por alguien que no me odiase.

A veces repaso en casa de mi madre las fotos de mi infancia y me encuentro un niño más triste que mis hermanos, también más ensimismado, un rumiante muchacho casi de ámbar que posa en una foto de familia en la que por su rostro se diría que tiene el rictus vencido y expatriado de alguien que sufre en silencio los rigores del cautiverio a los pocos días de haber sido tomado como rehén.

Cuantas veces me he preguntado por el origen remoto de mi desentendida manera de ser, otras tantas fui incapaz de responderme con algo que pareciese razonable aunque no fuese creíble. ¿Por qué fui un niño tan complicado? ¿Qué explicación darle a que me resultase incómodo, casi obsceno, el cariño que me profesaban lo míos? ¿Cómo entender que mi obsesiva ilusión fuese a los seis años encaramarme con un fugitivo en alguno de aquellos trenes en cuyos vagones esperaba encontrar una turba de revolucionarios mezclada en ruidosa promiscuidad social con un pasaje de reyes destronados y hemofílicos que recorrían el filo de la geografía atendidos por silenciosos lacayos en cuyos ademanes agonizaba la elegante esgrima de la esclavitud al cabo de varias generaciones de fiel y abnegada servidumbre? Por muchas vueltas que le di y por mas que lo intenté, nunca pude contestarme esas preguntas. Solo sé que cada vez que me echo a la carretera me gusta pensar que me encontraré de un momento a otro con la vía férrea. Y que me detendré en la barrera a mirar con nostalgia cómo pasa con retraso frente a mis ojos el humo abdominal del tren de antes: la máquina, la carbonera y ocho o diez vagones en los que si me fijase bien distinguiría seguramente al viejo monarca destronado, a su augusta esposa aterida de abolengo y azulada de frío, con su corte de doncellas y lacayos, con luz de candelabro horneada en los sables dorados y mordidos de la escolta, y encaramado en el vagón de cola, un niño de seis años que se ha subido al tren a hurtadillas y se propone saltar en marcha en aquella curva tan holgada en la que ni los cartógrafos saben con exactitud donde acaba la lepra topográfica del orbe de Dios y donde empiezan las golosas y paganas tentaciones del extranjero, aquel sitio tentador y proceloso en el que pensaba sobrevivir sin necesidad de sentir afecto y apagando la sed con la humedad de la sed mojada de los niños y la resina que por suerte desprendiese el fuego, solo y sin fe, como un apátrida dispuesto escupir de pasada en las banderas del mundo el queso marrón y magreado de su última merienda.

Quintiliano
28-dic.-2010, 12:14
Navidad con ocarina, José Luis Alvite


A mi la Navidad ni me produce una alegría incondicional e infinita, ni me provoca el rechazo que sienten por lo general quienes consideran que se trata de una celebración nacida en tiempos de sorprendente inocencia y sostenida luego por oscuros y fríos intereses comerciales. Hay quien adora la Navidad porque tiene de ella la visión elemental de que es un buen momento para reunirse con la familia. Otros prefieren creer que son días aciagos en los que lo que se recuerda es la ausencia dolorosa e irreversible de quienes fallecieron. Para muchos, las fiestas navideñas son una buena excusa para saltarse el régimen alimenticio y ganar los quilos que se comprometerán a perder en los juramentos inútiles del año nuevo. A mí me trae sin cuidado lo que los demás piensen de la Navidad, que es algo que me gusta sin necesidad de dar explicaciones, entre otras razones, porque no se trata de un delito. Tampoco me molesta en absoluto ese cine navideño lleno de trineos y alegorías benéficas, con familias pecosas y felices reunidas con discreto fingimiento moral en torno a un pavo obeso y gratinado que mismo parece un avión. ¿Qué el espíritu de la Navidad es una recreación falsa de sentimientos siempre más infames? Sí, puede que lo sea, pero, ¿qué hay de malo en ello? ¿Alguien se ofendería si los terroristas islámicos dejasen de matar en Irak aunque sólo fuese por la decorosa estupidez de fingir una decencia de la que carecen? No hay nada de malo en que la gente se felicite la Navidad a pesar de no sentir sinceramente lo que dice. Hay rutinas que ennoblecen al ser humano, incluida la rutina de mentir de buena fe. Yo estos días escucho esos hermosos villancicos que tienen por costumbre grabar toda las grandes figuras de la música ligera de los Estados Unidos, desde el sentimental y eterno Sinatra hasta la felina y actual Cristina Aguilera. Yo sé que se trata de un negocio, pero no me importa. Escucho esas voces y me gusta escribir mientras suenan en mis oídos. ¿Qué no sienten lo que cantan? Bien ¿y qué? Muchos políticos llegan al poder gracias a no decir lo que piensan. La humanidad ha hecho grandes cosas a partir de enormes mentiras. Y si uno mira a su alrededor, se dará cuenta de que muchas parejas perduran en el tiempo gracias a que ambos están de acuerdo en evitar que la sinceridad les eche a perder la esperanza. Pues algo así ocurre con la Navidad, que puede que sea una gran mentira, una patraña comercial, pero que a muchos les sirve para ir tirando mientras sean capaces de creer que con un poco de imaginación la cruda realidad puede ser algo delicado y hermoso, como una blasfemia pasando a través de una ocarina.

euterpe
18-ago.-2011, 01:28
Rostro con agua rota, José Luis Alvite

"Hay ocasiones en que al hombre le siente mejor el silencio que la ropa".

Me gusta escuchar conversaciones interesantes, voces hondas y calmosas, oleosas frases hechas sin prisa, como hablan los hombres en los que la mitad de la calma es cansancio y el resto, esa mezcla de resignación y desesperanza que tanto mejora el tono del comentario menos pretencioso. Me gusta también la gente que calla mientras toma sus copas en la barra del bar en esa actitud de riguroso silencio que no se sabe muy bien si es la consecuencia de una preocupación, de un fracaso o porque se le acaban de venir a la cabeza los malditos sueños incumplidos, el matrimonio dilapidado en poco tiempo, tal vez la desgracia emocional de no haberse aseado nunca con el agua en la que se hubiesen lavado la cara sus hijos, lo bien que se le daba en el cabaré aquella fulana esbelta, elegante y sensual que luego resultó que se llamaba Moncho... como calla el ex boxeador Angel Grela mientras en su ácida sonrisa derrotada se conmemora el suave estribillo de los golpes del ring, ¿recuerdas, Angel muchacho,?, hace cuarenta años, amigo mío, cuando lo más sombrío de tu rostro era el flash de las fotos y no iba a dar a tu cara un solo golpe cuya cicatriz no pareciese al día siguiente las venéreas iniciales del nombre de una mujer bordado en aquel pañuelo en el que con la esgrima de tus mágicos modales las flemas se volvían palomas, ¿eh, colega?, casi a finales de los años sesenta, Madrid, Palacio de los Deportes, Paco Torres de "speaker", dos sauces de humo sobre el cuadrilátero, y en tu rincón, ¡Dios, Angel¡, en tu rincón, amigo mío, el viejo manager, una banqueta y aquel embudo para recogerle a tu saliva el pan, la sangre y el suero ácido del expósito nombre de tu madre,... pero, ¡que pronto se hace tarde en el desalmado tiempo del gong!, ...hasta que de tus brazos es esfumaron el florete de la pegada y la estrangulada cintura de las chavalas, te volviste a casa, nos conocimos aquel invierno mediado el verano, y entonces, ¡joder, boxeador!, entonces descubrimos que la vida son dos docenas de recibos de la luz, el solitario corazón latiendo en llanta, un coche viejo que cacarea en latín al tomar las curvas y la horrible sensación de que nuestras vidas están tan plagadas de errores que tendríamos que escribirlas con las tijeras de limpiarle las tripas al pescado, mientras tentamos sin mucha fe la suerte de dar con una mujer que se resigne a que su lugar en la historia sea cambiarle el mal olor al búcaro de las flores y teñir de negro su ropa, sentada a la cabecera de nuestro lecho de muerte, ya sabes, eso que tarde o temprano le ocurre a todo el mundo, a la gente que habla demasiado y a los tipos callados como tú, que son los que me gustan porque de algunos hombres, como de las buenas películas, incluso resulta inolvidable el sedante silencio de los fundidos, como cuando salíamos a la carretera y nos plantábamos en la barra de cualquier garito en el que hubiese una mujer que nos cobrase poco por confundirnos con alguien más interesantes que nosotros, ya sabes, aunque nos buscase parecido con uno de esos tipos hipócritas y saludables que no contraen un solo vicio que no sea un sacramento o un vasodilatador, cosa que a nosotros raras veces nos ocurría, muchacho, porque solíamos tomar copas que al cagarlas manchaban la mierda, y preferíamos permanecer callados, a sabiendas de que hay ocasiones en las que el silencio le sienta a un hombre mejor que la ropa y casi tan bien como el dinero, esa cosa, Angel, chaval, que nosotros solo solíamos emplear para pagarnos la ruina sin pedir prestado, tal vez porque en el fondo siempre estuvimos convencidos de que los golpes de la vida, como los puñetazos del ring, eran justo lo que necesitábamos para arrimarnos a la barra del bar y guardar ese riguroso silencio que nunca se sabe a ciencia cierta si es por contener un secreto, porque no podríamos contar una verdad que no pareciese mentira, o, sencillamente, amigo mío, porque, en realidad, yo puedo callar por escrito, y tú, ¡que demonios!, tú, viejo boxeador, tú tienes la magnífica mala suerte de poseer el impagable "salzillo" de un rostro crustáceo y misterioso capaz de romper en tus funerales el llanto, la luz y el agua bendita, mientras piensas una buena frase para darle el pésame a la muerte...

euterpe
19-ago.-2011, 06:31
Depresión (I), José Luis Alvite


Querido director: he entrado como en barrena,
muchacho, y atravieso los peores momentos de mi vida. Arrimé de viaje a una
playa y bajo el vuelo de las gaviotas de mi coche, ¿Dios!, mi coche lo cagaron
los cuervos. No me encuentro físicamente fuerte y creo que estoy a punto de
que incluso la muerte me produzca gases. Y, sin embargo, rehuyo los
hospitales. Me aferro como un estúpido a la esperanza de que mi suerte cambie
lavando el coche o frunciendo con los pies el calzado. La doctora V. acaba de
diagnosticarme una depresión. Al principio eso me preocupó pero luego
recapacité y creo que la depresión es lo más sólido que puede incubar ahora
mismo mi puta cabeza. Mi letra es el fiel reflejo de cómo decaigo. Anoche
quise tomar apuntes en la barra del bar y me pareció que incluso los puntos me
salían alargados. A veces me contengo de llorar para no ver borrosa la lluvia.
Hace años conocí de madrugada a un tipo que le pegó fuego al pelo para mirarse
a oscuras en el espejo del baño. Aquel loco me juró que había apagado las
llamas escupiendo contra su imagen en el maldito espejo. A veces se me ocurren
ideas y las olvido casi simultáneamente, como si mi cerebro segregase lejía.
En el 93 viví una situación semejante y entonces se me pasó por la cabeza
saltarme la tapa de los sesos. Me contuve. Temí que mi muerte pasase
inadvertida. Mi cadáver no entraba en los planes de nadie. Un tipo me sugirió
entonces que me estrellase con el coche contra la tapia del cementerio para
ahorrarle trabajo a los míos. También es cierto que me disuadió la sospecha de
que en caso de suicidio, en casa sólo le echarían luto a los forros de los
bolsillos. Dice mi amiga S. que soy un tipo sin obra y que si muriese, con mis
pocos méritos incluso podría ocurrir que ni siquiera le pusiesen mi nombre a
mi cadáver. También se me ocurrió que si por fin alguien me ayudase a saltarme
la tapa de los sesos, mi sangre sólo serviría para fregar el lugar del crimen.

euterpe
18-ene.-2015, 12:53
Doble cáncer de colon y pulmón detectado en noviembre del 2013, acabó con Alvite hace unos días.

D.E.P.

gabin
18-ene.-2015, 13:42
Doble cáncer de colon y pulmón detectado en noviembre del 2013, acabó con Alvite hace unos días.

D.E.P.


D.E.P. José Luis Alvite.

Con tu aporte haces posible a los nuevos foreros leer a Alvite, y a los foreros que lo habíamos leído, (gracias al aporte anterior de "Quintiliano") volver a disfrutarlo de nuevo.