Traidores de la fe


Han sido considerados “hombres santos” por millones de personas, pero muchos de ellos han demostrado ser capaces de cometer los peores pecados imaginables. La historia del papado está repleta de aquellos que ostentaron el poder, y sobre los que aún queda mucho por decir…
En la actualidad los católicos tienden a ver a los pontífices que han guiado su Iglesia como hombres buenos, incluso santos. Y ciertamente, entre los 265 Papas que han dirigido las riendas de la monarquía vaticana hay hombres que podríamos calificar de bondadosos. Sin embargo, el pontificado posee también un lado oscuro, una cara siniestra encarnada por Papas terribles. Asesinos despiadados, traidores, guerreros, mercaderes de puestos eclesiásticos o depravados sexuales sin freno –algunos incluso encarnaron todo lo anterior al mismo tiempo–, han ocupado el trono de san Pedro en distintos momentos de la historia.

Aquellos hombres traicionaron al Evangelio que decían representar, y sus actos, más que guiados por Dios o el Espíritu Santo, parecían estar inspirados por el mismísimo Diablo.

Esta cara oculta comienza a aparecer, sobre todo, poco después de que el cristianismo se convierta en la religión oficial del Imperio Romano. Hasta entonces, había sido la sangre de los cristianos la que se derramaba durante las persecuciones y el martirio sufrido por muchos de ellos. Pero tras el reinado del emperador Constantino, la figura del Papa irá adquiriendo un poder cada vez mayor, hasta convertirse en un apetecible trofeo capaz de generar las mayores intrigas y desatar las más bajas pasiones…

Dámaso contra Ursino
Los episodios violentos entre los candidatos a sucesores de san Pedro surgen ya en los primeros siglos del cristianismo. El caso de Dámaso y su rival Ursino constituye un buen ejemplo.

El primero fue un clérigo romano de origen español que sirvió como diácono con el Papa Liberio. Tras la muerte de éste, Dámaso fue elegido nuevo pontífice –en octubre del año 366–, gracias al apoyo de buena parte del pueblo y el clero. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo con su elección. Otro diácono, Ursino, convenció al obispo de Tívoli para que le ordenase obispo de Roma. Con dos Papas reclamando para sí la autoridad pontificia, el clero y los fieles se dividieron en dos bandos, y las calles se convirtieron en campos de batalla donde se enfrentaban con violencia los seguidores de ambos rivales.

Dámaso contaba con el grupo más poderoso, formado por los duros fossores romanos, los obreros de las catacumbas, y con el apoyo de las autoridades, así que Ursino y los suyos se llevaron la peor parte. El episodio más sangriento se produjo cuando cierto día, los seguidores del Papa Dámaso acorralaron a sus enemigos en el interior de la iglesia de Santa María de Trastevere. Tras derribar las puertas entraron con violencia y provocaron una auténtica masacre: 137 fieles a Ursino fueron asesinados.

El macabro “Sínodo del cadáver”
A finales del siglo IX Italia se asemejaba mucho a un polvorín a punto de estallar. Los nobles locales vivían en una pugna continua por territorios y coronas. En medio de estas refriegas se ven envueltos los pontífices, que en aquella época ya gozan de la potestad para coronar a reyes y emperadores. En esa delicada situación accede Formoso al trono de San Pedro, en el 891.

Guido, un ambicioso noble de Spoleto, acudió a él para que le coronara emperador y, de paso, asegurarse la sucesión en su hijo Lamberto. Formoso cumplió sus exigencias pero aún así, Guido invadió los Estados Pontificios y se apoderó de buena parte del patrimonio de la Iglesia. El Papa pidió ayuda al rey alemán Arnulfo de Baviera, y éste derrotó a Guido en el año 894. Su viuda, Agiltrudis, se refugió en Roma, pero sucumbió dos años después. En agradecimiento, Formoso coronó emperador al germano. Unos meses más tarde el Papa fallecía…
Poco después accedió al pontificado Esteban VI, un pontífice que resultó ser aliado de los Spoleto. Lamberto y Agiltrudis se frotaron las manos. Había llegado la hora de su venganza…
El nuevo Papa ordenó que el cadáver de Formoso fuera exhumado para someterlo a un juicio por sus pecados. El cuerpo –que llevaba enterrado nueve meses– se encontraba muy descompuesto, aunque eso no fue ningún impedimento para que, ataviado con las vestimentas papales, fuera sentado ante el tribunal. El cadáver exhalaba un terrible hedor que revolvía las entrañas de los presentes. Así comenzó el juicio más macabro nunca visto, que ha pasado a la posteridad como el “Concilio Cadavérico”.

Como es evidente, el cadáver de Formoso asistió en completo silencio a las acusaciones que pesaban sobre su cabeza. A su lado situaron a un diácono –que aguantaba como podía las arcadas producidas por el hedor de la descomposición– para que le representara como “abogado de oficio”.

Finalmente Formoso fue declarado culpable y, no contentos con el escarnio al que le habían sometido después de muerto, le cortaron los tres dedos que utilizaba para bendecir, y tiraron sus restos a las aguas del Tíber.

Aquel vergonzoso comportamiento, sin embargo, no quedó sin castigo. Semejante atrocidad era demasiado incluso para los romanos, habituados a todo tipo de maquinaciones. Coincidiendo con el momento en el que los restos de Formoso eran arrojados al río, la Basílica de Letrán se desmoronó. El oportuno suceso fue interpretado como una señal de enfado divino, y una multitud descontrolada atrapó al pontífice. Poco después Esteban VI moría asesinado en prisión.