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Arawna
01-mar.-2010, 16:47
Martes 20 de marzo de 2007, 16:03h
Hoy me ha pasado algo muy bestia

No sé qué me pasa.

Esta mañana me he levantado con una migraña infernal. Una de esas que te provocan arcadas si intentas moverte demasiado, así que he decidido quedarme en casa y pasar de ir a currar. Tampoco es que hoy tuviera mucho trabajo, así que nadie lo notará, ni siquiera mi bolsillo a final de mes. Una –quizás la única- ventaja de ser autónomo.

Me he tomado un espidifén y me he vuelto a la cama. No sabeis lo que jode, cuando te ataca una migraña asesina, tener una peluquería canina dos pisos por debajo del tuyo.

Finalmente he conseguido dormirme cubriéndome la cabeza con la almohada. Parece mentira, pero sentir una ligera presión sobre las sienes alivia algo el dolor.

Por cierto, no me he presentado: me llamo Daniel García. Tengo 32 años y las migrañas me acosan desde que tengo memoria, así que ya las considero como un mal menor. A pesar de lo terribles que son uno se termina acostumbrando. De hecho, si hay gente que se acostumbra a pasar hambre o a ser maltratada a diario, cómo no me voy a acostumbrar yo a una ridícula migraña.
Desgraciadamente la cosa hoy no ha quedado ahí. Ojalá solo hubiera sido eso.

Al despertarme por segunda vez, el reloj-despertador de la mesita marcaba las 13:30h. Me he levantado con hambre y medio mareado y he entrado en la cocina. He husmeado en la nevera y en el armario y al final me he decidido por algo fácil: macarrones con salsa de tomate.

Mientras el agua se calentaba me he tumbado en el sofá y he encendido la tele. Nada interesante, para variar. Entonces ha sido cuando he visto la sangre. Primero en el sofá, luego en mis pantalones y en el suelo. Goterones de sangre que marcaban mi recorrido por el piso. Pero algo escandaloso. El sofá y los pantalones los he puesto perdidos. He ido corriendo al cuarto de baño y me he mirado en el espejo. La sangre salía de la nariz. De las dos fosas nasales a la vez y de una forma contínua. Me he asustado un poco pero no soy un tío al que la visión de la sangre le afecte, por lo que rápidamente me he limpiado con agua bien fría y cogiendo un buen puñado de papel higiénico he tirado la cabeza hacia atrás y he cubierto con él la nariz. Así, andando como un mayordomo enquilosado, me he vuelto al sofá.

Y entonces han empezado los vecinos del piso de enfrente. Discuten día sí, día también. Supongo que también se han acostumbrado, al igual que yo a las migrañas. Pero hoy ha sido diferente. Han empezado como siempre: gritando, insultándose, mandándose a la mierda mutuamente... A mi migraña le ha venido de cojones el jaleo, vamos. He intentado centrarme en lo que decían en la tele e ignorarles. Mis ojos repasaban el techo mientras una de esas paparazzi insultaba a un famosete por haberle roto el micro o no sé qué, cuando la voz del vecino ha alcanzado un nivel de decibelios intolerable. Mi ojo derecho parecía que se me fuera a salir de la órbita a causa del dolor, cada vez más agudo. El vecino ha dicho a grito pelado: "¡Te voy a partir los morros, so cerda!" La frasecita debe haberse oído a través del patio de luces por todo el edificio y casi seguro que habrá llegado a la calle.

Estas situaciones me hacen sentir incómodo e impotente a la vez. Piensas en lo que debe estar pasando allí al lado, a tan solo unos metros de ti. Te imaginas cosas malas, pero siempre piensas que seguro que son las bravuconadas del machito de turno. Que no le va a hacer daño. Luego un buen polvo, y la reconciliación perfecta.
Hasta que oyes el golpe y el grito de ella, y un segundo golpe cuando su cuerpo se da contra el suelo o algún mueble. A lo que siguen más gritos y golpes.

No sé qué me ha pasado, pero algo ha hecho clik dentro de mi cabeza. La migraña ha desaparecido, dejando paso a una fúria que jamás había sentido. Me he levantado y corriendo he cruzado mi apartamento hasta la puerta, que he abierto sin pensar en qué haría a continuación. Los gritos y los golpes seguían a tan solo unos metros de mí. Y sabía que nadie haría nada. La gente está acostumbrada a no decir o hacer nada si lo malo no les sucede a ellos mismos.

He gritado, plantado frente a la puerta de los vecinos. He gritado que se detuvieran, que iba a avisar a la policía. El maníaco que estaba vapuleando a su señora al otro lado me ha contestado a voces que si no me largaba yo sería el siguiente. Y eso ha sido lo último coherente que recuerdo. A partir de ese momento solo hay una sucesión de imágenes.

Una puerta volando por los aires. Sangre en el suelo. Sangre en la cara de la mujer y resbalando por su cuello. Su camisón manchado y roto, del que sobresale uno de sus pechos perfectos. Un puño estrellándose contra mi cara. La cara del maltratador, atónito. Luego aterrado. Finalmente su cara ya no es su cara: es un amasijo de carne y sangre. La mujer llora en el suelo, junto a tres latas de cerveza vacías y aplastadas. Vecinos en la puerta. Alguien ayudándome a entrar en mi piso. Oscuridad.

He despertado a media tarde, sin migraña pero con el cuerpo -y sobre todo la cara- dolorido. Alguien me ha limpiado las heridas y me ha puesto vendajes y tiritas. Alguno de los vecinos, he supuesto. Al fin alguien hace algo.

Al despejarme del todo me ha sorprendido no estar en comisaría. Según creo estoy implicado en uno o varios delitos. Me extraña la tranquilidad que ahora se respira en todo el edificio. Es como si no hubiera pasado nada. Aunque claro, mis heridas indican todo lo contrario.

¿Me estaré volviendo loco?

Mañana preguntaré a los vecinos, ahora me vuelvo a la cama. Me encuentro fatal...

Arawna
02-mar.-2010, 11:31
Miércoles 21 de marzo de 2007, 11:07h
Me duele todo

Estoy en la oficina. Hecho una mierda, pero en la oficina. Me duele todo, joder.

Me he despertado a las 6:30h, pasada una larga e incómoda noche en que he tenido que dormir mirando al techo y sin moverme apenas. Cualquier intento de dormir de lado, como tengo acostumbrado hacer, ha quedado descartado automáticamente a causa de las terribles punzadas de dolor que recorrían mi cuerpo. Mención aparte para las pesadillas que me han acosado cada vez que conseguía dormirme y que han logrado que me despertara en más de una ocasión. Una noche para el recuerdo, vamos.

Presento un aspecto horrible, pero por suerte trabajo solo y hoy no tengo que ver a ningún cliente. Las gafas de sol me han protegido de miradas indiscretas durante el trayecto de casa a la oficina. Y los guantes, aprovechando la excusa de que finalmente ha vuelto el frío, han ocultado las vendas y tiritas de mis manos. He visto gente en el metro que tenía peor aspecto que yo.

He salido de casa después de una reconfortante ducha y aprovechando que me he levantado antes de lo normal, me he ido andando tranquilamente por el paseo hasta la estación. El aire fresco y el olor a mar me han sabido a gloria y me han despejado completamente.
Mientras andaba he ido recordando lo sucedido ayer, y lo he fijado en mi mente. Ya no hay dudas. Sucedió realmente.

Lo que me lleva a la conclusión -y no por primera vez- de que soy idiota. Me he ido tan tranquilo, como un día cualquiera. Debería haber hablado con algún vecino antes de venirme a trabajar y enterarme de como había terminado todo. Preocuparme por la chica a la que supuestamente ayudé, por su novio o marido -o lo que sea- al que según creo no dejé en muy buenas condiciones. Y sobre todo, saber si tendría problemas por lo que hice.

He decidido que iré a casa al mediodía y averiguaré lo que pueda. Comeré allí y volveré a la oficina por la tarde. Por un día que me chupe cuatro viajes no me voy a morir. O eso creo. Además, así igual termino de leer Apocalipsis.

Arawna
03-mar.-2010, 04:18
Miércoles 21 de marzo de 2007, 16:44h
Quién me lo iba a decir

No he terminado el libro. La cabeza daba demasiadas vueltas a las últimas treinta y tantas horas de mi vida. Stephen King y su Apocalipsis tendrán que esperar. Ahora estoy viviendo el mío propio.

Al llegar al edificio donde vivo he ido directamente a llamar al timbre del primero –aquí no hay entresuelo y solo tenemos una puerta por piso-. Me preocupaba más saber algo de lo sucedido ayer que comer, a pesar de que eran ya las dos pasadas. No es que tuviera demasiada hambre tampoco. Los problemas, dicen, quitan el apetito.

Al parecer no había nadie, así que he subido al segundo, de donde salía un olorcillo a carne rebozada con ajo y perejil. La boca se me ha hecho agua y he descubierto algo importante: los problemas no quitan el apetito, lo engañan. He pulsado el botón del timbre y dentro ha sonado un zumbido, al que han seguido unos pasos lentos acercándose a la puerta. “¿Quién es?”, ha preguntado una voz de mujer mayor.

Entonces he pensado que igual no me abriría. Quizás me tuviera miedo. Yo, pensándolo fríamente, no abriría a alguien que el día anterior le ha dado una paliza al vecino de arriba. Además, no se puede decir que haya mucha relación entre los vecinos. Al ser todo pisos de alquiler la gente va y viene a menudo, y como mucho cuando nos cruzamos en las escaleras es un “hola” o “adiós” apresurados y poco más. Eso de irle a pedir azúcar o leche al vecino de enfrente queda para las películas.

“Soy el vecino del quinto” he dicho, intentando que mi voz sonara tranquila. Unos segundos después la puerta se ha abierto y una mujer de unos cincuenta años se ha adelantado con una agradable sonrisa en su rostro. Creo que me la he encontrado un par de veces en los dos años que llevo viviendo aquí, y en ninguna de esas ocasiones hemos ido más allá del saludo de rigor. Hoy ha sido distinto. Ha alargado la mano para estrecharme la mía y ha dicho: “Me llamo Magda. Lo que hiciste ayer fue muy valiente. Te felicito. Más gente como tú se necesita en este país.” Me he quedado atónito, y cuando finalmente he comprendido lo que me acababa de decir me he puesto rojo como un tomate.

Me ha invitado a comer con ella, y pensando sobre todo en lo escasa de mi reserva alimenticia he aceptado gustoso. Además, ha sido la excusa perfecta para poder charlar tranquilamente y averiguar de primera mano lo que no recordaba de ayer y lo que sucedió posteriormente.

Magda es una mujer encantadora, y no está tan estropeada como me parecía; en realidad tiene sesenta y dos años. Es curioso el hecho de que al ir conociendo a una persona pueda cambiar nuestra percepción de su físico; lo que te podía parecer horrible o molesto puede llegar a ser hasta agradable.
Bien, dejémonos de filosofía barata y volvamos al tema que nos ocupa: resulta que ayer, cuando entré en el piso del vecino, armé tal escándalo que la mitad de los vecinos no pudieron evitar salir de sus hogares e ir a ver qué sucedía. Supongo que el follón que se organizó resultó totalmente intolerable hasta para la egoísta comodidad a la que ha llegado el ser humano en el último siglo, y dejaron de preocuparse de ellos mismos inconscientemente. Lo más curioso es que nadie llamó a la policía. Según me ha contado Magda, los dos chicos que viven en el tercero entraron en el piso mientras el resto de vecinos se reunían en el rellano, mirando incrédulos la puerta arrancada que descansaba en el suelo. La pelea debió durar unos pocos segundos, ya que cuando llegaron ya se habían acallado los gritos y los golpes, y solo se escuchaba el llanto de la mujer y la respiración entrecortada del maltratador. Un minuto después uno de los chicos pidió desde el interior que alguien llamara a una ambulancia, y luego me sacaron de allí semi-inconsciente y me llevaron a mi piso. Magda entró junto con dos vecinas e intentó calmar a la mujer herida, que miraba con horror a su hombre, el cual yacía en el suelo como un muñeco desmadejado, cubierto de sangre. La ambulancia llegó media hora después y se los llevaron a los dos. También acudió la policía y tomó declaración a los vecinos. Ninguno de ellos mencionó mi parte en todo aquello, y después de hablarlo entre todos llegaron a la decisión de que me defenderían en caso de que surgieran problemas con la ley.

"Por una vez que alguien hace algo bueno de verdad no le vamos a dejar en la estacada, Daniel" me ha dicho Magda al salir de su apartamento. Sus palabras me han hecho sentir bien, y casi me han hecho olvidar el dolor que todavía me recorre el cuerpo. Uno casi podría pensar en hacer cosas así más a menudo. Como los superhéroes de los cómics.
Joder, se me va la olla.

La mujer a la que ayudé ya está en su casa, pero no su marido -sí, están casados-, que sigue ingresado en el Hospital de Sant Pau de Barcelona. No conozco los detalles, pero no me hace sentir tan bien el saber que he envíado a alguien al hospital. Aunque ese alguien sea un hijo de puta.
Por un instante me he planteado el subir a verla y presentarle mis disculpas por meterme donde no me llaman, pero finalmente he decidido volver al trabajo; me da mal rollo. Además aún está todo muy reciente. Quizás mañana.