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Tema: José Luis Alvite

  1. #1
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    Predeterminado José Luis Alvite

    Mujeres, José Luis Alvite

    Una mujer deja de interesarte cuando te olvidas de intuir su desnudo y empiezas imaginar su autopsia. A menudo la belleza de una cita está en el viaje más que en la llegada. Nos fascina lo lejano, lo que parece innacesible.

    La mujer más hermosa es siempre la de la mesa de al lado. El amor fracasa con el conocimiento. Lo obvio interesa menos que lo enigmático. Más emocionante que ver una mujer bajo la luz es suponerla en mitad de un apagón. Lo fascinante de mis viajes es haber perdido el tren. Hay que ser sutil. Una mujer me dijo: «Cariño, no necesitarás pegarme un tiro; bastará con que me devuelvas el correo». Hace muchos años, Ernie zanjó una historia de amor porque le pareció que habían llegado a lo explícito. Ella se llamaba Brenda Lambert y tenía una sonrisa sin acertar, indolente, sin domicilio, una sonrisa ciega como una pisada. Cuando intimaron durante algunos meses Ernie le dijo: «Nena, hemos acabado. Llevo días pensando sobre lo nuestro. Sabía que algo se había enfriado entre tú y yo. No se trata de aburrimiento fisiológico. Lo que echo de menos en ti no es tu piel sino tu ropa». Días más tarde, el jefe me amplió detalles: «El amor necesita emociones, sexo, líquidos, eso que hace que el cuerpo funcione como el extintor de un cine. Todo eso es cierto. Pero el amor necesita también un par de botones. ¿Sabes por qué desistí con Brenda? Porque un día descubrí que lo que me fascinaba de su desnudez no era su cuerpo sino su biombo».

    Sobre las equívocas apariencias del amor hablé muchas madrugadas en el Savoy con Ernie Loquasto. Dice el jefe que las mujeres son seres muy complejos, con un mundo afectivo muy extraño. También dice que a las mujeres les gustan los tipos sensibles y resueltos, la clase de hombre muchacho, capaz de dispararte con sus equívocas manos de pianista.

  2. #2
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    Cortesías navideñas, José Luis Alvite


    El Savoy es uno de esos sitios donde la Navidad pasa desapercibida, como un tachón en la lista de chimeneas a visitar por Santa Claus. Los muchachos lo saben y por eso no le echan nada en cara al viejo gordinflón si, en vez de recibir una tableta de turrón rancia, la suerte les premia con la pedrea de un balazo a quemarropa.

    La última Navidad que disfrutamos como tal, fue la del 79. Recuerdo a un joven llamado Enrico Lambreta que, vestido de Papá Noel, se paseaba entre las mesas dejando regalos a los muchachos. Lambreta había llegado hacía apenas año y medio a la ciudad, procedente de Calabria y era un tipo impulsivo, que reía como si tuviese ataques de tos y en cuyas manos una caricia tenía mal cobijo. ¡Diablos, muchacho!, se notaba en su cara el aire seco y frío de las tristes mañanas de Calabria.

    En aquel año y poco, Enrico había prosperado, se había hecho un hueco en la familia y había podido dar un par de buenos golpes. Cosas hechas, sin un muerto de más, decía cuando se le preguntaba. Lo cierto es que cualquier habría matado por estar en el lugar de Lambreta aquel par de noches, en que se llevó a casa un par de sacas de banco repletas de esfinges de presidentes muertos.

    Aquella Nochebuena se puso barba y peluca canos, se metió un almohadón en los pantalones y se ciñó un traje rojo que apestaba a naftalina y Jack Daniel's. ¡Dios Santo muchacho!, nadie habría estado más fuera de lugar que ese Santa Claus ni si le hubiese disparado a las palomas que adornan la fachada de la comisaría. Le pidió a Ernie que pusiese música acorde al momento y se paseó entre las mesas tirando de un saco de terciopelo rojo. Se creía Robin Hood convirtiendo presidentes muertos en regalos, comentó al día siguiente Chester Newman, en su columna del Clarion, junto a la esquela de Labreta y la noticia del óbito en la sección de sucesos.

    El viejo Chester afirmaba en la columna que Lambreta depositó confiadamente una caja en la mesa de Rolstof, un ganster ruso violento como un pedo en un coro que, sin mediar palabra, le descerrajó el cargador de su Beretta y se sentó a terminar el cigarrillo. El mundo se hizo silencio, alguna corista lloraba y Rolstof seguía mirando, impertérrito el escenario donde hasta un instante Terry Shelton trataba de no atragantarse con la letra de una canción de Navidad.

    Al detective Fuller le confesó bajo coacción, que le había parecido una falta de respeto regalarle una cruz de latón a un judio confeso como él. Las doce balas siguientes las consideró una cortesía navideña.

  3. #3
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    Sangre y orina, José Luis Alvite


    Cuando Ernie Loquasto abrió las puertas del Savoy, soñaba con una clientela distinguida, gentes de la alta sociedad que únicamente torcían el gesto al encontrar muy seco su Dry Martini. Años después era él quien torcía el gesto al ver desfilar por su local a esa clase de tipos que sólo celebran el día de la madre cuando cae en miércoles y que siempre son capaces de ver el lado bueno de un balazo a quemarropa. Siendo sinceros, los tipos que cada noche llenan el local de Ernie no suelen ser del tipo de gente que cambia mucho, ni de bar, ni de agente de la condicional y, quizá por eso, la clientela se mantiene tan fiel como el terciopelo que oscurece las paredes. Tal y como lo definió el periodista del Clarion Chester Newman en un brillante artículo, el Savoy es ese tipo de lugares donde el barman, con infinita elegancia, deja sobre la mesa un whisky, el teléfono del sepulturero de guardia y la dirección de la salida trasera más próxima.



    Los chicos del Savoy no son de mucho hablar y es normal pasarse las noches sentado, bebiendo y sin despegar los labios, excepto para sentir el frío saludo del licor mientras adormece la garganta y embota el cerebro, pero ni es esa situación, con el calor seco que deja el último bourbon, es normal ver a alguien hacer un comentario. Por eso Jack Sullivan, Sully, nos dejó perplejos una noche del 76 cuando comenzó a hablar en voz alta, sentado en un taburete de la barra, departiendo tranquilamente con alguien situado un palmo más allá de su mirada perdida. Sully había sido teniente en Omaha Beach y, por lo visto, eligió aquella noche de febrero para contar todo cuanto recordaba del desembarco y del miedo que nos hace a todos iguales, mientras se trasegaba reposadamente su whisky sin hielo y justo antes de caer desplomado sobre la barra, víctima de un aneurisma.

    Nadie acudió al entierro porque a Sully no le habría gustado, pero durante la copa de despedida en el Savoy, Chester Newman, quien había cubierto el desembarco, dijo que el relato del difunto era tan real que, tras cinco bourbon, la saliva aún le sabía a esa mezcla de sangre y orina tan típica de la costa norte francesa y sentía ese extraño hormigueo en las piernas que le anunciaban que era hora de volver a correr los cien metros lisos, como antaño, frente a las ametralladoras, en aquella barraca de feria con arena, donde a cada infante se le daba, antes del desembarco, la extremaunción y el dorsal con su número de féretro.

    Algunos años después, hablando con Al de Sully durante una pegajosa madrugada de verano, Al me miró fijamente y me dijo, muchacho, puede que Sully terminase sus días tratando de levantar la barbilla del barro entre copa y copa, pero nadie corría más rápido que él y en la playa, en aquella picadora de carne y metal amenizada con música de Wagner, maldita sea, Sully dejó atrás a su propio miedo y su sombra le perdió de vista durante media hora, en cuanto media docena de balas del calibre cincuenta y dos silbaron junto a su cabeza, anunciandoles la cena a los buitres de St. Laurent sur Mer.

  4. #4
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    Historias del Savoy (II), José Luis Alvite.


    Me lo había advertido: “Anduve algo apurada esta mañana, así que no te asustes si encuentras la casa un poco desordenada”. Se había quedado corta. La cama tenía el mismo aspecto que si hubiese intentado suicidarse con una granada de mano. Había ropa por todas partes. Yo creo que incluso estaba arrugada la tulipa de las lámparas de la mesita de noche. “Instálate, cielo, que yo salgo del cuarto de baño en un periquete”. Me senté en el borde de la cama, sobre la que había un montón de fotos cortadas a tijera y una taza con un rastro reseco de café abultado como el macramé de una cicatriz. Al poco rato salió ella del baño, envuelta en una toalla, con el pelo mojado y la respiración agitada como si acabase de emplear sus energías en arrancar la taza del retrete. “Métete en cama, ¿no?”, me dijo con una mezcla de sugerencia y de ultimátum. En un instante retiró la ropa de la cama y se deslizó dentro sin quitarse la toalla. Yo me descalcé, eché los pantalones sobre una silla ocupada por topa de tres civilizaciones distintas y me metí en cama con la camisa y los calcetines. El agua de su melena no tardó en empapar la almohada. “¿Te molesta que me meta en la cama con el pelo mojado?”. “En absoluto, ¡como si quieres traerte también el grifo!”, contesté con ánimo de distender la situación.

    Entonces se hizo un largo silencio, se incorporó en la cama sujetando la toalla con una mano sobre el pecho y soltó la gran traca de preguntas: “¿Te parezco una fresca?, ¿qué piensas de mí?, ¿crees que una toalla de rayas me haría más delgada?, ¿por qué no te quitas al menos los calcetines? “. “Creo que eres una chica estupenda, que aparentas diez años menos de los que aceptarías con gusto y estoy seguro de que serías la envidia de las demás si te presentases a cenar en un restaurante vestida con esa toalla de baño, que te hace más delgada que tus huesos. Y en cuanto a los calcetines, te juro que son lo mejor de mi cuerpo”. Fue un éxito. Ella ladeó su cabeza sobre mi pecho y se ciñó la toalla con ese gesto tan femenino con el que las mujeres disimulan con descaro sus flaquezas. Yo tenía el cuerpo caliente y la cabeza empapada en el agua de la almohada. Sospeché que acabaría resfriado. Y que aquella aventura sería algo chocante, como haber pasado la noche estornudando en una panadería. También pensé que nunca me había metido en una cama tan revuelta. Y que con tanto ajuar seria como haberle propuesto relaciones sexuales a Lawrence de Arabia. “¿Sabes, cielo?, no me lo vas a creer, pero la última vez que hice el amor, aquel tipo me dio tanto asco que me pasé una semana yendo al baño con las piernas cruzadas”. “¡Caray!, ¿en vez de un orgasmo tuviste un cólico?”…

  5. #5
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    Peor sobrio que mal acompañado, José Luis Alvite


    ¡Maldita sea muchacho!, la esperanza de vida en el pueblo que nací era tan baja en aquella época que mi padre en lugar de una partida de nacimiento me escribió un epitafio, me confesaba Ernie Loquasto al calor de un mal paquete de tabaco rubio y un whisky que a duras penas le hacía sombra.
    No era la primera vez que Ernie se sinceraba conmigo y los muchachos, respecto a su infancia. Recuerdo oirle tiempo atrás comentarnos que lo único que sacó positivo de su padre fue que aprendió un oficio. Lo cierto es que Ernie con 11 años ya había pasado más de la mitad de su vida intentando sacar a su padre de tuburios poco apropiados para un niño y el resto jugando al otro lado de la barra haciendo tiempo mientras su padre, peleaba sin perder nunca la cara en el ranking de borrachos de la ciudad.

    Quizás, gracias a esos recuerdos, Ernie permitia aún la entrada a John Della Scafa. El viejo John había acudido al Savoy ininterrupidamente desde 1958 todos los días y ni una sola vez se permitió el lujo de irse sobrio a casa. Cuentan las malas lenguas que hace más de dos años que solo bebe a crédito, lo cierto es que hace más de dos años que se terminó la última botella de Whisky. Ernie dice que el viejo John ya tiene tanto alcohol en la lengua, que es suficiente el contacto con un vaso de agua.

    Que pena muchacho, recuerdo la primera vez que Al me presentó al viejo John Della Scafa. Era un tipo distinguido, con cierto aire chic, no en vano su madre era francesa y puta, algo demasiado glamuroso para la américa de aquellos años de la depresión. Su padre era de Kentucky, el resultado estaba claro, padres separados durante un embarazado de ocho meses y un dia, y un hijo, candidato a tirar la vida en un retrete entre alcohol, tabaco malo y unas deudas.


    No todo fue malo en la vida del viejo John, siempre cuenta la anecdota, de cierta vez que sobrio fuera de horas, conoció a una chica francesa a la que cortejó más de tres años, contaba que habían sido los tres mejores años de su vida, lastima que ella le hiciera elegir entre la bebida y ella. El razonamiento era claro para el viejo John: "Muchacho, era una mujer increible, pero jamas hubiera podido aguantarla sobrio".
    Última edición por Quintiliano; 14-may.-2010 a las 14:05

  6. #6
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    Historias del Savoy (IV), José Luis Alvite


    Con el paso de los años los muchachos del Savoy nos hemos ido haciendo mayores, Ernie Loquasto dice que incluso su saliva es postiza, al columnista Chester Newman se le nota que a veces escribe con el descreimiento de alguien que ya solo considerase noticia el suicidio de la muerte, y del ex boxeador Sony “Sweet” Sullivan ya casi nadie espera que recuerde el color de sus ojos minuto y medio después de haberlos visto escalfados en el desplanchado espejo del club. A veces uno tiene la sensación de haber bajado por primera vez las escaleras de este antro en una época remota en la que todo era tan invernal y tan oscuro que ni siquiera cabía el agua en la lluvia. Me pregunto cómo pudo pasar el tiempo sin haberlo notado apenas. Fue como haberme quedado dormido a finales de agosto y al despertar por la mañana me encontrase frente a los ojos el árbol de Navidad. ¿Cómo pudo ocurrir todo tan deprisa? ¿Cómo pude despertarme montado en el esqueleto del caballo en la nana de cuyo trote me quedé hace rato dormido?

    Recuerdo, como si acabase de suceder, la noche que escuché aquel consejo primerizo del viejo barman del Savoy. Me recomendó que me tomase “una copa para afrontar la situación y otra, muchacho, para olvidarla”. Ernie Loquasto llevaba poco tiempo al frente del club. Se lo había comprado al viejo Giacomo Pavese, un tipo muy desconfiado del que se decía que cacheaba a su madre antes de abrazarla y que por lo visto había llegado al extremo de zurrarle a su mujer cuando estaba embarazada porque se le metió en la cabeza que aquel hijo no solo no era suyo, sino que ni siquiera parecía seguro que fuese de ella. El rudo Pavese fue cliente del Savoy hasta su muerte. Fue él quien una madrugada me sugirió que me tomase las cosas “con la inquieta calma que se necesita para que el sudor te enfríe la cabeza”. “Todo llega inexorablemente a su debido tiempo, hijo, de modo que métete en la cabeza la idea de que la vida hay que vivirla como la viven esos tipos que saben que lo importante es tomar a tiempo el primer tren que salga tarde”.

    Antes de que Ernie se tomase a pecho mi educación en el Savoy, fue Giacomo Pavese quien me puso al tanto. “Las cosas –me dijo una de aquellas noches- hay que verlas con una mezcla de realidad y de presentimiento, como hacía mi difunto padre, que tarareaba las canciones del cine mudo”. El viejo Pavese era un hombre muy protegido. Hablar con aquel tipo no estaba al alcance de cualquiera. A mí me vino al pelo el aval de Ernie Loquasto, que era amigo personal suyo y me facilitó una relación breve pero intensa con el anterior propietario del Savoy. En cierto modo fui un privilegiado. Otros fracasaron en el intento de intimar con él. Chester Newman, que llegó a retratarle en sus columnas, suele recordarlo como “aquel tipo hosco y legendario de cuyo corazón muchos presuntuosos solo pueden recordar el olor corporal de sus guardaespaldas”.
    Última edición por Quintiliano; 13-may.-2010 a las 22:18

  7. #7
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    Historias del Savoy (III), José Luis Alvite


    Fue en el 56. Una tarde Salvatore Fiore volvió a casa con un disparo en la cara. Acaban de embalsamar su cuerpo en la funeraria del señor Mangano. Su piel tirante brillaba como si le hubiesen pasado a pincel el azogue de un espejo. A las tres o cuatro horas se presentó en el domicilio de los Fiore un señor jadeante y corpulento al que acompañaban varios individuos fríos y disuasorios; uno de ellos, con el aspecto de haberse afeitado con un martillo, sonreía con ahínco, como la inquietante expresión de alguien cuya sonrisa como multada a mí me pareció una felicitación de navidad pegada con sarro en el parabrisas del coche fúnebre. El señor jadeante y corpulento besó la mano de la señora Fiore y le entregó con discreción un cheque en el que había casi tantos números como en un almanaque. “Si tiene problemas para cobrarlo, señora, dígale al director del banco que marque con sus dedos esa cantidad, omitiendo la coma, como es natural; esas cifras son mi número de teléfono”. La madre de Tonino no hizo preguntas. Entonces no se me pasó nada así pro la cabeza, pero al cabo de los años comprendí que la señora Fiore había encajado el luto como si a su marido le hubiesen disparado en la cara con el bombo de la lotería. Salvatore había sido instalado en un féretro muy recargado y confortable en el que el padre de Tonino tenía el magnífico aspecto del que esperase la bandeja con la cena fría. Acudieron muchos vecinos a la ronda del pésame. La muerte era entonces una tradición social y en verano daba gusto ir a cualquier casa en la que hubiese u difunto que refrescase el ambiente. A Salvatore lo asesinaron en otoño y supongo que nadie acudió atraído por el refrigerio de la muerte. A Tonino su madre lo abrigó mucho para que no se enfriase al darle el abrazo a su padre.

    Aquella noche cené en la cocina de los Fiore. Ornella nos preparó algo que parecía cocinado con el esqueleto del fuego. Recuerdo haber cenado un filete farragoso y menos que templado, pero al habérmelo servido Ornella Fiore de la mano de sus propios ojos, me sentó igual de bien que si me hubiese comido su bufanda. Pasada la medianoche me dieron a beber una sopa gris y algo espumosa, un líquido que empañaba los ojos, algo invertebrado e insípido que, sin embargo, me causó la misma excitación que si Ornella hubiese aviado aquella sopa cociendo el sillín de su bicicleta en el agua venérea de haberse bañado. Creo que fue precisamente aquella la noche cuando en el trance de la angustiosa orfandad fraguó para siempre en el cuerpo de Ornella Fiore el ganglio de la feminidad, aquella sebácea ristra sinoidal superpuesta en la somera delgadez de su infancia, como una glandular estrella del cinema crucificada de negro en la leñosa percha del hambre. Salí a la calle detrás de aquel implacable cortejo, que se esfumó en el interior de un par de coches a los que mismo parecía que se entrase por la portada del periódico. Y recuerdo que no tardó ni diez segundos en doblar la esquina el suave “Tedeum” de sus motores.

  8. #8
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    Un Buick negro, José Luis Alvite


    Dicen, quienes no conocían a Jack Bally, que la primera víctima de una guerra siempre es la Libertad. Los que tuvimos la desgracia de conocerle sabemos que en los prolegómenos de una contienda, el primero en llevarse un balazo del veintidós sería él. Jack era, según Ernie, mezquino, envidioso y bocazas, las tres peores combinaciones para meter juntas en la cabeza de un mafioso.

    Personalmente, nunca le traté, pero coincidí con él unas cuantas noches en el Savoy y puedo decir que no fueron las mejores noches del local. Normalmente, el restaurante de Ernie Loquasto parecía un oasis en medio del mundo del hampa pero, cuando Jack Bally aparecía, todo se convertía en una cloaca. Su presencia corrompía el hielo de las copas y conseguía que la voz de las chicas se volviera más aguda.

    Por eso nadie alzó la voz la noche que Bally desapareció y hasta el detective Fuller utilizó la versión más abreviada de su interrogatorio. A los clientes del Savoy les preguntó su nombre, su coartada y cómo estaba la ternera del menú. Nadie habló de Jack porque todos sabíamos qué había sido de él. Y a nadie le importaba.

    Para un gángster, labrarse una reputación es tan importante como mantenerse alejado de sus enemigos y, precisamente eso, fue lo que no supo hacer Bally. Me lo contaba Chester Newman, el periodista del Clarion, entre recuerdos y vasos de ginebra. Al día siguiente de la desaparición, se dieron todas las claves en su periódico e, incluso, la pista que le indicó a los chicos de azul dónde ir a pedir su cadáver.

    Según Chester, Bally se pasó semanas acosando a una tal Loreta, con la sana intención de hacerla pasar por su catre. Hombre de excesos y pocas luces, sus tretas incluían las drogas para obtener audiencia y la violencia para conseguir resultados. Desafortunadamente para él, Loreta, que era la hija de Giovanni Crampone, padrino del Upper East Side, sólo tuvo que contarle a su padre la fea costumbre de Jack de silbar melodías de Bing Crosby durante las agresiones.

    Dos noches después, mientras Jack Bally degustaba la especialidad del cocinero del Savoy, media docena de tipos malencarados le invitaron a salir del local, tapizando las mesa circundantes con sus dientes. A la salida felicitaron al Maître por la merluza, pagaron la cuenta y desaparecieron en un Buick negro como el futuro de Bally. Chester Newman, que salió detrás, sólo pudo certificar que llevaban dirección sur y que, desde el asiento de atrás, uno de ellos le gritó que lo fuesen a buscar al vertedero, junto las madrigueras de las ratas.

    Sin excesiva prisa por corroborar el dato, el detective Fuller tardó tres días más en personarse en el vertedero. No le hizo falta buscar mucho porque los muchachos de Don Giovanni habían cumplido con su palabra pero sí necesitó más tiempo para identificar el cuerpo. Tuvo que esperar a que el forense juntase todos los pedazos que habían dejado desperdigados para poder certificar que aquel puzzle había sido Jack Bally. En su informe, el detective concluyó que Jack Bally se había suicidado abriendo demasiado la boca.

  9. #9
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    Historias del Savoy (I), José Luis Alvite.

    Ahora que lo pienso, de los personajes del Savoy en muy contadas ocasiones se me ocurrió precisar su raza. Es una excepción el caso del ex boxeador Sony “Sweet” Sullivan, pero se da la curiosidad de que ni él mismo está seguro del color de su piel porque con las secuelas de su carrera en el ring olvidó por completo su pasado, así que si pusiese guantes, probablemente ni siquiera sabría que pertenece a la misma raza que Sammy Davis Jr. Del resto podemos intuir que son blancos los personajes cuyos apellidos delatan su origen italiano, como ocurre con Ernie Loquasto, Tonino Fiore o Jerry Mangano. Dice el columnista Chester Newman que a la gente la raza no se le suele mirar en la piel de la cara sino en el forro de los bolsillos, de modo que “nada blanquea tanto una mano negra como el jodido color del dinero”. Según el viejo zorro del Clarion, “Si Leonardo Da Vinci pintase ahora ‘La Última Cena’, Cristo saldría sentado a la mesa con los Harlem Globe Trotters”.

    El pianista Larry Williams es un negro con la contención de un blanco. Quiero decir que es un tipo sedentario y poco expresivo que sólo se hace notar en las fotos oscuras cuando le convencen para que sonría como si fuese a resucitar. Es conocida la pasión que muchos negros sienten por la extravagancia, lo que explica que se vistan de manera tan llamativa, con el cuello de la camisa montado sobre las solapas del traje y las manos tan adornadas que a veces les ocurre como a Winnie Hardy, al que las joyas le pesan más que la pistola y cada vez que dispara es como si el crimen lo estuviese cometiendo una rondalla. No es así Larry Williams. A Larry es como si lo que le sucede en el corazón no le ocurriese en la cara. Solo por su repertorio se puede intuir su estado de ánimo. De él escribió Chester Newman que “en el rostro del pianista del Savoy la felicidad resulta tan extraña como una buena noticia escrita en la tapia de un cementerio”. No es así en el caso de Winnie Hardy. A Winnie le pierde su estilo distendido y hablador. Es corpulento y decidido pero son pocos los jefes del hampa que confían en él porque Winnie Hardy es uno de esos tipos que incluso parecen incapaces de guardar el secreto de su propia muerte. Cada uno a su estilo, ambos son gente entrañable, Winnie porque podría sonreír con la excusa de un derrame cerebral, y el bueno de Larry, porque es íntimo y personal y porque sé que controla la sed como si temiese que el agua pudiese dañarle para siempre su delicada dentadura de azúcar. “Sweet” Sullivan es un personaje intermedio. Es negro pero da la sensación de ignorarlo. Dicen que los golpes le hicieron olvidar su pasado y su raza, aunque su cara tiene tan poco contraste, que tendría que sudar para verse las facciones en el espejo. ¡Joder!, el bueno de Sony se comporta sin raza, embaucado por el ambiguo sopor del castigo, como si los golpes del boxeo ¡Dios santo!, le hubiesen transformado en un incoloro personaje de la radio.

  10. #10
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    Historias del Savoy (V), José Luis Alvite


    A las tres de la madrugada, en cualquier garito de la ciudad hay dos o tres fulanos con cuyo rostro se podría esclarecer la última caída de la Bolsa y seis asesinatos. Con razón dice el detective Fuller que cada vez que se cruza con un hombre a esa hora, no sabe si darle las buenas noches o leerle sus derechos. A Lorraine Webster la asesinaron a las tres de la madrugada en Shorts, un bar de mala nota que tiene merecida fama de que nadie se fija en nadie, de modo que a última hora no es rato que el barman haga el arqueo de su caja a sabiendas de que al cadáver de la mesa del fondo sobra quien le haya pagado las copas. En sitios como Shorts todo el mundo tiene tan mal aspecto que podrá ocurrir que en la redada por un asesinato la Policía incluso sacase esposado al muerto. No comprendo qué podía buscar Lorraine en un sitio así. Tantos años después de su muerte, todavía me pregunto qué clase de aliciente puede encontrar una mariposa en el interior de un cerdo.

    Lorraine estaba acostumbrada a las malas compañías y a los lugares confusos pero jamás la imaginé en un garito como Shorts, un sitio en el que la mitad de la clientela incluso podría estar de vuelta de la muerte. Artie Fuller me dio algunos detalles de las pesquisas policiales pero no hubo un solo detalle que me quedase medianamente claro. “Pudo ser cualquiera, Al, muchacho, ya sabes lo que dice el columnista Chester Newman, que las únicas diferencias entre Shorts y la guerra son los pufos, el bidé y el barman”. La muerte era lo habitual en un lugar tan desalmado, de modo que el balazo en el pecho de Lorraine Webster el forense lo zanjó como si en una mujer tan hermosa aquel proyectil del nueve largo fuese bisutería. El detective Fuller quiso animarme con una nota de cumplida humanidad: “Si te sirve de consuelo, muchacho, te diré que Lorraine tenía el magnífico aspecto de un cadáver dispuesto a colaborar, así que el teniente Hoffman tomó nota de que tendido en el suelo del Shorts yacía un cuerpo de una mujer que aparentaba retención de empaque”.

    El caso es que rehusé ver el cadáver cuando lo velaron en la funeraria de Jerry Mangano. No quise verla resplandeciente e inanimada, como un sello de correos al que le hubiese fallado la goma. Su muerte sigue siendo un misterio que no hace sino revalorizar su recuerdo, como un van Gogh con una mancha de sangre en la firma. Hace muchos años de aquello, muchacho, pero todavía al pronunciar su nombre me sube la saliva a la boca. Con el tiempo conocí a muchas mujeres. Ninguna es como ella. Tienen los ojos parecidos, pero es distinta la letra a lápiz de su mirada. Sólo Lorraine era capaz de precintar un espejo con aquella mirada en la que había un tercio de ginebra, dos partes de neón y una aceituna empalada con un hueso invertebrado.

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