EL TESORO
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por Alejandra Correas Vázquez


Existen hechos inolvidables que se graban dentro nuestro y nos acompañan toda la vida, porque han iluminado el ensueño. Tal fue para mí el entierro de nuestro tesoro. La creciente fantasía aprisionada en nuestos espíritu, de niños fantasiosos, aumentó su caudal y forjó ingenios.

Un verano completo bajo el inclemente calor de enero, a la sombra de algarrobales, fundimos el oro y la plata dándole la forma de doblones áureos y argénteos. A fin de ocultar nuestra riqueza de la vista de todos, decidimos enterrarlo. Dibujamos el plano en pergamino y su escondiste en un lugar sólo conocido por nosotro,. estábamos es claro en la casa de veraneo familiar de la sierra cordobesa

Nuestros doblones consistieron en círculos de cuero del tamaño de una yema de dedo (aunque para nosotros brillaban como el oro y la plata) los cuales cortamos con la tijera de nuestra madre, robada a escondidas. Y el arcón donde los guardamos fue una obra artesanal hecha en madera blanda. Un cofre pequeño, la más preciosa de cuantas nacieron de manos infantiles.

El plano mágico (que produjo delirio en mis sueños, y que aún me fascina por su prodigio) era un dibujo de nuestra casa vista desde la altura de un chimango a vuelo rasante. Su escenografía inigualable colocaba esta casa en el centro, rodeada por la galería donde jugábamos, con la cocina, la despensa, y la cochera.

La larga avenida de álamos y la ubicación de todos los talas que nos rodeaban, contados uno a uno. En proximidad hallábase el arroyo festoneado de sauces lacrimosos. Una cruz indicaba al pie del penúltimo álamo, aquel imborrable escondite.

Con él soñé. Con él me acuné en días de ensueño. Era su dimensión la de un gigante y ni el gran arcón de la abuela, provimiente de la época colonial, alcanzó grandeza semejante. Nada había en riqueza, superior al pequeño cofre con nuestro tesoro.

Yo misma a tu lado recorté las monedas de cuero. Presencié la manufactura del cofrecito tallado en madera. Vi dibujar el plano y me fascinó ante todo, en el momento que quemaste sus bordes para otorgarle un sentido de antigüedad. Finalizado este acto quedé como estática ante la magia final, y sus bordes chamuscados me dieron la sugestión de los siglos.

Los círculos opacos de cuero tuvieron y siguen teniendo para mí, destellos dorados. Los tuve entre mis dedos y su tamaño escasísimo, su reducido peso, cargaban mi mano con la pesadez del metal precioso.

Yo nunca les vi su color de tierra, su borde irregular, porque eran de oro y plata. Lo siguen siendo aún hoy, en mi imaginación, sin haber perdido nada de su destello. Con mis propios ojos veía como brillaban en sus luces áureas y argénteas. Y en este día que los retrotraigo del pasado, percibo como muchas veces lo he hecho, mi doble conciencia de aquel momento. Cuando admiraba el cuero y el oro al mismo tiempo. Veía y pensaba por separado, porque para nosotros —los dos niños— fue la riqueza más fabulosa que tuvimos entre nuestras manos: ¡Un cofre del tesoro!.

Ni los adornos de plata con incrustaciones de oro de nuestra sala dentro de la casa, como lujo familiar, brillaron con igual lujuria.

La ceremonia de su entierro, durante una siesta de sigilo, duró muchísimo. Nuestro tesoro no podía ser violado por nadie, y por ello esperamos que todos siestiaran, para esconderlo. Ninguna amenaza sobre iguanas que corren a los niños, cuando salen a la hora de la siesta, podía detenernos.

Pero era un secreto absoluto. Algo escapó de aquel engranaje en secreto, único entre los dos. Porque más adelante, a la hora de la cena, de la cual los niños (habitualmente excluidos) participábamos en algunas noches muy cálidas. Nuestra prima mayor intervino y era muy indiscreta. Advertimos que el secreto se había filtrado, por intermedio de una sirvienta, que algo sospechaba y no participaba de él.

Y me sonsacaron toda la noche en la cena, sobre la existencia de un plano del tesoro. Como yo aún no había advertido, dada mi edad, la hilaridad que nosotros despertábamos en los adultos. Y como mi conciencia sobre el silencio, sobre el secreto, no era absoluto dado que nunca ocultaba nada. Yo no sabía mentir, sintiéndome presionada entre el Sí y el No, respondí ante la insistencia de ellos que estaban divertidísimos:

…”sí”… casi en susurro y abatatada

Aquello bastaría para una ruptura contigo. Consiente como tú estabas de que éramos una especie de bufones de un reino familiar. Al día siguiente no querías jugar conmigo, aunque jamás ninguno de los adultos llegaron a ver el plano y nunca nadie de ellos supo en qué consistía el tesoro, ni de qué estaba compuesto.

En mi recuerdo de hoy, la tragicomedia de aquel tesoro tal como lo veo, la burla en los ojos de los otros. La coronación de todo el cuadro que necesitaba, ante la solemnidad nuestra, su cuota de desenlace cómico. Pero nosotros lo sentimos como una maldad.

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Unos años después, en los días que regresamos ya adolescente, paseamos bajo el techo de los álamos en un enero semejante al primero. Habían pasado varios años de nuestra aventura infantil, y nuestro crecimiento físico nos convertía ya en un proyecto de junentud.

Nos detuvimos junto al penúltimo árbol y con una navaja cavamos el suelo ...

¡Apareció el cofre del Tesoro!

La madera se deshacía al levantarlo, pero de su interior cayeron los doblones de cuero que estaban casi intactos. No se había esfumado el tesoro casi por completo, y quedaría sublimado en adelante en nuestro recuerdo.

Sus destellos dorados y plateados pertenecían a una presencia inmortal, y mi recuerdo ha sido siempre de fosforescencias en oro y plata. Fue aquel un tesoro auténtico y guardaba sus secretos ignotos, sobre una procedencia de siglos, que sólo podía entroncarse en el escenario de una tierra de misterio creada por los niños.


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