CÓRDOBA DEL TUCUMÁN

.............Parte 1...........

SIGLO XVII—SUDAMÉRICA
(Novela Colonial)

por Alejandra Correas Vázquez

1 — LA LLEGADA
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Tiempo. Siglo XVII. Reinado de la Casa de Austria. Escenario. Virreinato del Perú. Indias Occidentales. Ciudad de Córdoba del Tucumán. Ciudad universitaria de los Jesuitas erigida detrás de un desierto de sal. Rodeada de pampas solitarias y sierras salvajes. Circundada de churquis espinosos y barrancas de greda roja. Centro del continente Sudamericano en el cono austral. Hacia el sur, este y oeste de la ciudad de Córdoba, al pie de la erudita comunidad universitaria, se extiende la inmensa prehistoria sudamericana que se halla en el estado primario de piedra pulimentada.

Un carruaje penetró en aquellos días por las calles cordobesas empedradas, y el duro repiqueteo de los cascos de sus caballos despertaron a Don Alvaro, un joven visitante, al mismo tiempo que una luz de amanecer inundara su asiento. Llevaba polvo de caminos e infinita espera …¡Pero al fin hallábase en Córdoba!... La Ciudad Monasterio, adonde el imperio español de ultramar asentara su residencia más austral e inverosímil.

En ese mundo indómito de primitivas tierras, sobre la cual ninguna civilización emergiera nunca por evolución propia, una sociedad erudita y distinguida colocaba ahora su brillo de elocuencia ¡Y Don Alvaro había llegado con inquietud desde Oporto a presenciar este contraste!

Una cara angola muy obscura, de elegante librea roja, resaltante en su rostro brilloso le abrió la portezuela del carruaje. Y una vez que Álvaro puso sus pies en el adoquín grisáceo, impactado por el sortilegio pétreo que lo envolvía pudo apenas balbucear una palabra, al contemplar la sobria imponencia del Colegio Mayor erguido a su frente.

Toda la construcción parecióle de una extensión asombrosa, luego de que la travesía desde el Alto Perú hacia el Tucumán, le hizo surcar para arribar al Tucumanao un país inacabable en tierras vírgenes y semidespobladas. Don Alvaro comenzaba ya a olvidar las penurias pasadas, mientras que dos cholos quichuas coloridamente ataviados con sus trajes indios, que vinieran acompañándolo desde el Bajo Perú, retiraban del carruaje su pesado arcón dispuestos nuevamente a seguirlo.

Varios jóvenes alegres y togados conversando en mesurado murmullo cruzáronse con él, poniendo en evidencia con los libros que portaban, a su condición de estudiantes. Pero callarían de improviso con sorpresa al advertir la figura estilizada y elegante del viajero, en un sitio alejado como aquél, adonde arribaban muy pocos extranjeros. Dando esto lugar, a que Alvaro se detuviese también para observarlos.

Fijas las miradas en la curiosidad de todos, el recién llegado lució con orgullo su coqueto mosquete, preparándose para el diálogo, hecho común entre jóvenes. Mas los estudiantes continuaron de prisa el camino al comprobar la mirada inquieta del preceptor —un Jesuita rubio y corpulento— quien circulaba pausado con un libro en la mano en actitud de leer, por el costado opuesto de la calle. Al partir sus discípulos, el maestro volvería a enclavar su vista en la lectura. Ante tal situación, Don Alvaro dirigióse hacia él:

—“Vuesa Merced…”

—“¡Ave!”— respondióle el Jesuita

—“Vengo de Oporto. Soy lusitano. Me llamo Don Alvaro Vasques de Almeida y he llegado hasta Córdoba del Tucumán en busca de mi tío, Don Ruy Mendes de Almeida, quien hace veinte llegó a esta ciudad alejada del mundo, en tiempos del rey Felipe de Austria, el cual fuera antaño rey de Portugal.”

—“Caballero lusitano— contestóle el Jesuita —sobre aquel portal veréis vos el escudo de Don Ruy.”

Dirigió entonces el viajero la mirada hacia una fachada próxima a sus ojos y al reconocer el escudo injerto en el pórtico, extendió los dedos de su mano diestra en cuyo anular un anillo de sello reproducía el mismo anagrama. Don Alvaro había llegado ¡Sí! Sin lugar a dudas. La figura alta y togada del Jesuita fue alejándose lentamente, tal como apareciera. El joven contempló su silueta perdiéndose en el pétreo ambiente y dijo para sí:

—“Sin duda es claramente un flamenco, por su acento y su mudez. Pero estos dos coloridos personajes indios que me acompañan desde Lima, con tanta ceremonia y altivez como cortesanos de la corte de Braganza ¿porqué son también mudos? Si aquí en esta casa está mi tío… ¿Tendré por fin alguien con quien hablar?”

La travesía interminable del Camino Real por desiertos y salinas sin vida humana, por serranías de reptiles y pumas, habían dejado su mente trastornada. No, nada veía, ni comprendía con claridad, ya que era un noble europeo habituado a un continente poblado. Luego de permanecer tanto tiempo hablando sólo consigo mismo, desde la partida del Alto Perú hasta arribar aquella mañana junto al río Suquía y su extraña ciudad, creía él que también podría haberse vuelto mudo..

No… No esperaba encontrar una civilización detrás de un desierto de sal, donde ya nada debiera existir. Donde el mundo construido por los hombres ilustrados del Bajo Perú y el Alto Perú había quedado hace mucho a sus espaldas. Donde el Kollansuyo de los Incas nunca, en su tiempo, penetrara con su cultura.

Pero de improviso, como un espejismo irreal recortado en visión, apareció ante sus ojos esta Ciudad Monasterio que sí era real. Creyó que al tocarla ella iba a disiparse como un sueño de viajero cansado, sediento por exceso de sol, aterrado de arañas gigantes y agresivos pecarí. Pues no imaginaba hallar nada ni a nadie a estas alturas de los acontecimientos. Aunque hacia aquí venía su ruta desde la lejana Europa en busca de su tío, quien hacía veinte años partiera de Oporto rumbo al Tucumán.

Y así confundido y desconcertado Don Alvaro admiraba esos muros de piedra, bien trabajados, con portales de madera labrada erguidos junto al confín de la tierra civilizada, donde las naciones conocidas parecieran haberse eclipsado. Y el joven portugués en el final de su travesía observaba todo con asombro, sin reconocer empero al principio, debido a su cansancio, el escudo de aquel pórtico que era el mismo del castillo lusitano que él llevaba en su anillo de sello.

CONTINÚA