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rorschach
27-ago.-2008, 08:20
Catón
26 Ago. 08

Este relato lo escuché en Candela, de Coahuila, donde viven todavía el ingenio y la tradición.

Érase que se era un sacristán. Todos los días llegaba con su escoba a barrer la iglesia, y todos los días miraba a un pobre hombre que postrado de hinojos ante el gran crucifijo del altar gemía y lloraba deprecativamente.

-¡Señor! -clamaba el infeliz ante el doliente Cristo-. ¡Quiero confesarme! ¡Pero no ha de ser ante un humano, mortal y pecador como soy yo! ¡Únicamente Tú puedes oír mi confesión! ¡La culpa que llevo sobre mí es tan grande que sólo Tú me puedes perdonar!

El sacristán se conmovía al escuchar la súplica del lacerado. Decía para sí:

-Muy grave ha de ser el pecado que este hombre cometió si nada más puede confesarlo a Nuestro Señor.

Cotidianamente se repetía la escena. Llegaba el sacristán al templo y ahí estaba ya aquel desventurado, de hinojos ante el crucifijo, elevando al cielo su gemebunda súplica:

-¡Señor! ¿Por qué guardas silencio? ¿No llegan mis súplicas a Ti? ¡Escúchame, Señor! ¡Quiero confesarme contigo para que de mis labios oigas mi pecado y lo perdones con la infinitud de Tu misericordia!

Y sollozaba el hombre de tal modo que al sacristán se le conmovían las fibras últimas del alma. Sentía el impulso de abrazar al pecador para llorar con él. Un día ya no se pudo contener y fue a hablar con el párroco y su vicario.

-Reverendos padres -les dijo lleno de emoción-. Todos los días llega a la iglesia un desdichado que de rodillas ante el crucifijo le pide a Nuestro Señor que lo oiga en confesión. Si su plegaria no es oída pienso que va a perder la fe, y quizá morirá desesperado. Se me ha ocurrido, padres, un medio para consolarlo. Les pido permiso para quitar de la cruz la imagen de Nuestro Señor y ponerme yo -aunque indigno- en su santísimo lugar. Escucharé la confesión de ese pobre hombre y le daré la absolución. Sólo de esa manera encontrará la paz. Sé que lo que propongo es una gran irreverencia, pero los caminos de Dios son inescrutables y quizás fue Él mismo quien me inspiró la idea.

Los buenos sacerdotes se resistían a obsequiar el deseo del sacristán, pero tan vivas fueron sus instancias que accedieron por fin a poner al sacristán en el sitio del Crucificado para que recogiera la confesión del hombre y le diera el perdón que con tanta aflicción solicitaba. Así, la mañana siguiente el párroco y su asistente tomaron unas cuerdas y con ellas ataron de brazos y piernas a la cruz al compasivo sacristán. A poco llegó el pecador y se hincó igual que todos los días ante la cruz.

-¡Señor! -empezó a rezar otra vez-. ¡Escúchame en confesión!

-Está bien, hijo mío -habló con grave y profunda voz el sacristán-. Te escucharé. Di tus pecados.

El hombre abrió los brazos, estupefacto.

-¡Gracias, Señor! -prorrumpió lleno de gozo-. ¡Mis oraciones han sido escuchadas! ¡Por fin voy a poder confesarte mi gran culpa, y recibir de Ti la santa absolución!

-Habla -replicó el sacristán con el mismo tono majestuoso-. Por grande que haya sido tu culpa, mayor es mi bondad. Dime tu pecado, que yo te lo perdonaré.

Entonces el hombre inclinó la frente y dijo lleno de compunción y de vergüenza:

-Acúsome, Padre, de que me estoy tirando a la esposa del sacristán.

-¡Aaaahhh! -rugió éste entonces desde lo alto de la cruz-. ¡Ahora ya no soy Nuestro Señor! ¡Soy el sacristán! ¡Desamárrenme, para matar a este jijo de la rechingada!