“RECUERDOS DE LA FUENTE DE LOS
ÁNGELES”

En memoria de María del Carmen Álvarez Menéndez,
de María de los Dolores Menéndez López,
de Pilar Muñiz Muñiz
y de José Álvarez
Menéndez

Buscaban renacuajos, buscaban los tritones de un tiempo ya lejano, de aquella primavera diferente, de un tiempo en que el verano era promesa y el mundo renacía con sus risas. Entonces, en el monte, perdido entre malezas, el ánimo se hacía más dichoso y el duende de la zona los miraba.
La Fuente de los Ángeles, naciendo de la piedra, conoce los colores que toman los helechos en otoño, y el pardo de los árboles nos dice que aquellos castañares y eucaliptos que esperan las heladas supieron de los niños en tiempos diferentes a los nuestros, de cuervos y de ardillas, de milanos.
Y en tiempos diferentes, el cielo, siendo el mismo, se hacía más oscuro: las noches, en otoño, vienen antes, el beso de la aurora es más tardío, más tierno con la brisa que despierta, más tierno con el aire que enfría, desde octubre, que invita, en los jardines de la infancia, si cabe, a los que buscan la aventura.
Y buscan la aventura los niños del entonces. El agua corre mansa, su paso acude lento a aquella cita: las aguas de la fuente se mezclan al arroyo, que corre sin apuro en esos meses. El puente que lo cruza no es una maravilla, y crecen las ortigas por debajo, mirando el curso lento y reflejándose.
El tiempo de las setas promete ese misterio que sienten los más niños. Los viejos les advierten que hay algunas que matan con tocarlas, y es mentira, pero es prudente siempre meter miedo. Los niños son curiosos, descubren este mundo y advierten, con sorpresa muchas veces, que el bosque siempre esconde alguna cosa.
Y el ruido de los trenes, sacrílego y violento, se escucha cuando llegan. ¡Qué cerca la estación de aquellos montes! ¡Qué mundos enfrentados! Las ardillas están acostumbradas al chillido que suena cuando vienen los trenes de estaciones perdidas en caminos apartados, camino de Avilés y de su industria.
Pero hay otros sonidos. Son chicos ya mayores que vienen por castañas. Y es pronto todavía, según dicen, pues no murió del todo ese verano de tardes en las playas y pedreros.
-¿No vienes con nosotros? -preguntan a otro niño que mira con temor esa arboleda-. No hay lobos ni raposos en el monte.
Lo cierto es que hay raposos, y no tienen peligro. Los lobos son más fieros, y el fiero jabalí también parece tener ese peligro legendario que tienen, en los cuentos, esas bestias. Pero este bosque es bello. Sus árboles nos hablan de todos los hechizos que contemplan, de raros aquelarres en el claro.
-¡Miradlo! ¡Qué gallina!
Es tiempo de gomeros, de viejos tirachinas, de guerras con los otros vecindarios, de gritos y peleas entre niños que luego olvidarán esas disputas.
-¡Cobarde! ¡No te vayas!
-¡Dejadme en paz, cabrones!
A veces los enfados tardan horas, a veces duran días y hasta meses…
Y llegan los ocasos. Pensad en los ocasos… A veces, el crepúsculo se tiñe de colores en los valles, cuajando sus colores y sus brillos en raros espectáculos hermosos. En raros espectáculos de luces y de sombras. Y el bosque se hace oscuro y, en la noche, no pueden distinguirse los senderos.
Y quedan solitarias las ramas del castaño, las hojas de eucalipto, los verdes azulados de la tarde que muere, melancólica, anunciando que pronto morirá ese viernes triste. Yo sigo mi camino. La casa de mis padres espera a que yo llegue, y, mientras llego, mi madre ya prepara la merienda.
La cena estará lista después de algunas horas. Y llega ya la noche. Y el cielo está nublado en las Asturias. El cielo está nublado, como siempre, bajo ese cielo azul que está cubierto. Y empieza la llovizna. Y pongo la capucha. Aquellos eran tiempos de capucha, de abrigos, chubasqueros y paraguas.
Recuerdo de mi madre la luz de su mirada, de un pardo siempre claro. Miraba con ternura, y aun la veo, con gesto cariñoso, como siempre, sabiendo regalar, como una madre, los besos a sus hijos, que viene de la calle con manchas en los chándales de siempre, con barro en los cordones del calzado.
Los ojos se me empañan queriendo recordarla… Entonces yo era un niño. Jamás imaginé que ocurriría… Son cosas que suceden, me imagino. Parece que la veo como entonces. Entré y dejé las cosas, y quise ir hasta el baño: tenía algo mojado el chubasquero y el barro me pasaba de las suelas.
Aquellos eran tiempos de pan y de nocilla, y el pan y la nocilla gustaban más que un cacho de chorizo, que aquel jamón tan fino o que ese lomo que ponen en la tienda de la abuela. Me acuerdo de la tienda, me acuerdo de ese verde pintado en las paredes y los muebles, del viejo mostrador y los estantes…
La madre de mi padre fue siempre generosa: rufinos, gusanitos, cropanes, tigretones y panteras, también las patatitas -muy saladas-, los donuts y los chimos, y esos bollos de pan, siempre crujientes, con cuernos bien dorados. Pilar lo daba todo sin medida, por eso la quería todo el mundo.
Quedaba atrás el bosque, los viejos castañares que siguen en su sitio. Atrás quedaban todas las ardillas, atrás los ratoneros, cuyas alas cortaban majestuosas las alturas, siguiendo alguna presa, queriendo capturarla. Aquellos fueron días muy distintos, de halcones, de milanos y de ferres.
Y ahora era el momento, tras una ducha rápida -olía mucho a monte-, de ver algún programa en la Primera, quizás unos dibujos animados, tal vez una película empezada. Mi padre llegaría más tarde del trabajo. Y luego, tras la cena, yo me iría, como solía siempre, con Maruja.
Maruja, la otra abuela, tan pobre como hermosa, manchada por la nieve callada de los años silenciosos, que arrancan de la vida al que la vive, llevándolo a la noche más oscura, vivía en la buhardilla, y en ella yo dormía los viernes y los sábados, dichoso de aquel tiempo feliz que me tocaba…
Y, hoy día, hago memoria. La Fuente de los Ángeles nos canta sus canciones. Y ya no tengo abuelas que me abracen, y ya no tengo madre que me bese. El aire las llevó, y el tiempo infame. Y, entonces, en la fuente, recuerdo aquellas tardes, recuerdo aquellos viernes del otoño, los densos castañares y los pardos.
Fue un tiempo de enanitos, de lobos en los cuentos, de sílfides extrañas… Soñar con esos bosques otoñales y setas entre el verde y la maleza, cuidando no tocar a la muscaria… Momentos inocentes de tierna fantasía, de magia en cada prado, de silencios que dejan un misterio en el espíritu…
La Fuente de los Ángeles, con toda su belleza, mantiene su nostalgia: volver a la niñez siempre es posible, tener ese retorno hacia otro tiempo distinto de este tiempo en el que estamos, buscando los castillos, jugando entre las hadas, perdiéndonos en montes apartados que ven los aquelarres de las brujas.
Y el bosque cuyos cantos son cantos de las aves, de pájaros que vuelan y juegan libremente con el aire, parece seducirnos con su hechizo, las raras humedades que lo llenan, un eco, una caricia, tal vez esa caricia del agua rumorosa en la cascada que corre hacia el Noval con gran apuro.
Camino por los montes, contemplo aquellos mares, recreo en la memoria la imagen de mi madre y las abuelas; la imagen de mi tío, en otro tiempo; la tele en blanco y negro, en la cocina, que, luego, tras los años, cambiaron siendo pobres, por una ya en color, ya más moderna, no lejos del lugar de la nevera.
Y pienso que los días de infancia se me fueron, la magia huyó cobarde, las tardes de los viernes fueron bellas -tal vez más que los sábados de entonces-, y el bosque prometía la aventura, su brillo prometía rincones misteriosos que esconden a los duendes de la zona, prudentes, siempre tímidos, discretos.

2020 © José Ramón Muñiz Álvarez