LA PELADA DE LA CAÑADA

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por Alejandra Correas Vázquez

Aquella madrugada la policía dedicábase a desalojar “Peladas” de la vereda de La Cañada, pues era la noche posterior al Día del Estudiante (21 de septiembre) el cual había dado lugar a numerosos asados serranos... Tanto como a guitarreadas nocturnas en los domicilios céntricos, especialmente del mentado “Barrio Clínicas” estudiantil de la ciudad argentina de Córdoba, adonde se concentraban en mayoría los jóvenes universitarios, siempre dispuestos a una alegría contagiosa.

Y por lo tanto de acuerdo al ritual estudiantil, a la proliferación de “Peladas” matutinas. O sea, disfrazados como el fantasma de la Pelada de la Cañada. La Cañada es un arroyo amurallado que divide en dos a la ciudad, el cual con las crecidas desborda trepando su muralla.

La noche tibia que daba final al invierno, y comienzo a los exámenes o a la preparación de los mismos, era la indicada para el primer brindis y el último, por un tiempo prudencial. De tal modo que ellos no habían querido terminar sus festejos primaverales, sin el ritual estudiantil de salir disfrazados de :

“PELADAS”.

Con la cara blanca muy embardunada por crema, harina, maicena o alguna pintura inofensiva. Los ojos bordeados de carbón o vaselina negra, al igual que la boca ...Rostro de Calavera... Ropa femenina más bien obscura, más bien con toallas colgando, o una larga salida de baño de los abuelos. Como también algún cubrecamas liviano arrollado desde el cuello que les permitiera correr.

Luego, zapatos femeninos o zapatillas fáciles de transitar para huir de persecuciones policiales... Y voz de mujer imitada a grititos agudos:

–—“¡Estoy tan triste... dame un consuelo!”— cuando la víctima era una jovencita madrugadora rumbo a la escuela, y a la que ellos perseguían por las calles pudiéndola galantear zafadamente, escondidos en este anonimato.

Los “mascaritas” también gustaban asustar a las ancianas de misa de 6 hs, las cuales por cierto poníanse furiosas, llamando a la policía.

Ellos iban moviendo las caderas muy femeninamente, luego de largos ensayos, y haciendo que su osamenta masculina resultara ridícula. Riendo ruidosamente, como una comparsa de Carnaval salida de contexto, donde los únicos que se divertían eran ellos. Esta inventiva vitalizaba un folklore cordobés por todos comentado, que tenía su espacio propio —inclusive— en los diarios. Desde el puente de Boulevard San Juan hasta el puente de Humberto Primo... todo ese largo escenario era de ellos (y del fantasma auténtico).

Los “canas” (los policías) ya les conocían este derrotero y cuando recibían alguna llamada desde el consistorio de una iglesia —generalmente por medio del Sacristán quien quería dejar libre el camino para que sus “viejas” volvieran en paz a sus domicilio— los uniformados buscaban un coche, dos caballos con jinetes ...¡Y a llevarlos a la comisaría!... hasta que alguien los retirara de allí. Y tal aconteció esa madrugada como otras veces.

Desde Humberto Primo hacia arriba ya habían llegado a atrapar una media docena de estudiantes disfrazados de Peladas de la Cañada ...cuando de pronto vieron a su alcance al séptimo, de la docena completa de muchachos que había salido aquel amanecer luego del festín estudiantil, para asustar a las ancianas iglesieras y a las bellas niñas del secundario.

Los muchachos en realidad ya estaban agotados, semidormidos, semipasados de jarana ininterrumpida. Y sentados en ese vehículo policial —custodiado por dos jinetes cansados— reían copiosamente hasta dejar correr lágrimas, conversando casi afónicos, en la compañía cómplice del “canita” que los vigilaba. Extendidos y adormilados convidábanse con un “pucho”. Irían ahora como otras veces hasta la comisaría para cebar mate al Cabo... y a volver lo antes posible (recogidos luego por un pariente o un profesor comprensivo) pues los exámenes se avecinaban y había que preparar todas las bolillas.

–—¡Es la “Pelada”! ...¡La ...Pelada!–— gritó el primer uniformado que iba delante de todos montado en su caballo

-—¡Por supuesto! ...otra pelada o pelado... ¡qué más da!— contestóle el jefe de la partida malhumorado, por aquella tarea que no revestía ningún interés profesional para él

-—¡Paremos ...Paremos! ...¡Es la Pelada! ... P E L A D A ... ¡Sí! —...¡Sí!... Es la Pelada…

El jefe policial asomó entonces su cabeza fuera del coche, pues ya nadie le obedecía. La figura femenina de obscura y larga vestimenta caminaba sobre la vereda en el borde de La Cañada, casi junto a ellos, a la altura donde el murallón de piedra se une con el Boulevard San Juan ... Y todos la veían desplazarse serenamente. No evidenciaba prisa ni temor por la patrulla policial, y lentamente cruzó el puente hasta desaparecer frente a todos : en el “Abrojal”.

¿Y quién podía a esas horas de semipenumbra con aquella vestimenta internarse en el Abrojal? ...¡Sólo la verdadera Pelada de la Cañada!

Canas y estudiantes quedaron petrificados como estatuas de sal. Y el tupido Abrojal ...esa célebre “tierra de nadie”... se cerró detrás de aquella figura delgada que contorneaba sus caderas, con movimientos ondulantes dentro de su larga y obscura vestimenta, no sin que antes volviese la cabeza para que todos ellos pudieran confirmar, que tenía cara de : ¡Calavera!

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¿La vieron de verdad a esa distancia y con esa penumbra?

Lo único cierto es que el Cabo en la Comisaría se quedó sin nadie que le cebara mate, pues ni siquiera sus “canitas” regresaron. Ni el jefe de la partida. Ni pudo conocerse quiénes eran aquellos estudiantes disfrazados de Peladas, que habían visto con sus propios ojos, a la verdadera “Pelada”.

¿Fueron testigos reales?

Quizás esto fuera posible en el mundo citadino de antaño, donde La Cañada tenía su hegemonía popular. Los niños jugaban de día sobre sus veredones. Los doctores se mostraban erectos por allí, rumbo al Palacio de Tribunales vecino a la Cañada. Las ancianas iban a misa de 6 hs. caminando. Las jovencitas del secundario cruzaban raudas por ella, camino a la escuela. Los diarieros madrugadores atravesaban sus puentes, voceando noticias nuevas y ofreciendo... “¡La Voz” o “Los Principios”!

Esa era La Cañada diaria. La de todos los cordobeses que habitaban en una ciudad casi colonial, cuando los semáforos y el transito eran un mundo enloquecido por llegar. Cuando las ciudades argentinas aún gozaban de la calma del Cono Sur.

Pero allí esa mañana en la Comisaría, el Cabo estaba solo ...La pava fría, el mate seco ...Y los canas ausentes sin aviso.

Todos habían huido a sus domicilios, con caballos incluso, en un estado de “chucho” que les duró el día entero. No se registró nunca ningún incidente malo que pudiera recordarse con respecto a dicha “Pelada de La Cañada” …Era motivo de disfraces y de juegos ...¡Pero producía un pánico irrefrenable! ...Y tenía su domicilio propio en :

¡ EL ABROJAL !