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Tema: José Luis Alvite

  1. #51
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    14-abril-2010
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    Desvelados por el hambre, José Luis Alvite


    En una discusión sobre la esencia del amor, le dije a mi amiga del alma que muchas de las parejas que yo conozco almuerzan sin decirse palabra y que cada vez que salgo a cenar a un restaurante, observo que incluso entre novios de poco tiempo se produce ese silencio casi misional alterado apenas por el sonido casi quirúrgico de la cubertería y por el rumiante murmullo de la masticación. ¿Es eso amor?, me pregunto. ¿Qué es lo que les une?¿Resistirán mucho tiempo en una relación en la que aparentemente lo que les une no parece mucho más sólido que la carta en la que el camarero les sugiere el menú? ¿Es eso amor? ¿Cuál es el secreto de que se hayan emparejado y la razón por la que siguen juntos? Mi amiga se enfada porque cree que yo defiendo la teoría de que a menudo lo que parece amor en realidad se trata solo de instinto de supervivencia o de la apremiante necesidad de buscar alguien con quien compartir los gastos de subsistencia. ¿Existe el amor eterno? Claro que sí, al menos en el plano teórico, aunque yo a mi amiga del alma le digo que muchos de esos matrimonios longevos si se mantienen incólumes al cabo de tanto tiempo no es porque se amen, sino porque ambos saben que a cierta edad es necesario tener cerca a alguien que en caso de emergencia sea capaz de llamar cuanto antes al teléfono de las ambulancias. ¿Es eso amor?¿Se trata acaso de costumbre?¿O será simple resignación? Y por otra parte, ¿cuál es la influencia del bienestar material en la supervivencia del amor? Yo a mi amiga de alma le dije que la violencia conyugal se da con más frecuencia entre los miserables, en el ámbito de los proscritos, en hogares en los que ni siquiera desprende calor el fuego, en esos suburbios ácidos y bituminosos en los que el amor se degrada por la apremiante necesidad de convertir la dignidad en comida y las niñas se prostituyen con los transeúntes ante la resignada amoralidad de esas madres estoicas y descrecidas en cuyos ojos yo he visto muchas veces las pupilas de la muerte mezcladas con la garganta del hambre. A mi amiga del alma quiero decirle que también yo creo en el amor eterno, aunque he de advertirle de que por otra parte estoy convencido de que la sensación de estar alucinado por el amor se da con menos frecuencia entre quienes, por desgracia, al anochecer se acuestan desvelados por el hambre. (A Rocío González, por escucharme).

  2. #52
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    Gente bajo par, José Luis Alvite



    Para ser sincero, son pocas las mujeres cuya sola presencia despierta mi curiosidad. Cuando eso ocurre, trato de imaginar su pasado, sus pensamientos y sus esperanzas, las circunstancias que ensombrece su mirada, como eran el rostro y la vida del hombre que le cambió para siempre el metabolismo y los pasos. Algo así me ocurre en contadas ocasiones. En la mayoría de los casos, cuando me fijo en una mujer, lo primero que me pregunto es cuanto me costarán sus copas. Me ocurre a mí y supongo que le sucede a cualquiera. No abunda la gente interesante con la que mantener una conversación en la que el último tema al que recurrir sean el vino, los quesos y aquellas canciones de Los Brincos cuya pésima calidad artística por sí misma habría justificado la fulminante disolución del grupo y la reclusión penitenciaria e incondicional de sus miembros. Cada vez que hablo por teléfono con mi querida Susana Pose y quedamos para tomar unas copas, jamás olvido advertirle que venga sola porque si acude acompañado de alguien cuya conversación me resulte frívola, reiterativa o pedante, no responderé de mi conducta y lo más probable es que al incómodo invitado se encargue ella personalmente de devolverlo a los corrales para su inmediata e irreversible conversión en carne de buey. Se acabó el tiempo de los cumplidos y del fingimiento. No me interesan las personas de cuya personalidad al cabo del tiempo sólo merezca la pena recordar su higiene y su ropa. No puedo malgastar el tiempo que me quede en repetir los errores del pasado, cuando subía a mi coche para un largo paseo a cualquiera de aquellos imbéciles a los que habría sido más sensato pasarles por encima con las ruedas y depositar luego su cadáver en el contenedor del cartón. Un ejemplo de todos ellos es C. Suponiéndole un tipo interesante, una de aquellas largas noches de tertulia le hablé de la muerte. Me llevé un desengaño del que tardé en reponerme. Aquel idiota sólo sabía de la muerte que era una cosa monótona. Y no fue el único. Por desgracia, abunda la gente de ese estilo. Sin ir más lejos, P., aquella señora que en una conversación sobre Schubert y Mahler, me interrumpió para confesar que a ella le parecía que Mahler ganaría mucho si se bailase con una letra de Perales, que, como se sabe, es un compositor que emplea en la escritura de sus canciones la técnica con la que en las Islas Baleares suelen hacer las ensaimadas. Quiero advertir que no se trata de una especie de estúpido elitismo para apartarse de tanta vulgaridad; en absoluto. Detesto aún más a los ilustrados que exhiben todo el rato su erudición y se saben de memoria la última literatura polaca y las dinastías chinas. Mis favoritos son los tipos de la calle que hayan llevado una vida distinta de lo que se entiende por una biografía confortable y académica en la que el mayor sinsabor sea la dichosa novatada salesiana en el colegio mayor. Es fácil tropezarse de noche con tipos presuntuosos que hablan encadenando frases y aforismos de otros sin interrumpir el entrecomillado para otra cosa que no sea darle un sorbo a la copa antes de continuar el agotador rosario cultural. De todo lo que sale por su boca, a veces tiene uno la sensación de que ni siquiera son suyas la dentadura y la saliva. También resultan insoportables los nuevos ricos, que en vez de contarte a Proust, te cuentan cada uno de los dieciocho hoyos que jugaron esa misma tarde en La Toja compartiendo el "green" y el "rough" con una pandilla de cardiólogos que tiraban del carrito de los palos con esa mezcla de resignación y profilaxis con la que arrastrarían hasta el sepulcro sus máquinas de diálisis los enfermos del riñón. "¿Tú no juegas al golf? ¡No me lo puedo creer! El golf es bueno para la mente y para la circulación, distiende el espíritu, abre el apetito y sirve de conversación. Te sentirías relajado como si practicases el "drive" con la batuta de Von Karajan". Por lo visto, aquella misma tarde había hecho seis quilómetros golpeando la bola. Yo no dije nada al respecto, pero por mi actitud no tardó en comprender lo mucho que me gustaría que los siguientes cinco metros los hiciese sin pelota, sin palo y sin "caddy" para plantarse lejos de mí al otro lado de la barra. Ni a mí me supuso un esfuerzo ni a él le costó entenderlo. Sólo le dije algo que sirve para todas las personas a las que sólo me habría interesado conocer en el "green" de una capilla ardiente con motivo de su muerte: "Te lo diré de una vez para siempre: Detesto el golf. Detesto cualquier ejercicio físico cuya última consecuencia no sea el orgasmo. El esfuerzo deportivo no está hecho para mí. Lo siento, pero sólo podría interesarme en un deporte que se pudiese practicar en taxi y por escrito"...

  3. #53
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    Almas con blusa, José Luis Alvite


    Jamás me interesó la vida privada de la gente y puedo asegurar que ya hace muchos años que la biografía de cualquier persona me parece menos interesante que sus planes para dentro de media hora. En mi relación con las mujeres siempre le di más importancia a sus ojos que a su documentación y por lo que se refiere a los hombres, su ocupación profesional, sus estudios o su genealogía, me dicen menos de ellos que su manera de fumar, su aplomo o sus sueños. Me gusta escuchar y participo en las conversaciones sóolo cuando estoy seguro de haber elegido bien la compañía. Mi olfato me dice que las personas más interesantes no son necesariamente aquellas que gozan de prestigio social, salen fotografiadas en los periódicos o tienen en el portal una reluciente placa de bronce en la que se mezclan con absoluto descaro su profesión de ginecólogo y el cinemascope de su soberbia. Siempre he procurado alejarme del hombre de éxito tanto como del hombre seguro de sí mismo, del primero, porque las vidas sin fisuras me aburren tanto como los coches automáticos, y del otro, porque la autoestima sólo tiene algún atractivo literario a medida que se pierde, del mismo modo que el dinero produce placer únicamente en el caso de que se gaste. También recelo del tipo que se presenta a si mismo como "un hombre de una sola pieza", entre otras razones, porque de una sola pieza son también los dictadores, los idiotas y las lápidas de los sepulcros. Encuentro más interesantes a los hombres indecisos, seguramente porque no hay una sola decisión cuyo acierto no sea el inteligente resultado de una duda, y también porque la vida me ha demostrado que la solución de un problema produce a menudo más insatisfacción que el problema mismo. He seguido ese criterio en mis viajes y no creo que me haya ido nada mal. No sé si os conté alguna vez que gracias a las confusas explicaciones que me dio un paisano al que le pregunté en Salamanca por donde se iba a Cuenca, perderme por el camino me supuso la suerte de conocer Lisboa. Nunca caí en la tentación de comprarme unas cadenas para el coche. Mi manera de viajar las hace innecesarias. Ruedo sin objetivos y sin planes, me detengo si me canso o tengo sed; y si es invierno y alta montaña, no me importa instalarme allí donde me haya detenido la nieve. En una ocasión me perdí al volante del coche en la lazada de carreteras casi intransitables de unas montañas en las que incluso se habría desorientado el mapa, pero no le di importancia porque me había echado al camino sin conocer mi destino. Siempre me hizo ilusión la idea de perderme de madrugada en cualquier paraje sin datos y no conocer mi paradero hasta comprar por la mañana en alguna ciudad el periódico local. Lo mismo me ocurre con las personas. Entablo conversación sin esperar nada, despreocupado de lo que pueda sobrevenir, y me conformo luego con lo que haya sucedido. Es muy agradable que te ocurran cosas buenas con las que no contabas, aún sabiendo que pueda tratarse de un éxito fortuito y efímero, acaso el premio incobrable de un sorteo sin fondos. No importa. Vale la pena volcarse a cambio de nada. Si te equivocas de mujer, lo que cuenta es que ella te abrace aunque sólo sea para consolarte de la desgracia de haberos conocido. Lo que puedas saber de una persona raras veces te resultará tan agradable como lo que supongas de ella. La imaginación me ha salvado de muchos chascos, sobre todo en mis relaciones sentimentales. Una interesada bruma literaria me ha ayudado siempre a encubrir mis errores. Me he llevado unos cuantos chascos por haber desmenuzado el alma de las mujeres. Ahora sé que si hubiese sido listo, me habría limitado a desabrocharles la blusa. Aquellos fracasos me sirvieron también para comprender que los seres humanos somos una mezcla de fisiología y de sueños, y que en consecuencia, con excepción de la última fila del cine, donde más se sabe de una mujer es en su autopsia.

  4. #54
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    Cadáver con moscas, José Luis Alvite


    De adolescente quería saber qué se sentía al estar enamorado. Después de aquello me enamoré y me entró curiosidad por saber qué se sentía con motivo de que me hubiese dejado una mujer. La verdad es que me he pasado media vida tratando de que fuese por completo distinta la otra media. En mis relaciones sentimentales he tenido siempre mucha suerte y no puedo decir que haya sufrido porque no me amase la mujer a la que deseaba, probablemente porque jamás me propuse mis objetivos más allá de donde estuviese seguro de que pudiese acertar mi discreta puntería. Supongo que eso significa que si fuese cazador, me habría dedicado a la captura de perdices con las alas de alpaca y a dispararle a los cadáveres de los jabalíes presos de los cuervos. También es cierto que una manera de evitar que alguien deje de quererte por iniciativa propia es hacer cuanto puedas para sugerirle que lo haga ella misma en tu nombre. Con esa actitud conseguí que me dejasen unas cuantas mujeres con las que yo jamás me habría atrevido a romper. Entonces reducía mis apariciones hasta que a ella se le hacía evidente que sobraban una entrada para el cine y un cubierto en la mesa. Reconozco que siempre me faltaron agallas para romper con una mujer mirándole a los ojos. También he de reconocer que si es ella quien parece decidida a acabar, me doy cuenta de que mis recursos para evitarlo no son tan sólidos como pensaba. Un amigo mío que presumía de conocer a las mujeres me dijo en una ocasión que para evitar un fracaso sentimental la literatura daba distinción y quedaba muy fina, pero que lo mejor era acudir a la última cita llevando para ella en un estuche un maravilloso reloj de pulsera. ¡Bobadas! Yo lo pasé muy mal con una mujer a la que adoraba pero al poco de conocerla supe que lo del reloj de pulsera no iba con ella. «Me has decepcionado y ya no puedo confiar en ti. He perdido la fe. Ya no me creo tus promesas», me dijo. Ni siquiera acerté con una sola frase con la que pudiese conmoverla. A mí su decisión me parecía exagerada e injusta, pero no hubo manera de ablandar su resistencia al perdón. Entonces desaparecí lentamente de su vida y convertí el dolor en literatura. Le dije adiós a lo lejos con una columna cobarde y cariñosa que le dediqué en el periódico. Nunca supe si ella llegó a leer aquello, pero, ¿sabes?, yo sigo donde solía estar y aún soy propenso a enamorarme, de modo que si acuerda cambiar de opinión no tiene más que desandar sus pasos y decirme: «He vuelto porque sé que estarás solo como un perro y porque un día me dijiste que te gustaría que espantase con mi abanico las moscas de tu cadáver».

  5. #55
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    Niño con tren, José Luis Alvite


    En la casa en la que viví hasta que me casé había dos balcones desde los que se veía un jardín, campo a lo lejos, y detrás del campo, el tren. Me gustaba mucho la niña morena de las trenzas que se columpiaba entre las flores rociadas del jardín y me entretenía mirar cómo ponía el viento amarillo en cursiva las hierbas verdes del paisaje azul, pero lo que me llevaba el alma era la idea de echar la merienda en un petate, salir de casa a hurtadillas y subirme como un fugitivo al techo de uno de aquellos trenes que silbaban al entrar en aquella curva tan holgada que a mí me parecía que era donde a la gente le cambiaba de raza la cara y en el mapa empezaba sin remedio el extranjero. A mi madre aún ahora le cuesta entender mi tendencia al desapego, sufre mucho con mi manera de ser tan evasiva y se pregunta qué pudo ocurrir en mi pasado para que con el tiempo se fuese acentuando en mi personalidad aquella inclinación infantil al desarraigo y al tránsito. Yo no sé qué decirle, aunque le recuerdo que de niño me soltaba a mentido de su mano y me perdía por las calles de la ciudad. A veces volvía a casa de la mano de otra mujer, por la que sentía el mismo afecto un poco relativo que si fuese mi propia madre, a la que ya de niño abrazaba con ciertas precauciones, casi con distancia, como si temiese despertar en mí la necesidad de verme protegido por alguien que no me odiase.

    A veces repaso en casa de mi madre las fotos de mi infancia y me encuentro un niño más triste que mis hermanos, también más ensimismado, un rumiante muchacho casi de ámbar que posa en una foto de familia en la que por su rostro se diría que tiene el rictus vencido y expatriado de alguien que sufre en silencio los rigores del cautiverio a los pocos días de haber sido tomado como rehén.

    Cuantas veces me he preguntado por el origen remoto de mi desentendida manera de ser, otras tantas fui incapaz de responderme con algo que pareciese razonable aunque no fuese creíble. ¿Por qué fui un niño tan complicado? ¿Qué explicación darle a que me resultase incómodo, casi obsceno, el cariño que me profesaban lo míos? ¿Cómo entender que mi obsesiva ilusión fuese a los seis años encaramarme con un fugitivo en alguno de aquellos trenes en cuyos vagones esperaba encontrar una turba de revolucionarios mezclada en ruidosa promiscuidad social con un pasaje de reyes destronados y hemofílicos que recorrían el filo de la geografía atendidos por silenciosos lacayos en cuyos ademanes agonizaba la elegante esgrima de la esclavitud al cabo de varias generaciones de fiel y abnegada servidumbre? Por muchas vueltas que le di y por mas que lo intenté, nunca pude contestarme esas preguntas. Solo sé que cada vez que me echo a la carretera me gusta pensar que me encontraré de un momento a otro con la vía férrea. Y que me detendré en la barrera a mirar con nostalgia cómo pasa con retraso frente a mis ojos el humo abdominal del tren de antes: la máquina, la carbonera y ocho o diez vagones en los que si me fijase bien distinguiría seguramente al viejo monarca destronado, a su augusta esposa aterida de abolengo y azulada de frío, con su corte de doncellas y lacayos, con luz de candelabro horneada en los sables dorados y mordidos de la escolta, y encaramado en el vagón de cola, un niño de seis años que se ha subido al tren a hurtadillas y se propone saltar en marcha en aquella curva tan holgada en la que ni los cartógrafos saben con exactitud donde acaba la lepra topográfica del orbe de Dios y donde empiezan las golosas y paganas tentaciones del extranjero, aquel sitio tentador y proceloso en el que pensaba sobrevivir sin necesidad de sentir afecto y apagando la sed con la humedad de la sed mojada de los niños y la resina que por suerte desprendiese el fuego, solo y sin fe, como un apátrida dispuesto escupir de pasada en las banderas del mundo el queso marrón y magreado de su última merienda.

  6. #56
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    Navidad con ocarina, José Luis Alvite


    A mi la Navidad ni me produce una alegría incondicional e infinita, ni me provoca el rechazo que sienten por lo general quienes consideran que se trata de una celebración nacida en tiempos de sorprendente inocencia y sostenida luego por oscuros y fríos intereses comerciales. Hay quien adora la Navidad porque tiene de ella la visión elemental de que es un buen momento para reunirse con la familia. Otros prefieren creer que son días aciagos en los que lo que se recuerda es la ausencia dolorosa e irreversible de quienes fallecieron. Para muchos, las fiestas navideñas son una buena excusa para saltarse el régimen alimenticio y ganar los quilos que se comprometerán a perder en los juramentos inútiles del año nuevo. A mí me trae sin cuidado lo que los demás piensen de la Navidad, que es algo que me gusta sin necesidad de dar explicaciones, entre otras razones, porque no se trata de un delito. Tampoco me molesta en absoluto ese cine navideño lleno de trineos y alegorías benéficas, con familias pecosas y felices reunidas con discreto fingimiento moral en torno a un pavo obeso y gratinado que mismo parece un avión. ¿Qué el espíritu de la Navidad es una recreación falsa de sentimientos siempre más infames? Sí, puede que lo sea, pero, ¿qué hay de malo en ello? ¿Alguien se ofendería si los terroristas islámicos dejasen de matar en Irak aunque sólo fuese por la decorosa estupidez de fingir una decencia de la que carecen? No hay nada de malo en que la gente se felicite la Navidad a pesar de no sentir sinceramente lo que dice. Hay rutinas que ennoblecen al ser humano, incluida la rutina de mentir de buena fe. Yo estos días escucho esos hermosos villancicos que tienen por costumbre grabar toda las grandes figuras de la música ligera de los Estados Unidos, desde el sentimental y eterno Sinatra hasta la felina y actual Cristina Aguilera. Yo sé que se trata de un negocio, pero no me importa. Escucho esas voces y me gusta escribir mientras suenan en mis oídos. ¿Qué no sienten lo que cantan? Bien ¿y qué? Muchos políticos llegan al poder gracias a no decir lo que piensan. La humanidad ha hecho grandes cosas a partir de enormes mentiras. Y si uno mira a su alrededor, se dará cuenta de que muchas parejas perduran en el tiempo gracias a que ambos están de acuerdo en evitar que la sinceridad les eche a perder la esperanza. Pues algo así ocurre con la Navidad, que puede que sea una gran mentira, una patraña comercial, pero que a muchos les sirve para ir tirando mientras sean capaces de creer que con un poco de imaginación la cruda realidad puede ser algo delicado y hermoso, como una blasfemia pasando a través de una ocarina.

  7. #57
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    Rostro con agua rota, José Luis Alvite

    "Hay ocasiones en que al hombre le siente mejor el silencio que la ropa".

    Me gusta escuchar conversaciones interesantes, voces hondas y calmosas, oleosas frases hechas sin prisa, como hablan los hombres en los que la mitad de la calma es cansancio y el resto, esa mezcla de resignación y desesperanza que tanto mejora el tono del comentario menos pretencioso. Me gusta también la gente que calla mientras toma sus copas en la barra del bar en esa actitud de riguroso silencio que no se sabe muy bien si es la consecuencia de una preocupación, de un fracaso o porque se le acaban de venir a la cabeza los malditos sueños incumplidos, el matrimonio dilapidado en poco tiempo, tal vez la desgracia emocional de no haberse aseado nunca con el agua en la que se hubiesen lavado la cara sus hijos, lo bien que se le daba en el cabaré aquella fulana esbelta, elegante y sensual que luego resultó que se llamaba Moncho... como calla el ex boxeador Angel Grela mientras en su ácida sonrisa derrotada se conmemora el suave estribillo de los golpes del ring, ¿recuerdas, Angel muchacho,?, hace cuarenta años, amigo mío, cuando lo más sombrío de tu rostro era el flash de las fotos y no iba a dar a tu cara un solo golpe cuya cicatriz no pareciese al día siguiente las venéreas iniciales del nombre de una mujer bordado en aquel pañuelo en el que con la esgrima de tus mágicos modales las flemas se volvían palomas, ¿eh, colega?, casi a finales de los años sesenta, Madrid, Palacio de los Deportes, Paco Torres de "speaker", dos sauces de humo sobre el cuadrilátero, y en tu rincón, ¡Dios, Angel¡, en tu rincón, amigo mío, el viejo manager, una banqueta y aquel embudo para recogerle a tu saliva el pan, la sangre y el suero ácido del expósito nombre de tu madre,... pero, ¡que pronto se hace tarde en el desalmado tiempo del gong!, ...hasta que de tus brazos es esfumaron el florete de la pegada y la estrangulada cintura de las chavalas, te volviste a casa, nos conocimos aquel invierno mediado el verano, y entonces, ¡joder, boxeador!, entonces descubrimos que la vida son dos docenas de recibos de la luz, el solitario corazón latiendo en llanta, un coche viejo que cacarea en latín al tomar las curvas y la horrible sensación de que nuestras vidas están tan plagadas de errores que tendríamos que escribirlas con las tijeras de limpiarle las tripas al pescado, mientras tentamos sin mucha fe la suerte de dar con una mujer que se resigne a que su lugar en la historia sea cambiarle el mal olor al búcaro de las flores y teñir de negro su ropa, sentada a la cabecera de nuestro lecho de muerte, ya sabes, eso que tarde o temprano le ocurre a todo el mundo, a la gente que habla demasiado y a los tipos callados como tú, que son los que me gustan porque de algunos hombres, como de las buenas películas, incluso resulta inolvidable el sedante silencio de los fundidos, como cuando salíamos a la carretera y nos plantábamos en la barra de cualquier garito en el que hubiese una mujer que nos cobrase poco por confundirnos con alguien más interesantes que nosotros, ya sabes, aunque nos buscase parecido con uno de esos tipos hipócritas y saludables que no contraen un solo vicio que no sea un sacramento o un vasodilatador, cosa que a nosotros raras veces nos ocurría, muchacho, porque solíamos tomar copas que al cagarlas manchaban la mierda, y preferíamos permanecer callados, a sabiendas de que hay ocasiones en las que el silencio le sienta a un hombre mejor que la ropa y casi tan bien como el dinero, esa cosa, Angel, chaval, que nosotros solo solíamos emplear para pagarnos la ruina sin pedir prestado, tal vez porque en el fondo siempre estuvimos convencidos de que los golpes de la vida, como los puñetazos del ring, eran justo lo que necesitábamos para arrimarnos a la barra del bar y guardar ese riguroso silencio que nunca se sabe a ciencia cierta si es por contener un secreto, porque no podríamos contar una verdad que no pareciese mentira, o, sencillamente, amigo mío, porque, en realidad, yo puedo callar por escrito, y tú, ¡que demonios!, tú, viejo boxeador, tú tienes la magnífica mala suerte de poseer el impagable "salzillo" de un rostro crustáceo y misterioso capaz de romper en tus funerales el llanto, la luz y el agua bendita, mientras piensas una buena frase para darle el pésame a la muerte...
    Tócame la flauta:001_tt2:

  8. #58
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    Depresión (I), José Luis Alvite


    Querido director: he entrado como en barrena,
    muchacho, y atravieso los peores momentos de mi vida. Arrimé de viaje a una
    playa y bajo el vuelo de las gaviotas de mi coche, ¿Dios!, mi coche lo cagaron
    los cuervos. No me encuentro físicamente fuerte y creo que estoy a punto de
    que incluso la muerte me produzca gases. Y, sin embargo, rehuyo los
    hospitales. Me aferro como un estúpido a la esperanza de que mi suerte cambie
    lavando el coche o frunciendo con los pies el calzado. La doctora V. acaba de
    diagnosticarme una depresión. Al principio eso me preocupó pero luego
    recapacité y creo que la depresión es lo más sólido que puede incubar ahora
    mismo mi puta cabeza. Mi letra es el fiel reflejo de cómo decaigo. Anoche
    quise tomar apuntes en la barra del bar y me pareció que incluso los puntos me
    salían alargados. A veces me contengo de llorar para no ver borrosa la lluvia.
    Hace años conocí de madrugada a un tipo que le pegó fuego al pelo para mirarse
    a oscuras en el espejo del baño. Aquel loco me juró que había apagado las
    llamas escupiendo contra su imagen en el maldito espejo. A veces se me ocurren
    ideas y las olvido casi simultáneamente, como si mi cerebro segregase lejía.
    En el 93 viví una situación semejante y entonces se me pasó por la cabeza
    saltarme la tapa de los sesos. Me contuve. Temí que mi muerte pasase
    inadvertida. Mi cadáver no entraba en los planes de nadie. Un tipo me sugirió
    entonces que me estrellase con el coche contra la tapia del cementerio para
    ahorrarle trabajo a los míos. También es cierto que me disuadió la sospecha de
    que en caso de suicidio, en casa sólo le echarían luto a los forros de los
    bolsillos. Dice mi amiga S. que soy un tipo sin obra y que si muriese, con mis
    pocos méritos incluso podría ocurrir que ni siquiera le pusiesen mi nombre a
    mi cadáver. También se me ocurrió que si por fin alguien me ayudase a saltarme
    la tapa de los sesos, mi sangre sólo serviría para fregar el lugar del crimen.
    Tócame la flauta:001_tt2:

  9. #59
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    Predeterminado

    Doble cáncer de colon y pulmón detectado en noviembre del 2013, acabó con Alvite hace unos días.

    D.E.P.
    Tócame la flauta:001_tt2:

  10. #60
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    Cita Iniciado por euterpe Ver Mensaje
    Doble cáncer de colon y pulmón detectado en noviembre del 2013, acabó con Alvite hace unos días.

    D.E.P.

    D.E.P. José Luis Alvite.

    Con tu aporte haces posible a los nuevos foreros leer a Alvite, y a los foreros que lo habíamos leído, (gracias al aporte anterior de "Quintiliano") volver a disfrutarlo de nuevo.

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